IX

S 62°58' 9" 0 600 33' 6"

Si fuéramos piratas —que no lo somos, somos filibusteros de la AGB, no cortamos el cuello a nadie, hacemos que aviones no tripulados asesinen por nosotros—, éste sería nuestro escondite. Si estuviéramos en una película de piratas, en un día como hoy atracaríamos en nuestra isla secreta. El mar está gris pizarra, el cielo gris plomizo, el barco se acerca a una roca de color antracita sin entrada, si «ábrete, Sésamo» es la consigna equivocada, zozobraremos, el capitán ha reducido la marcha, avanzamos despacio, como si un aficionado a las manualidades nos deslizase con sus pinzas por el cuello de una botella. Todo el mundo acude a las cubiertas exteriores y busca con prismáticos la solución al enigma. La abertura oculta se torna visible. Los piratas de antaño la llamaban los Fuelles de Neptuno. ¿Te meterás en el agua?, preguntó Paulina antes de dormirse. Claro que me meteré en el agua. Las paredes rocosas de basalto están muy cerca, rígidas como furia enfriada, huellas aluviales en la roca, las líneas de flujo vivas. Ante nosotros una playa de arena negra llena de lapilli esparcido, segmentada por ruinas a medio hundir, detrás de ellas una elevación sombreada por casquetes de nieve, entre los que se percibe el brillo de una roca negra y manchas de hierro oxidado. El barco echa el ancla en medio de una caldera. Incluso aquí se asentaron los humanos. Al poco tiempo el agua se tiñó de rojo en la bahía volcánica, debido al incremento de la demanda, por aquel entonces las ballenas de los corsés se hacían de barbas de ballena y con el aceite de ballena se elaboraba glicerina para que se volasen por el aire unos a otros en la gran guerra de trincheras. Qué admirable innovación, fabricar explosivos a partir de las ballenas, qué brillante símbolo del progreso: destruir lo esencial para producir lo superfluo. El volcán se vengó con algunas décadas de retraso, abrasando con lava la presencia del hombre. Isla Decepción es un fatigoso port of call, todos tenemos mucho que hacer, los pasajeros no sólo desembarcamos, sino que emprendemos una larga caminata con los que están totalmente sanos. Antes cavábamos una fosa en la playa para que los turistas antárticos pudieran bañarse en el agua caliente sulfurosa, pero ahora está prohibido, continuamos llevando toallas, los pasajeros tienen que saltar ahora al mar helado (y volver a salir rápidamente, si quieren sobrevivir, el médico brasileño controla, cronómetro en mano: al que no sale del agua a los cuarenta y cinco segundos, se lo saca a la fuerza). Después repartimos certificados. Por último, tras el regreso del médico a bordo, salto yo y me reanimo.

Tras la segunda entrada en la sauna es imprescindible tenderse en el agua fría, me instruía Hölbl, no solo ducharse con agua fría. Aunque he detestado la sauna toda la vida, tomé parte en ella, porque las mujeres se sentaban casi desnudas en los taburetes del bar; si uno mira fijamente sus cuerpos durante demasiado rato, se deprime. ¿Había exagerado en mis promesas, no te dije que cuidaría de ti? Bajo la dirección displicente de Hölbl, que incluía incluso atarse el albornoz, conocí los fugaces encuentros en el burdel, junto con algunos aspectos más placenteros que Hölbl no había mencionado: la despedida, con un «nos vemos», de la mujer a la que habías penetrado apenas media hora antes, el trasero que desaparece al doblar la esquina, olvidado un segundo después, desbancado por otros traseros que pasan balanceándose, y después uno se instala confortablemente en ese cansancio que se deposita como sedimento de lo vivido. Tras repetidas visitas, algunas incluso sin Hölbl, la cháchara inicial me pareció inadecuada y comprometedora. El club en el que él me introdujo y que, debido a la satisfactoria relación calidad-precio, visitamos en el interregno entre divorcio y Antártida, contaba con un pequeño «cine» con «campos de juego» en lugar de sillas o sillones, allí uno descansaba, ataviado con una toalla alrededor de las caderas, contemplaba una pomo ridícula y chapucera y, si a uno le apetecía, el quehacer desenvuelto a su alrededor; en ocasiones pasaba caminando lentamente una mujer desnuda y te lanzaba un afectado «¿Quieres compañía, guapo?». Eso sonaba en mis oídos como una amenaza, por lo que sólo daba una serial de asentimiento si la que hablaba conseguía una formulación más original. Prescindiendo de tales reclamos, esos encuentros me complacían, reduced to the max. Yo indicaba con un ademán a la mujer desnuda que apartase mi toalla y comenzara el trabajo. Como si estuviera solo en una noria contemplando la vida debajo de mí, en miniatura, sin tener idea de cómo conseguiría bajar de allí. A veces se podía evitar incluso el intercambio de nombres ficticios. Entonces era cuando mas dichoso me sentía, mis necesidades físicas satisfechas, sin que el proceso tuviera nada que ver conmigo.

