S 64° 50' 3" 062° 33' 1"
Debajo de mí está Neko Harbour (es, además, el lugar más querido para mí), la lengua de un glaciar, una bahía ovalada, detrás un estrecho bordeado por montañas que se alzan impetuosas, desde las jorobas de criaturas descomunales en el sueño estival; debajo de mí, las gaviotas dominicanas vuelan describiendo largas espirales. En la bahía, el barco parece diminuto, insignificante, como si fuera posible hacerlo desaparecer con un mando a distancia. Aspiro la escena hasta que inunda mis vías sanguíneas y mis circunvoluciones cerebrales. Jeremy está sentado encima de una piedra libre de nieve, vuelto hacia el lado del glaciar, esforzándose por grabar la estruendosa caída de pedazos de hielo al mar espumeante. Dirige su cámara hacia mí sin avisar, menuda suerte, aquí viene el protagonista de la nueva superproducción The Penguin Strikes Back, díganos, por favor, ¿cuándo tomó consciencia de que escribiría la historia de los cruceros antárticos? Esbozo una mueca de asco a modo de respuesta. La cámara ni siquiera se estremece. ¿Cómo se le ocurrió la idea de utilizar a un pingüino para eliminar a una pelma? Me limito a menear la cabeza. Jeremy se levanta de un salto y camina a mi alrededor trapaleando con sus pesadas botas, bombardeándome con más preguntas mientras yo me dedico a mirar al infinito para ahuyentar a ese pesado. Permítame una última pregunta, ¿quién interpretará el papel de pingüino, suponiendo que pueda revelárnoslo? La nieve no es lo bastante firme para moverse por ella con rapidez, nuestra risa es más ligera. Corten. ¿Por qué le gusta tanto el hielo, profesor Z.? Jeremy se ha detenido, sus gafas ligeramente empañadas.
—Por su diversidad.
—¿Puede explicárnoslo más detenidamente?
—Lo más bello del mundo es la diversidad.
—Sí, claro, a todos nos gusta la diversidad, pero ¿en el hielo?
—No hay nada más variado que el hielo. Un cuerpo sólido que alberga gas y agua.
—Igual que las personas. Corten. Vemos a un profesor sobre la colina que domina Neko Harbour, un hombre que intenta permanecer serio, aunque le gustaría echarse a reír, es la gravedad de la situación la que le obliga a ello, se ha percatado de la gravedad de la situación.
—Sí, búrlese usted, que todo es la mar de divertido.
—Bien, pongámonos serios. Corten. ¿Cuál es tu deseo más ferviente en este momento?
—Me gustaría quedarme aquí, Jeremy.
—No conseguirías sobrevivir.
—Quién sabe, con la tienda de campaña y la mochila y provisiones secas…
—El capitán me condecoraría, a lo mejor hasta me subía el sueldo, si te dejase aquí, no, espera, es imposible, Paulina me arrancaría la cabeza.
—Estoy cansado.
—¿A comienzos de la temporada?
—Estoy cansado de ser hombre.
—Tú estás bien, mr. Iceberger. A veces un poco equivocado, pero…
—No de ser yo, Jeremy, de ser un humano.
Jeremy da un paso hacia delante, otro más, me abraza, inesperadamente, es un ritual reservado para la despedida, yo correspondo a su abrazo, lo estrecho con fuerza, con demasiada fuerza, él grita, no en broma, oigo un choque, acompañado por un taco, tras separarnos uno del otro vemos cómo la videocámara Full-HD baja rodando la empinada pendiente que hay detrás de la piedra sin nieve, casi la frena un pequeño montículo nevado, podríamos bajar hasta allí, me pasa por las mientes, pero sigue rodando cuesta abajo, coge velocidad y desaparece de nuestro campo visual, nosotros nos quedamos ahí parados como dos luchadores tras un combate cuyo final ha concluido antes de tiempo, aguzamos el oído, esperando el ruido al caer al agua, pero no se produce. Nos miramos. Aunque no soy capaz de pronunciar palabra, debo llevar el pesar escrito en la cara, porque Jeremy se apresura a consolarnos a ambos: no importa, la entrevista contigo era más bien lousy, la cámara está asegurada, y Neko Harbour la he filmado ya con mejor luz. Venga, vámonos de una vez. Jeremy arranca de la nieve una de las banderas rojas, la sostiene en la mano como una lanza o un arpón, esa imagen también se le tiene que haber pasado por la cabeza a él.
