S 62° 12' 9" 058° 56' 43"
Envié a mi padre algunas fotos de mi primer viaje al más profundo sur, imagen de pingüino con cría gélido ambiente matinal cielo ondulado tierra marina, las inserté en un e-mail dirigido a la directora de la residencia con el ruego de que le enseñase las fotos en su ordenador. Papá reaccionó con aspereza: qué decepción que no desaparecieras en la incertidumbre. Si ese internet extiende hasta allí sus zarpas, ¿dónde podremos hallar todavía soledad en el mundo? Había olvidado la forma de pensar de mi padre. Su nostalgia no encuentra una Atlántida detrás del horizonte, ni un Tombuctú a la salida del desierto, ni un Shangri-La más allá de las montañas, sólo la paz en una excursión solitaria. No podría explicar a mi padre lo que me inquieta cuando llevo algún tiempo sin conectarme a la página web de la Agencia Espacial Europea (a través de la conexión WLAN en la cubierta 4) para informarme del desmoronamiento de la barrera de hielo antártica. Sé que progresa, así que, ¿por qué tengo que solicitar confirmación de vez en cuando? Hasta ahora no he mencionado a mi padre la isla Rey Jorge, donde su idea de integridad helada es pisoteada con botas de invierno y botas militares. Como jefe de expedición tampoco puedo evitar que anclemos aquí, no tenemos otras opciones de desembarco después de no haber podido atracar en isla Elefante debido a un viento de veinticinco metros por segundo. La isla Rey Jorge se compone en un noventa por ciento de hielo, en un diez por ciento de bases de investigación y colonias de pingüinos, así tendría que describírsela a mi padre, las bases tienen pocas décadas de antigüedad, las colonias existen desde hace treinta mil años. Como punta de lanza de la colonización humana la isla alberga el único hotel de la Antártida, el «Estrella Polar» (el hotel ya no funciona y la Estrella Polar jamás se podrá ver en estas latitudes), y una base aérea militar a la que pueden dirigirse en avión los impacientes para pasar haciendo trampa junto al pasaje de Drake. La isla está sembrada de bases como pústulas. Cada estado que quiere tomar parte en la decisión del futuro de la Antártida, le explicaría a mi padre, tiene que mantener una base equipada permanente, y esto en ninguna parte es tan barato como en la isla Rey Jorge. Rusia, China, Corea, Polonia, Brasil, Uruguay, Argentina y Alemania se disputan la Copa Antártica. Las bases están muy cerca unas de otras, esto en modo alguno responde al sentido de la ciencia, alimenta la sospecha de que aquí no se investiga sino que se juega a cartas esperando el día en que se pueda perforar buscando petróleo en lugar de hielo (actualmente se realizan investigaciones revolucionarias en el mar a mucha profundidad y tierra adentro, los equipos están fuera durante el verano, pernoctan en tiendas de campaña). A veces visitamos la base chilena Eduardo Frei. La visión de un banco, de una oficina de correos, de una escuela, de un hospital como mandan los cánones embelesa a los pasajeros, igual que el pueblo de gracioso estilo rancho que se alza en la cuesta, un pueblo casi normal con mujeres y niños, que edita sus propios sellos de correos, iza la bandera y trae al mundo nuevos bebés chilenos que con cada grito formulan una reivindicación nacionalista de la península antártica (este detalle, como de un chiste de Weiss Ferdl, le gustaría a mi padre). ¿Cómo pudieron los americanos y los soviéticos dejar de lanzar al espacio a una mujer a punto de dar a luz para con el nacimiento del primer bebé extrahemisférico justificar la legítima reivindicación del sistema solar, la galaxia, el universo? Evitamos la base rusa de Bellinghausen, tendría que explicárselo también a papá, debido a los barriles de petróleo, a los restos de barcos y la chatarra de hierro de la playa, que saca a la luz el auténtico legado del ser humano: basura herrumbrosa. Pero también hay una colonia de pingüinos de barbijo, en cuya proximidad desembarcamos, el graznido de los animales uniformados en blanco y negro se mezcla con el graznido de las personas uniformadas en rojo formando una cacofonía aguda. Desembarcan extraterrestres, equipados con curiosidad, carentes de un lenguaje común. Los pingüinos de barbijo ni siquiera podrían comunicarse con los pingüinos papúa que hubieran llegado a su colonia extraviados, me explica El Albatros en una de las breves pausas entre la partida de una zódiac y la llegada de la siguiente, no es seguro que los vieran siquiera. Los pasajeros saborean cada minuto que pasan entre los pingüinos, nosotros tenemos que exhortarlos a voces y con insistencia a regresar, estoy con una pierna dentro del agua, junto a un taburete metálico que permite a los que llegan agarrarse a mi brazo por encima de la muñeca y acceder por un escalón a tierra firme casi seca mientras murmuro mantras de cortesía, aunque tras dos horas dentro del agua fría lo que más me apetece es ahuyentar a los turistas antárticos con una mueca feroz y un grito