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S 62°35' 0" O 59°56' 30"

Sí, el percance de la señora Morgenthau se habría evitado si hubiera sido menos descuidado, si los págalos no robasen huevos, si no hubiéramos hecho escala en la isla Media Luna, a propuesta mía, por una parte un rodeo, por otra una maravillosa sorpresa, así se la recomendaba a los pasajeros, una franja de tierra curvada, en forma de media luna, con cuatro colinas distribuidas a intervalos regulares y un montón de pingüinos de barbijo, con buen tiempo a walk in the park con vistas a las cumbres de isla Livingston, una islita muy de mi agrado, predominantemente blanca, en ocasiones negra y pedregosa, en un lugar una peña bicúspide de granito junto a un rombo inclinado, formación que no me canso de contemplar, y aunque el tiempo había sido inestable durante el día, no existían razones de fuerza mayor para renunciar a atracar allí, al contrario, a la luz caprichosa que se filtraba a través de las grietas entre densas nubes negras, la isla parecía ideada con humor y euforia, esto también lo notó Mary, que fue la última en bajar de la zódiac y se detuvo a mi lado, cruzamos algunas palabras, yo no quería acosarla y renuncié a preguntar por el hombre bajo y grueso, que para entonces ya sabía que era un viudo de Virginia Occidental, un hombre acomodado que había reservado una de las cuatro suites reales, desde cuyo balcón la mirada vanidosa se posa sobre el Antártico, en lugar de ello le señalé el viejo elefante marino que suele descansar en el estrecho meridional, su cuerpo macizo cubierto de cicatrices producto de una vida de salteador, fácil de pasar por alto si uno busca movimiento con la vista, como la mayoría de pasajeros que, pese a nuestros consejos, rara vez logran permanecer quietos en un sitio para observar la conducta de los animales, en lugar de eso corretean por ahí, siguiendo a los pingüinos por la nieve en todas direcciones, la cámara preparada, con la loable excepción de la señora Morgenthau, que se situó a la distancia prescrita al borde de la colonia y observó, embelesada, cómo la madre o el padre empollaban los dos huevos. «En efecto, el segundo huevo es más pequeño», la oí murmurar, al igual que muchos pasajeros la señora Morgenthau gozaba comparando los conocimientos adquiridos en la conferencia con la realidad (El Albatros en vivo y en directo: el segundo huevo es un seguro, por eso es más pequeño, como un paracaídas de emergencia), si hubiera estado menos concentrada, menos atenta, si no se hubiera sentido tan cercana a los pingüinos empollando y no hubiera intervenido en ese idilio, en el que los págalos al acecho caen sobre los huevos deficientemente guardados y vuelven a alejarse aleteando tras la caza fallida, un comportamiento lógico que a mí apenas me llamaba la atención, al contrario que a la señora Morgenthau, que había dirigido su mirada atenta sobre un págalo especialmente agresivo, un pájaro feo, gordo y malo, así me lo describió más tarde, comentando que se había enfrascado en su aversión, que el ave incluso la intimidó un poco y, aunque suene ridículo, así fue, lo cual explica los acontecimientos posteriores, que a pesar de todo habrían podido evitarse, el capitán tiene razón en este punto, si yo hubiera reaccionado más deprisa, si hubiera estado más atento, si en el momento fatal otro guía hubiera ocupado un puesto tranquilo al lado de la colonia de pingüinos de barbijo, y no yo, que estaba cansado después de pasar unas horas en el lugar de atraque de las lanchas, me había liberado de toda obligación durante un cuarto de hora y por tanto estaba mal preparado para el vuelo en picado del págalo, que percibí por el rabillo del ojo, un grito despertó mi atención: «Ha cogido un huevo», justo a tiempo de ver cómo el págalo, con un huevo blanco entre las garras, se posaba apenas a tres pasos de la señora Morgenthau, acechaba a su alrededor para comprobar si le amenazaba algún peligro, antes de disponerse a romper la cáscara de huevo con el pico, lo que no le fue permitido, pues la señora Morgenthau, abalanzándose sobre el págalo, le arrebató el huevo con un movimiento de sorprendente agilidad, lo sostuvo con cuidado en sus manos —mientras el pájaro derrotado alzaba el vuelo y se alejaba—, orgullosa de su acción salvífica, un poco desconcertada, igual que yo, por lo que no reaccioné en el acto, sino solo cuando ella se alejó de mí, dirigiéndose al pingüino expoliado, que no se movía porque tenía que cuidar de su segundo y ahora único