Antes de pilotar el barco a través de la estrecha puerta, el capitán me había observado y había abandonado su laconismo. En el puente, en presencia de varios mandos (como se dice en lenguaje jerárquico), me explicó que como jefe de la expedición debía dar ejemplo, si yo me desviaba, también se desviaba el barco, la seguridad de los pasajeros era la ley suprema, un hombre de mi edad tenía que saber controlarse, un cigarrillo no iba a incendiar la Antártida, había puesto en peligro la colaboración con la base chilena, menoscabando el prestigio de la compañía naviera, después ya no presté atención al resto, el capitán no es quien para juzgar mi estallido de ira. También al día siguiente me sentí ridiculizado, pero tenía razón, el soldado había vulnerado el tratado que nos permite la estancia en la Antártida. Sólo lamentaba no haber conseguido ejercer una labor coercitiva. Apartando la vista de la cabeza del capitán contemplé el mar a través de la ventana curva, al fondo un horizonte helado, el soldado lanza su colilla en medio de los pingüinos, veo caer la colilla sobre el espeso plumaje y chamuscar el brillante negro azulado, no es la primera colilla, los pingüinos deambulan por un cenicero sin vaciar, erguidos sobre sus talones en medio de colillas consumidas, sus alas extendidas aunque no puedan salir volando. Cuando vuelvo a escuchar, el capitán me está comunicando que consignará en su informe mi escasa capacidad para ser jefe de expedición, lamenta verse obligado a recomendar que se revise mi posterior colaboración como guía, recurriendo a un dictamen psicológico si fuera necesario. Y sin transición ni una palabra de pesar, me informa sobre el desarrollo futuro del proyecto SOS de Dan Quentin. Parece que entretanto le ha cogido gusto. Eso no es más que una astracanada, opino, liberado por su rapapolvo de todos los convencionalismos diplomáticos. Él replica que debía llevarlo a cabo como es debido, así podría marcharme con dignidad. ¿Y qué espera usted de todo ello, también desea ser invitado alguna vez a un talk-show? Contesta que la desfachatez no me favorece. No es desfachatez, sino sinceridad, un sos sin un motivo concreto es algo ridículo, se convierte usted en palafrenero de un jinete de tiovivo. Que dejase de darme tanta importancia y me encargase de que se realizase esa obra de arte, que nadie concedía valor alguno a mis discutibles opiniones. Esa obra de arte no puede salir bien, a no ser que el sos de los pasajeros fuese un sos auténtico, eso sería un éxito, ¿ha pensado en lo bien que se venderían entonces las fotos? Que me metiera mi vehemencia por donde me cupiera e hiciese mi trabajo, un ejercicio, una hora, una foto, un broche de oro al final de un bonito viaje, no era tan difícil, después llevaríamos a la gente a su casa, sólo se trataba de eso. El capitán no tiene nada más que decirme, los mandos me miran como si fuera una atracción de feria.