primal. Sobre el agua flota una película fosforescente, sujeto la lancha, un sueco fornido me enseña al embarcarse su dibujo de un pingüino estirando su pico hacia el cielo, algunas líneas, la más vaporosa aproximación, en ese momento se acerca rugiendo un bote neumático, soldados, la bandera de Chile luce en un lateral de proa, gira peligrosamente cerca de nosotros, levantando olas que me arrancan de la mano el pasamano de la zódiac, y no lejos de nosotros resbala hasta llegar a tierra, adentrándose en medio de una gran bandada de pingüinos de barbijo, que se dispersan anadeando furiosos. El primer soldado que salta del bote neumático enciende inmediatamente un cigarrillo y se adentra unos pasos tierra adentro, la postura del cuerpo relajada, con el cigarrillo en la boca, en medio de la colonia de pingüinos, nuestros pasajeros, a los que hemos ejercitado tan celosamente para mantener la distancia adecuada y un comportamiento correcto, lo miran boquiabiertos. Encárgate tú, le digo a Jeremy, y corro hacia el soldado. Espera, grita Jeremy, what are you doing, grito. El soldado me mira sin entender. Yo señalo su cigarrillo, con gestos inequívocos le exijo que deje de fumar. Él deja de prestarme atención, se vuelve hacia un lado y sonríe con ironía a uno de sus camaradas, esa sonrisa sardónica de Ecce-Ego que me enfurece hasta ponerme al rojo, grito, palabras sueltas en español, corro hacia él, me detengo, grito, lo agarro por el brazo. Él se desembaraza de mí con un único movimiento, sorprendentemente violento, yo doy unos pasos tambaleantes, intento abalanzarme sobre él, caigo torpemente al suelo con la cara en el barro. Él saca su pistola de la pistolera, le quita el seguro, la dirige hacia mí. De pronto Beate y El Albatros están a mi lado, hablando con insistencia al soldado, en español, me levantan, me sujetan entre ellos, como si quisieran hacer ver al soldado lo poco peligroso que soy, yo le miro de hito en hito, tiritando, él me lanza una mirada despectiva y se vuelve. El Albatros me sujeta mientras Beate distrae a los pasajeros que se han congregado a nuestro alrededor formando una colonia de humanos. Al cabo de un rato estoy tan inmóvil que El Albatros se atreve a soltarme. Los soldados, tras darnos la espalda, se alejan a buen paso, no tengo ni idea de adónde, ni con qué fin, sobre ellos algunos hilos de humo que se enroscan en el aire, y me pregunto dónde tirarán los cigarrillos al suelo y los aplastarán con sus botas. Después noto cómo el miedo me invade y también la euforia, como si tuviera un grumo en la garganta y al mismo tiempo la sensación de librarme de ese grumo.
En otoño, tras el verano más caluroso comenzó mi vida penumbrosa. Qué fácil es cuestionarlo todo una vez que has empezado. Cuanto más tiempo miraba lo que me rodeaba, menos sentido tenía. La capa racional que nos tejemos todos juntos —reivindicada día tras día como el último grito de la verdad—, se deshace sin más cuando tiras de uno de los extremos sueltos de hilo. Un tirón y se hacen visibles máculas y detrás de ellas realidades almacenadas de manera diferente: los delegados en la conferencia global, dormidos en la sala de plenos, azafatas vistiendo un uniforme desconocido recorren las filas y depositan caramelos (¿o son píldoras?) en las bocas abiertas, los delegados se los zampan en sueños, y cuando sus bocas vuelven a abrirse, se les escapa una palabra tan masticada como cualquier vocablo que se repite continuamente, los delegados se levantan por turno, caminan sonámbulos hasta el podio y escupen la palabra machacada en una escudilla preparada al efecto, que al final del día es presentada a un público que espera con paciencia, se habla del mejor de todos los compromisos. No son criaturas, estos intermediarios de la destrucción. No es bien recibido tirar del hilo, en presencia de los apaciguados, con la insolencia del obstinado. Cuanto más protestaba yo, más tenazmente me ignoraban, menos me invitaban a las barbacoas tan populares en nuestro barrio. Que aproveche, la cerveza recién sacada del barril, y todos de acuerdo, dan mucho y reciben poco, pelillos a la mar, nosotros no queremos ser así, a pesar de todo la vida es muy aceptable. Si yo protestaba, Helene me lanzaba miradas de reproche, desde el corral de sus conocidas, que tomaban nota de mi existencia con el mismo desinterés que un mecánico de automóviles dispensa a un vehículo que no tardará en convertirse en chatarra. Era consciente de que Helene sólo esperaba la ocasión propicia para cerrar tras ella la puerta de un portazo. Cuando ya sólo pasábamos juntos los fines de semana (y ni siquiera todos, las expediciones se alternaban favorablemente con los torneos de bridge), teníamos que soportarnos cada vez menos; era un suplicio estar encerrado con ella en una casa todo el día y toda la semana. Tienes que consultar al médico, dijo ella un buen día, no sé qué te pasa, no estás en tus cabales. Eso me encolerizó. Ella había lanzado la primera piedra.