huevo. La señora Morgenthau llegó hasta el pingüino con las mejores intenciones, presentó el huevo a modo de ofrenda, se agachó para depositarlo lo más suavemente posible ante la barriga del pingüino de barbijo, y sólo pude gritarle un apresurado «No haga eso». Mas en vano, la señora Morgenthau se sentía predestinada a reparar una injusticia, a devolver intacto el huevo con la vida en ciernes al animal que empollaba, un propósito tan noble como equívoco, pues el pingüino, expuesto al ataque de un monstruo rojo, abrió el pico, impulsado por el instinto de defender el huevo que le quedaba, y mordió en la mano izquierda a la señora Morgenthau que, gritando horrorizada, dejó caer el huevo y se quedó mirando fijamente su mano, la sangre goteaba sobre las piedras, en abundancia, no sé si ella se dio cuenta de que yo le cogía el brazo para examinar la herida, se soltó de un tirón, para huir del pingüino mordedor, resbaló y cayó pesadamente encima de otro pingüino de barbijo, que también cuidaba los huevos en su nido, por lo que no pudo apartarse con la necesaria rapidez, al igual que yo también reaccioné demasiado tarde para frenar la caída de la mujer. El macizo tronco de la señora Morgenthau sepultó al ave indefensa, los demás pingüinos, así me parece al recordarlo, comprendieron más deprisa que yo lo sucedido y toda la colonia se puso en movimiento, unos chillidos iracundos se alzaron mientras ayudaba a levantarse a la señora Morgenthau, su anorak estaba embadurnado con restos de huevo, yo la sujetaba con una mano, con la otra llamé por radio a El Albatros para que acudiese, antes de examinar su herida —el pingüino había mordido la carne blanda entre el pulgar y el índice, atravesando todas las capas de piel, un corte profundo—, eso no habría sido ni la mitad de grave si yo hubiera limpiado inmediatamente la herida para evitar una infección, pero en mi mochila faltaba el botiquín de primeros auxilios, que siempre teníamos que llevar con nosotros, por lo que no me quedó más remedio que apretar mi pañuelo con fuerza sobre la herida para frenar la hemorragia, bajo nosotros un pingüino yacía inmóvil, a nuestro alrededor un sinfín de ruidosas protestas animales. Me disponía a proponer a la señora Morgenthau que nos dirigiésemos caminando despacio hacia el atracadero, cuando unos copos de nieve cayeron sobre nuestras manos, levanté la vista, el tiempo había cambiado, se iniciaba una tormenta de nieve, el viento comenzó a aullar, las condiciones de visibilidad empeoraron a una velocidad vertiginosa, desde el puente nos comunicaron que en vista de los vientos catabáticos que se habían levantado, capaces de volcar fácilmente una lancha del tamaño de una zódiac, era aconsejable permanecer de momento en la isla, montando, en caso necesario, la tienda de campaña que traíamos hasta que hubiera pasado la tormenta y sonase la sirena del barco, un tono largo y tres cortos, El Albatros nos alcanzó cuando comenzaron a granizar perdigones y la tempestad se lo tragó todo, cumbres, glaciar, las cuatro colinas y la peña de granito de dos dedos, los demás guías y pasajeros y también los pingüinos, el médico no conseguiría llegar hasta nosotros, la señora Morgenthau estaba a merced de la isla Half Moon, El Albatros contemplaba su mano y mi pañuelo empapado en sangre, su preocupación era palpable. Antes de susurrarme en su alemán deficiente, para mantener en secreto el diagnóstico ante la paciente, que había que desinfectar urgentemente la herida, que el pico de un pingüino estaba muy contaminado, que las bacterias eran peligrosas para los humanos (debido a las condiciones extremas los virus y bacterias del Antártico son muy resistentes, como después me comunicó el médico), que por desgracia él mismo se había apresurado a acudir a mi lado sin mochila, porque no le había dicho que necesitaba un botiquín de primeros auxilios, por lo que el médico tiene toda la razón cuando afirma que se habría podido evitar que la señora Morgenthau yazga ahora en el ambulatorio, con gotero, fiebre y una mano hinchada, seguramente debido a una erisipela, antes conocida con el nombre de «fuego sagrado», el médico brasileño, con el que por fin hablé, todavía no puede diagnosticarlo con absoluta seguridad. Lo único cierto es que tras una hora larga conseguimos trasladar a bordo a la señora Morgenthau que estaba en estado de shock, así como a los demás pasajeros varados; atrás quedaron un pingüino de barbijo muerto, unos cuantos huevos aplastados y un págalo víctima de un hurto en pleno pico.