—Imagínate que una ballena se traga la última edición de Turbulencias cotidianas; imagínate que matan a la ballena, la abren en canal y los japoneses, tan investigadores ellos, encuentran en su vientre la cámara, imagínate que sacan la tarjeta de memoria todavía no cauterizada por los jugos gástricos de la ballena, la introducen en una cámara, presionan el play, y ¿qué es lo que ven? Tu cara. ¿Y qué es lo que escuchan? Estoy cansado de ser hombre. Y todos ellos asienten, y cada uno de ellos dice: yo también, y deciden meterse en el vientre abierto de la ballena, cerrarlo con la grapadora y arrojar de nuevo la ballena al mar.
—¿Y cómo van a arrojar la ballena al mar, si todos están en su interior?
—Uno tiene que sacrificarse y quedarse fuera para accionar el aparato elevador. ¿Satisfecho, pedazo de pedante?
—Si sucede eso de verdad, muy satisfecho.
—¡Ea, arriba, y abajo o, como sueles decir tú en bávaro: «obi». Con que, let's go obi!
Descendemos con prudencia con las banderolas en la mano, pronto tenemos las gaviotas al alcance de la vista, los pingüinos papúa trepan torpemente por resaltes rocosos, a su alrededor la capa de nieve teñida por su orina, de un color verde tan intenso como su hedor a amoníaco. Visto desde la playa, el glaciar es un rostro de miles de expresiones, cada una de las cuales plantea un enigma diferente a la luz del sol. Es casi una desmesura, dice Jeremy. Yo callo. Nos quedamos ahí juntos un momento, fascinados por las numerosas grietas en las que se precipitan nuestros pensamientos, papá deambulando de noche por nuestra casa, su letanía in crescendo hasta convertirse en una queja, grita más fuerte y tan hondo que queda enterrado bajo su grito. Tengo la impresión de que los glaciares representan siempre el último acto de una mala obra.
El hielo está aquí, y allá, el hielo está en todas partes, ante nosotros como una alfombra cuyos nudos crujen partidos por nuestro peso, a nuestra espalda, como un espejo hecho añicos. Cuando los témpanos de hielo se rozan, suenan como campanitas; cuando chocan contra el casco, como un tiro. Hace cuatro años no habríamos conseguido llegar hasta aquí en esta época del año. En tierra, unos duendes compiten con sus contorsiones por llamar nuestra atención; más arriba velan unos ángeles, las alas muy pegadas al cuerpo de hielo. A veces, cuando no los observa ningún otro ser, los duendes se dejan caer al agua negra y bucean hasta las profundidades para tranquilizarse. El hielo flotante termina como trazado con una regla. Durante unos instantes puedo imaginar cómo se torna más denso, rodea la embarcación y ya no la suelta. En la cubierta de sol han preparado una barbacoa para comer al aire libre, mientras el barco se desliza por un estrecho más amplio. El tiempo es suave, el ambiente, eufórico. La música atruena por los altavoces, hay que bailar con todos los atavíos polares puestos, sunshine, sunshine reggae, un pas de deux en descansos, don't worry don't hurry take it easy, el olor de carne a la parrilla impregna el aire, sunshine, sunshine reggae, una parejita me pide que les saque una foto, cheese, digo yo, honeymoon, me corrige ella con boca de beso, let the good vibes get a lot stronger, esto tampoco lo echaré de menos.
Con las últimas luces del día echamos el anda en una bahía llena de témpanos de hielo, redondos como ballenas blancas, estrechos como sus aletas caudales, agudos como sus dientes, entre los que avanza un cisne con la cabeza hinchada. Oscurece lentamente; un págalo sale deprisa de su nido y lanza al cielo oscuro un postrer grito. Deseo la muerte con todas las letras.