—¿Quieres que te diga algo? Has contratado el seguro equivocado, ha sido una completa estupidez por tu parte,
una de sus fuentes estaba en mi mano,
—no necesitamos protección contra incendios, ni tampoco contra el agua, ahora necesitaríamos protección contra este loco que podría perder los estribos en cualquier momento en su propia casa, eso necesitaríamos urgentemente, y ¿qué pasa?, ¿qué pasa ahora?, que no lo tenemos, menuda faena,
el ciervo saltarín de cerámica de Gmunden voló contra la pared, haciéndose añicos,
—¡cuidado!, parece que algunas cosas se rompen cuando el loco pierde los estribos,
las porcelanas de Delft volaron contra una ventana, rompiéndose con gran estrépito,
—quién sabe qué será lo próximo a que le toque el turno, ya nada está seguro,
golpeé con las palmas de las manos abiertas el armario que albergaba sus tesoros de porcelana, un cuenco de adorno resbaló y cayó sobre mi hombro antes de hacerse añicos contra el suelo,
—¿esperabas que lo aguantase todo? ¿Pensabas que no me doy cuenta de que quieres empujarme al lecho de Procusto? ¿Me tomas por un buey que espera a que sus congéneres calculen correctamente su peso?
—¿Congéneres? me interrumpió Helene con un grito agudo, qué congéneres, tú ya no tienes congéneres. Enmudecí, en mi diestra el gallo portugués. Lo volví a dejar en su sitio y respiré hondo, concentrado en respirar hondo. Si ella tenía razón y yo estaba de veras loco, nunca sabríamos si estaba enfermo o me había liberado. Nos evadíamos uno del otro delante del televisor, con enconado ahínco contemplábamos mudos la pantalla, seguíamos programas de naturaleza como un cazador el rastro de un animal herido de un disparo, nos sentábamos en dos sillones, en el gran sofá marrón situado entre nosotros se arrellanaba un desprecio que engullía todo lo que nos había unido un día, cuando todavía éramos autosuficientes, en noches claras con un puñado de estrellas. Nada podía aplacarme, cualquier animal reproducido digitalmente me parecía una criatura capturada, que primero había sido castrada y después despellejada. Así pasábamos sufriendo una noche tras otra, hasta que llegó el milagro de aquel reportaje del extranjero en el que masas de nieve se precipitaron al valle, se notaba el susto en la voz del comentarista como en una opereta, pese a que no informaba de la desgracia en directo, y mientras festoneaba su consternación con frases incoherentes, yo me espabilé por completo, me incorporé, me eché hacia delante, animé al majestuoso alud, valle abajo, grité, valle abajo, grité con fuerza y ánimo renovado, sin piedad, grité cuando se tragó la primera casa, tan deprisa que no tuvo ni siquiera tiempo para desplomarse, a continuación arrolló una segunda, una tercera, un caserío entero, yo soltaba gritos de júbilo cuando desapareció el pueblo, profundamente enterrado bajo la nieve, y la superficie blanca sobre un problema furiosamente resuelto arrancó al moderador unos segundos de silencio. Helene se levantó y abandonó la estancia sacudiendo ostensiblemente la cabeza. Días después, una carta de su abogado puso fin a nuestras veladas televisivas. Yo tiré el televisor a un punto limpio, rara vez la programación ofrecía momentos tan sublimes.