El traslado de Solln a Moosach, a un apartamento amueblado de una habitación, fue muy distinto del precedente. Todo lo que yo deseaba poseer cabía en el Golf Variant de Hölbl. De los libros, sólo me llevé los que casi me había aprendido de memoria en los últimos años, todos los demás los había depositado en las semanas anteriores en el contenedor de papel viejo, salidas diarias con pesadas bolsas de tela en ambas manos, los CDS los llevé a los contenedores especiales, aunque supusiera un paseo más largo, tampoco pesaban tanto. En el trayecto recordé lo que nos había contado el lama Boltzmann sobre un pueblo del Tíbet, sobre la biblioteca de su monasterio, cuyos rollos escritos llevaban siglos sin poder ser examinados. Los monjes contemplaban los rollos apilados y hacían declaraciones sobre el futuro. A la luz de esa tradición, mi paseo al punto de reciclaje me pareció un ejercicio budista. Necesitamos textos que no sean leídos conscientemente, música que no se escuche deliberadamente, árboles, cumbres, arroyos, glaciares a los que dejemos en paz. Pasé el largo verano leyendo en el piso de Moosach, sintiéndome liberado, porque no me acosaban miles de libros. Mi única preocupación era qué hacer con el producto de la venta de la casa, una suma considerable incluso después de haber transferido la mitad a Helene. Volví a consagrarme a los viejos textos, alentado por su persistente ambición de hablar a mi conciencia, motivo por el que, es de suponer, continuan siendo apreciados, a pesar de que intentan a todo trance reeducar a las personas. Los clásicos pueden arrojar luz en la oscuridad, escribir frases susceptibles de ser grabadas en fachadas de piedra. Los autores vivos, por el contrario, cualquiera lo comprobaba al abrir el periódico, tienen que ser comedidos, conmovedores, emocionantes, inquietantes, pero de ningún modo pueden aspirar a cambiar el mundo. ¿Cómo aguijonear en vida? Abochornar a alguien no funciona, pues todos nos ponemos en ridículo en público; la grandilocuencia tampoco funciona, pues se le quita importancia a todo. ¿Y la violencia? La violencia es el único idioma que aún no ha sido cubierto por las etiquetas de los patrocinadores. Pero únicamente entendemos la violencia dirigida contra nosotros. La violencia contra otros sigue siendo incomprensible o muda para nosotros. Esa violencia se nos antoja un carraspeo que brota de una garganta muda, en el mejor de los casos un balbuceo. Tales frases escribía yo al margen, en mi piso agradablemente estrecho de Moosach, leía mis propias notas, preguntándome si había encontrado una respuesta honesta a las desmesuradas exigencias de nuestra época o me había contaminado su idiotez. Seguro que creía que la verdadera liberación sólo puede lograrse mediante un acto creativo. En ocasiones escribía e-mails. Ni siquiera en las semanas más sombrías había interrumpido la correspondencia con algunos colegas a los que apreciaba, Shiva Ramkrishna de la Universidad Jawaharlal Nehru de Nueva Delhi, por ejemplo, al que producía una enorme satisfacción examinar los más modernos resultados científicos a través del prisma de los antiguos mitos sánscritos, por lo que opinaba que la fusión de los glaciares y la amenazadora desecación del Ganges ya habían sido anticipados en una antigua profecía, el río sagrado, cansado de los innumerables pecados que habían sido lavados en él, desaparecerá un día en el subsuelo, incluso nuestros dioses cambiarán, escribió Shiva en su último e-mail, ya lo anticipaba el glaciar de Siachen, donde los soldados tienen una dependencia tan absoluta de los helicópteros que los hombres, obsesionados por la omnipotencia de esa máquina que los alimenta, protege, y constituye su única esperanza de salvación del desconcertante servicio a seis mil metros de altura, habían comenzado a adorar al helicóptero haciendo girar luces en círculo y entonando cánticos antiquísimos que apenas habían sufrido una adaptación somera. Y por qué no Dios como helicóptero, contesté a Shiva, eso demostraba el alcance de la fantasía religiosa, el mayor error del cristianismo era haber creado a Dios a semejanza del hombre. Mis excursiones mentales se ven interrumpidas por conversaciones con Paulina, una vez por semana, a través de Skype, a la hora prevista. A mí no me gustan las llamadas sorpresa, ni las de Hölbl, que se niega en redondo a comprender que me erotiza más el recuerdo de Paulina que la visión de mujeres de piernas largas casi desnudas procedentes de los países chabolistas de la UE, por lo que a veces tengo que colgar irritado, ni las de mi asesor bancario (una designación acertada para alguien que asesora a su banco, a costa del cliente), que ya ha intentado endosarme todo, incluso los más apestosos certificados de inversión (qué expresión falaz, ni aseguran ni garantizan nada). Es inútil, todavía no ha comprendido que es irremediablemente inferior a mí, porque yo no estoy sometido al imperativo de transformar el tiempo en dinero. Evito los Alpes, al igual que los viajes a los alrededores más cercanos o más lejanos, en nuestro país ya no existe la naturaleza, así que con la misma naturalidad puedo dejar que actúen sobre mí los paisajes formados por la mano del hombre impresos entre las dos tapas de un libro.

Frentes glaciares mordidos, como si el mar fuese un roedor. El cielo ofrece cuatro espectáculos diferentes, sobre el mar nubes distintas que sobre el hielo de cuatro kilómetros de grosor, cúmulos esponjosos vagan como fantasmas alrededor de las islas, sobre nosotros cuelga una lona gris. Viajamos por la carretera de los gigantes de hielo. Puntiagudos bloques helados montan guardia, sus cuerpos estriados, cincelados en alabastro. Paredes picadas, cobre azul y un único petrel, delicado como una línea, cien soledades lejos de su nido. Ése eres tú, Zeno, estás en caída libre, precipitándote hacia la nada, en la viñeta del próximo instante ya no aparecerás.