También el pianista me observa. No me dirá lo que me tiene que decir mientras haya gente de tertulia, ni tampoco en presencia de la flaca neozelandesa, que viaja con su anciana madre y anhela que se fijen en ella sola. Desde anoche el pianista está satisfaciendo su deseo, de manera un tanto apresurada, pero la neozelandesa no da la impresión de ser una persona que se pueda permitir mantener el ritmo correcto. Ella me pregunta si es verdad que puede enviar tarjetas postales en Port Lockroy; tras confirmárselo, aprovecho de paso la ocasión para contarle algo sobre esa avanzadilla británica: esa vieja base ballenera fue reorganizada con fines de espionaje, porque los británicos temían que en los puertos naturales existentes a lo largo de la península antártica se ocultasen barcos alemanes. La operación se llamó «Tabarin», máximo secreto, incluso Churchill fue informado con retraso, los marineros destacados vigilaban el estrecho de Bransfield, vigilaban sin parar, transcurrieron los días, las semanas, los años, pero los alemanes no aparecían, debían de haberse olvidado de la Antártida, además estaban ocupados en otros lugares, a los hombres estacionados no les quedó más remedio que zampar pudin y lamer Lyle's Goleen Syrup con sus cucharas hasta el fin de la guerra. Así que todo fue completamente inútil, pregunta con cierta simpleza la madre neozelandesa. No del todo, a fin de cuentas se logró retirar la bandera argentina de isla Decepción. Como siempre, me interrumpe el pianista, cuando su estimado amigo, el jefe de la expedición, cuenta algo, refiere la historia a medias, pero es absolutamente necesario mencionar que antes, en el año 1939, los alemanes lanzaron desde hidroaviones cruces gamadas sobre la Antártida, unas cruces gamadas montadas sobre cometas de aluminio, para reclamar para ellos parte de la Tierra de la reina Maud. La zona marcada con cruces gamadas incluso recibió un nombre propio: Nueva Suabia. La neozelandesa, entusiasmada por el giro de la historia o el estudiado atractivo del pianista, sonríe educada, repite Nueva Suabia como una curiosa agudeza; a mi espalda, en el bar, también bromean, algunos hombres confraternizan con Erman aporreándose los muslos, escucha, esto te gustará, mi apellido es Walker y mi nombre John, o sea, John Walker, y mi apodo… bueno… ¡mi apodo es Johnnie!, quién lo hubiera pensado, y ahora vas a servir un Johnnie Walker a Johnnie Walker, o sea un Johnnie Walker doble, así tiene que ser, claro, no puede ser de otro modo; hoy a mediodía, media otra voz, ha oscurecido de repente, se ha puesto tan oscuro que desde la proa parecía como si nuestro barco navegase hacia el país de los muertos, otra voz más interviene, hola, hola, somos The Pirates of the Antarctic, a continuación se desata una algarabía, giro la cabeza para ver cómo el arrebol de las risas se contagia a los rostros, la algarabía continua por la voz tranquila de Erman que pasa como un hilo de plata, ¿Black Label, sir?, por supuesto, adelante, pero, por favor, con cala…vera, resopla Mr. John Walker, Erman tuerce el gesto, sospecho que reacciona a salpicaduras de saliva, esperad, esperad, que ya se os pasará la algazara, la hija de madre neozelandesa se despide, los piratas del bar cogen sus vasos y salen. Ahora el pianista puede hablar sin pelos en la lengua. No se esperaba eso de mí, esas chiquilladas, provocar una reyerta por un cigarrillo con un soldado armado, debía ser más razonable, elegir mis batallas con más sensatez. Comprendía perfectamente que me resultasen antipáticos los cigarrillos, al igual que él no acertaba a comprender en absoluto a esos pasajeros escandalosos, ¿cómo podía contentarse alguien con Johnnie Walker? Lo del cigarrillo fue ayer, mañana toca Dan Quentin, eso es peor; a pesar de lo sucedido, el capitán aún desea que organice esa historia del SOS. Me dice que estoy predestinado para ello, como único bonified doomsayer a bordo, él puede aportar poco, a no ser que necesitemos un fondo musical. El pianista se levanta, toma asiento ante el teclado, titi tata tam, titi tata tam, titi tata tata tam, una introducción inolvidable con el sintetizador para alguien que estuvo largo tiempo casado con Helene, cuando existía ABBA. Exacto, los Johnnie Walker de la música pop. A Quentin le va como anillo al dedo. SOS también se relaciona con otra canción, sigue diciendo, y que si adivinaba cuál era, toca los primeros tonos que me resultan muy familiares, hello darkness, my old friend, y que siguiera cantando tranquilamente, que él tocaría la primera estrofa entera. ¿Sabes lo que le espeté al capitán? Que tendría que ocurrir un verdadero accidente para que todo resultase creíble. That's the spirit, ¿qué tal un secuestro? El ship cruise se convierte en un ship Crusoe. El pianista ríe, de una forma diáfana y refrescante, como un sorbete entre dos platos. Su risa llega a la melodía de The Sound of Silence tras pasar por una improvisación; de esta forma él mismo descarta la idea, un fragmento del pedregal de irreflexiones donde se llevan a cabo nuestras conversaciones. ¿Un secuestro? ¿Un sos rojo encima del hielo? El instante en que el arte se convierte en verdad. La idea no me abandona. También lo dicho con ligereza puede ser tomado en serio. Comienza como una grieta finísima, que se transforma en hendidura y acaba siendo un cristal hecho añicos.

Un pájaro blanco aterriza sobre mi cabeza, el glaciar se oculta detrás de su umbral, se parte desplomándose con estruendo, las gaviotas aletean por encima del glaciar, se vuelven invisibles, las nubes son diminutas, una ola se encabrita y cae, la espuma de la cresta salpica hacia lo alto, tejiendo con gotas de agua un sudario de encaje, los albatros caen como piedras del cielo. Zeno, éste es tu ocaso. En el vapor de encaje se enredan las ciegas esperanzas.