De vuelta a bordo, nadie me mira, pero todos me siguen con la vista. Como si estuviese empapado en ridículo. Cuando uno se expone a una situación penosa el hecho se divulga rápidamente. Mary quizá me entendería, pero no se la ve por ninguna parte (estaba en el primer grupo, que atracó por la mañana temprano, ella me había saludado fugazmente antes de apresurarse a bajar a tierra). A mediodía sólo tomo una sopa para poder retirarme lo más deprisa posible. Hasta Ricardo reprime su sonrisa de bienvenida. Los guías sentados a la mesa me dirigen miradas preocupadas, ninguno de ellos me hace el menor reproche, pese a que todos se habrían controlado mejor en una situación análoga; con indulgencia comprenden mi falta de autodominio. Pudiera ser que lamentasen mi ausencia. Beate insinúa que no podemos enderezar un mundo torcido; Jeremy cuenta la historia de cómo en las Montañas Rocosas lo echó de la calzada un camión militar. Justo cuando está conduciendo expresivamente con gestos y banda sonora su desvencijada pick-up contra un abeto, me levanto, saludo con una ligera inclinación de cabeza y salgo del comedor, evitando cualquier mirada de reojo. En la cabina no hay nada que llame mi atención. Estoy tumbado encima de la cama con la vista clavada en el detector de incendios, cuando Paulina entra como una tromba, un manojo de preocupaciones sin aliento.
—¿Qué ha pasado?
—¿Lo has oído?
—¿Te has pegado con uno de los pasajeros?
—Con un soldado. No fue una pelea.
—¿Soldado, qué soldado?
—Uno chileno.
—¿Y por qué? ¿Qué te hizo?
—Estaba fumando, en medio de los pingüinos.
—¿Y qué esperas de un soldado?
—Que no fume.
—Los que van al ejército no son precisamente los más listos.
—No se trata de inteligencia.
—Entonces ¿de qué?
—De respeto.
—¿Y por eso una pelea?
—No fue una pelea. Él no dejó de fumar cuando se lo dije.
—No te hizo caso, eso es, todos tienen que hacerte caso.
—A mí, no, al sentido común.
—¿Y ahora?
—No lo sé.
—¿Te comportas así, y luego no sabes qué va a pasar?
—Así es.
—Eres tonto.
—De acuerdo.
—You are risking us for nothing.
Me defendería si se me ocurriesen palabras que hicieran justicia a la ira que me invadió el momento en que eché a correr detrás del soldado, cuando me enfrenté a su encogimiento de hombros. Todo lo que me pasa por la cabeza es secundario, flores cortadas sobre una tumba reciente. Paulina está sentada en la cama frente a mí. Mi silencio le da la razón. Con mi mano sobre su hombro la atraigo hacia mí, sus cabellos rozan mi pecho. Su rostro se hunde en mi camisa. Noto cómo se humedece la tela. Llegará el día en que la haré infeliz y no podré consolarla. Un primer beso, una pausa pensativa, un segundo beso. Nos quitamos lo más imprescindible. La penetro una vez y otra, con palpitante inutilidad. Guardamos un embarazoso silencio, porque abusamos de nuestros cuerpos. Yo hiervo de impaciencia, quiero terminar lo antes posible. Oigo la voz de Emma, pronunciando mi nombre por megafonía. Requieren mi presencia. Alguien quiere hacerme una pregunta urgente. Yo también tengo que volver al trabajo, dice Paulina. Ambos estamos en un callejón sin salida. Me corro con los labios apretados.
Hace unos años, dos veranos antes de la catástrofe, Helena y yo viajamos a Lisboa para pasar un puente, en un nuevo intento de salvar nuestro matrimonio con paseos por la ciudad, cenas tardías a media luz y aplicaciones mutuas de crema solar. Recorrimos los bulevares y ascendimos por las empinadas callejuelas, hicimos todo lo que hace feliz a los viajeros en Lisboa, nos aventuramos por callejones que no figuran en ninguna guía, tomamos Pastéis de Bélem en la pastelería del mismo nombre (turístico, muy turístico, pero como turista, aprecio lo que escenifican para los turistas), bebimos vino del Alentejo, admiramos los azulejos, incluso montamos en un catamarán para contemplar delfines en la bahía del Tajo. Da igual con qué entrásemos en contacto, nada nos emocionaba a los dos a la vez. Habríamos podido permanecer días enteros en las tiendas de souvenirs sin encontrar ningún recuerdo que nos gustase a ambos por igual. Entramos en una iglesia que sólo merecía tres líneas en la guía de viajes, dispuestos, tras una mirada fugaz por la nave y por el techo, a volver a salir, a reanudar la caminata, para no permanecer en un lugar que sólo nos albergaba a ambos. Pero el interior de la iglesia me fascinó, su imperfección, las huellas de la destrucción despertaron en mí un inesperado sentimiento de afecto, por primera vez me creí en el área de lo verdadero y no en un templo de la megalomanía humana. En las columnas aún eran visibles las huellas del incendio, una bóveda de color rojo sanguino se extendía sobre mí como el vasto cielo sobre un campo de batalla. En esa igreja la salvación estaba tiznada de manera verosímil. Las flores mustias, las velas de luz trémula, parecían las últimas esperanzas vanas. Unos minutos después de entrar me di cuenta de que de los estrechos altavoces empotrados en la pared brotaba un cántico suave como una almohada, de voces infantiles, que parecían proceder del otro lado de un muro que nunca será superado. En un pequeño ábside vi a la Virgen más conmovedora que había visto jamás, expuesta en un nicho absolutamente vacío. Irradiaba inseguridad, como si temiera no satisfacer las demandas presentadas. Era una desplazada, una herida. Sentí su dolor. No sólo que su hijo fuera torturado hasta la muerte, sino que ese tormento se haya hecho eterno. Me detuve largo rato ante ella. Y ahora ¿qué es lo que te ha gustado de esta iglesia ruinosa?, preguntó desde la entrada una Helene crispada. Esto era la igreja de Gea, repuse, el lugar que se visita para despojarse del orgullo humano.
Dan Quentin está en el HANSEN. Nunca se mueve sin séquito, por lo que, aunque no se detecte su presencia, se adivina por la espesa nube de moscardones. A veces se ve pasar flotando su cabeza de pelo rizado. Su mánager me ha prometido una audiencia con él. No ha utilizado la palabra «audiencia», pero el tono y el vocablo elegido sugerían un homenaje. El pasaje está muy animado, se percibe la agitación a bordo desde que transmití en inglés y luego en alemán, a todos los pasajeros reunidos, agrupados según sus preferencias idiomáticas, que tenían la oportunidad histórica de convertirse en componente activo de una obra de arte. Esbocé el ejercicio de seguridad que ejecutaríamos a tal fin, el mánager describió el proyecto artístico. Para asombro mío, los pasajeros no se sintieron en modo alguno importunados por el lema «El arte os necesita», sino más bien halagados. Descubrieron su alma comprometida. Cuando me convocan, estoy dispuesto a hacer algo por el medio ambiente, dijo un empresario de St. Louis marcando el rumbo. Ese joven tiene imaginación, justo lo que necesitamos, dejémonos de manifestaciones, de protestas subversivas, eso no sirve de nada, constató una señora mayor. Que nos den una foto firmada, exigió un director de instituto jubilado de Paderborn. Por supuesto, todos ustedes recibirán un ejemplar firmado, les tranquilizó el mánager, pero eso no es todo, además serán mencionados con su nombre y apellidos, cada uno de ustedes, en nuestra página web. Y si desean adquirir como regalo una copia de la edición limitada —menudo regalo sería ése, verdad, para los que se han quedado en casa—, se les hará como es lógico un descuento de colaborador, calculado por nosotros con generosidad. Los pasajeros abandonaron la sala en grupitos parloteantes que se ramificaban, para inscribirse en las listas de participantes expuestas, hasta que sólo quedó uno, un hombre flaco y sin afeitar tocado con una gorra de lana negra, un recién llegado que había pasado el invierno en la base polaca de Arctowski, y que habíamos acogido a bordo junto con Dan Quentin para devolverlo a casa tras casi doce meses en la isla Rey Jorge. Se sentaba en la penúltima fila, separado del pasillo por una silla, las manos apoyadas en sus muslos, los dedos muy abiertos, y una sonrisa en sus labios. Me miraba fijamente. Era obvio que esperaba algo de mí. Me senté a su lado, con el micrófono todavía en la mano.
—Tengo que hablar de la invernada.
—¿Desearía dar una conferencia?
—Todos quieren saber cómo es invernar en la Antártida.
—¿Es como estar atrapado dentro de un túnel, así lo han descrito algunos, un túnel cuya longitud uno conoce?
Él me arrancó el micrófono de la mano y gritó:
—¡Eso es mentira!
y dejó caer el aparato al suelo.
—Tú no puedes imaginar la longitud del túnel. Cada día que pasa crecen tus dudas y te preguntas si volverá a salir el sol, si volverás a moverte libremente, si verás del mundo algo más que los instrumentos de medición iluminados, si el túnel dispone siquiera de una salida.
Levanté el micrófono y apreté el botón rojo. Los micrófonos conectados casi siempre provocan situaciones embarazosas.
—Uno se desesperaría si no dispusiéramos allí de libros. ¿Sorprendido? Qué banal, libros en el túnel. Amundsen se llevó tres mil libros, ¿lo sabía usted?
—¿Le apetece tomar un té?
En un túnel que parece interminable, confiar en la fuerza salvadora de la fantasía me convencía. Acompañé al leptosómico a la cafetera automática que también expende agua caliente. Él siguió hablando mientras desenvolvía con todo detalle una bolsita de té.
—Nuestra ciencia es un oráculo moderno, eso lo sospeché pronto, pero sólo lo comprendí dentro del túnel,
volcó varias cucharadas de azúcar en su té de menta,
—antes se adquiría el conocimiento con ayuda de un médium. ¿No creíamos que habíamos avanzado? Estábamos convencidos de que nuestro futuro se revelaría al final de las mediciones. ¿Adivinación? Eso era éxtasis sospechoso, nosotros presentaríamos pruebas más objetivas,
el polaco golpeaba con la cuchara el borde de la taza,
—pruebas conseguidas por medio de un trabajo de precisión, eso son los signos de la época, los cianotipos de la actuación futura. Para convencer a alguien sólo tendríamos que presentar los datos correspondientes. ¿No es así?
Se volvió con la taza en la mano, miró hacia la escalera, hacia arriba y hacia abajo, se detuvo, levantó la taza con las dos manos hasta sus labios y dio un sorbo de té.
—¿A quién adoraban en Delfos? A la diosa Gea. Sus servidoras se sumían en trance para conquistar el futuro, en un trance inducido por el etileno. ¿Y nosotros? Nosotros producimos etileno a espuertas, el etileno está en todas partes, en nuestras ropas, en los objetos de uso cotidiano, en nuestros cuerpos. Estamos hasta tal punto narcotizados por el consumo, que hemos perdido el carácter visionario.
El de la invernada tomó un segundo sorbo. Estaba a mi lado, me hablaba de corazón, pero parecía imposible conversar con él.
—¿A quién hemos de preguntar? ¿Hemos meditado lo suficiente a quién debemos preguntar? A una instancia superior, eso está claro, pero ¿a cuál? ¿A la llamada naturaleza, al organismo llamado Gea o a Dios? ¿Son más precisas nuestras preguntas? Quizá. ¿Conducen a nuevas respuestas? Lo suponemos. ¿Y no estábamos convencidos de que podríamos actuar mejor cuando hubiéramos descifrado más? Ridículo. Y usted, ¿qué hace en este barco?
Con algún retraso comprendí que se refería a mí, no se había dirigido a mí, ni su voz había cambiado, continuaba arrastrando las palabras al final de cada frase como un tullido su pierna.
—¿Nos hemos equivocado? ¿Muy poco? ¿Mucho? Falso, otra vez falso. Andábamos totalmente errados, hemos jugado al juego equivocado, sosteníamos proyecciones en la mano, sin embargo el triunfo habrían sido las profecías. Las proyecciones han resultado irrelevantes, tan irrelevantes como la predicción meteorológica de la semana pasada. Admítalo, usted no juzgó posible que ignorasen sus advertencias.
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo dijo usted mismo.
—Si nosotros no nos hemos visto nunca.
—Me lo contó usted con todo detalle.
—¿Dónde?
—En algún congreso.
—No tengo recuerdos al respecto.
—¿Así que se ha alejado usted de la ciencia? ¿Se ha dado por vencido?
—Al contrario, me propongo exponer de otra manera mi próxima advertencia.
Estamos acorralados por la uniformidad, sólo nos damos cuenta de que la naturaleza nos mira con ojos ciegos. El agua parece aceitosa, no lejos del barco su superficie impenetrable se transforma en un paño divisorio que parece tendido entre dos espejismos metálicos. Todas las cámaras están a la funerala, el salón bar está más silencioso que de costumbre. Paulina y yo intercambiamos miradas por encima de la vitrina con el bizcocho mármol. Cuando nos acostamos, pido desesperado al deseo una muestra de favor. Nos calmamos el uno al otro; nos mecemos en una falsa promesa.