VII

S 60° 11' 5" O 50°30' 2"

Cuando me despierto temprano doy mis sesenta vueltas por la cubierta exterior, a paso ligero, envuelto en una luz gris y somnolienta. A mi alrededor las aguas giran en torno a la Antártida. El océano y el recién levantado dan sus vueltas en el sentido de las agujas del reloj, igual que Hölbl y yo hace más de diez años, en los templos de Ladakh, por la mañana temprano, antes de comenzar la jornada laboral, rodeábamos el santuario, no para engatusar a los nativos, como algunos nos reprochaban, siempre dispuestos a despachar cualquier ampliación de horizontes como un afán por congraciarse con los extranjeros, sino porque nos convencía la idea. Hölbl llamaba al anciano lama «Maestro Boltzmann» , y a éste le encantaba el tratamiento porque sospechaba que su desacostumbrado sonido entrañaba distinción, y no iba descaminado. El agua gime, las olas apenas alcanzan unos metros de altura, nuestra travesía es relativamente tranquila, el pasaje de Drake casi siempre propicia alguna tormenta que hay que soportar antes de entrar en la calma paradisíaca de terra nullius, en el ojo del huracán, giro con la corriente circumpolar que en cada instante arremolina ciento cincuenta millones de toneladas de agua, las aves planean entre dos luces, cortan con sus poderosas alas el aire frío, dos rotaciones forman un ocho horizontal, blancos petreles ascienden en arcos empinados, petreles negros caen en picado como decisiones rápidas, desaparecen en los comederos entre las olas, detrás de las crestas fosforescentes, y yo sigo girando, en cada uno de mis pasos el barco bajo mis pies cae en el olvido, me bastaría con esa solitaria rueda de auto-olvido si no me arrancase de ella la obligación de dar pronto otra conferencia, de dar el último repaso a los avisos sobre las próximas perpetraciones entierra. Como cada tarde, ayer a las 19.30 estaba sentado ante el aparato de radio, consensuando nuestros planes con los demás jefes de expedición. Algunas de las voces las reconozco a la primera, alguno lleva pesada e inconfundiblemente su origen en la lengua (Beate afirma que eso es lógico, que los cantos de las ballenas presentan también diferencias regionales, dialectos submarinos). En este momento en la zona de la península antártica se encuentran ocho barcos, distribuimos los puntos de amarre, reservados desde hace meses, pero negociamos entre nosotros, cambiamos, nos ayudamos mutuamente, para compensar interrupciones debidas a la meteorología. Y nos evitamos, pues no queremos que la ilusión de estar solos en la Antártida, solitarios en el fin del mundo, más allá del tráfico regulado, sea destruida por la visión de otro barco.

En realidad en el Instituto todos tenían claro que yo no me consagraría a otro objeto de investigación (asocio este concepto a una uña encarnada). No a una edad en la que las barbas avanzan ya hacia la jubilación. Ya no soportaba los Alpes; además, qué habría conseguido acompañando a otros glaciares a la muerte. Perseverar en la docencia me parecía tan grotesco como dar clase a veterinarios especializados en dinosaurios. No, tenía que presentar mi renuncia, no había otra alternativa. Dos colegas me ofrecieron acompañarlos al Alto Cáucaso. No deseaban mi cese, seguramente por el más sentimental de todos los motivos, la costumbre. Puedes cocinar para nosotros en el campamento base, bromeaban. Yo era considerado un cocinero aventajado porque todos los años llevaba a la fiesta de verano una gran cazuela de sopa jamaicana. La primera vez dejé pasmados a todos, nadie esperaba un plato así (con ese nombre, esos ingredientes, ese sabor) de alguien a quien le horrorizan los trópicos, que considera al Caribe una sauna y los frutos del mar en las estribaciones de las montañas decadencia con escamas. Nunca habría conocido esa sopa de pescado si un jamaicano criado en Inglaterra no se hubiera enamorado de una muniquesa. Se ganaba la vida como profesor en la universidad popular; curso: inglés avanzado, discutíamos los textos de las canciones de Madness, leíamos pasajes de How to be an Alien de George Mikes, y al finalizar el semestre celebrábamos una fiesta en su piso, nos reunía en su cocina y después, con el entusiasmo de un director de circo, levantaba la tapa de una cazuela del diámetro de un roble de la que escapaban aromas capaces de estimular las leyendas, las fantasías de mediodías pasados en barcos con techos de paja, las inmersiones en fondos conchíferos. A pesar de que mi inglés era bastante bueno, al año siguiente repetí el curso, entre otras razones por los intensos intercambios con los colegas de la University of East Anglia y la Jawaharlal Nehru University, y por saborear esa sopa por segunda vez y conseguir la receta. Ningún plato podría ser más espléndido que esa sopa de pescado jamaicana, contiene toda la riqueza de los mares, los ingredientes son difíciles de encontrar (el mercado de Múnich y las tiendas de comestibles selectos Dallmayr y Káfer prestaban juntos el servicio de proveedores), la elaboración tiene que planificarse con tiempo y comenzar el día anterior al banquete. Esperaba gozoso ese día desde semanas antes, un día en el que una mano con tatuajes enigmáticos llamaba a mi puerta. Como cocinero, el Cáucaso no es mi elemento, respondí a los colegas, y además ya no soporto la visión de glaciares vivos. Eso era mentira, ellos lo sabían, yo seguía amando el hielo, pero mis ideas habían cambiado; antes, cuando contemplaba un glaciar, veía historia y cambio, plenitud y estabilidad, ahora me contemplaban fijamente rostros horrendos, el hielo restante se había convertido en un espejo de nuestra tosca negligencia. Mirase donde mirase, me resultaba imposible restablecer la anterior armonía con las cosas. Me parecía como si sólo ahora percibiese su esencia. Tras cornisa y estuco sólo veía más prisiones en construcción. En la zona peatonal se cruzaban en mi camino personas como maniquíes de escaparate, bamboleadas por perturbaciones estocásticas. No necesitáis en el equipo a alguien como yo, opiné, y nadie me contradijo. Ese año fue el último de nuestra sopa de pescado jamaicana.

En alta mar es difícil evitarse, los pasillos son rectos y estrechos. Lo mejor es quedarse quieto, con la espalda contra la pared, metiendo tripa y esbozando una sonrisa afectada ante la que el otro se puede deslizar fácilmente. En el barco todo el mundo es ubicado con rapidez. A los pocos días se sabe dónde ha echado raíces alguien, armado con los prismáticos, en un pequeño sitio escogido que le bastará durante la travesía, por ejemplo, un sillón en la cofa del salón panorámico, donde más tranquilidad se encuentra ante los pasajeros activos, que cambian de posición cada cuarto de hora, que salen a las cubiertas exteriores, a babor, a estribor, porque temen perderse algo, que absorben cada vista y retornan deprisa al calor, para asistir a la próxima conferencia, la próxima película, el café o el té vespertino. Y los que han pagado muchísimo dinero, los viajeros de las suites, no pueden quedar decepcionados en ninguna circunstancia. Emma, la de recepción, dice que hay que aprender a reclamar de los ricos. Como jefe de expedición soy presa de los inquietos ávidos de saber, el trayecto de la cubierta 3 a la cubierta 6 se convierte en un viacrucis de preguntas. Prefiero sentarme a una de las mesas para dos del bar, a mi izquierda el mar Antártico, cada dos mesas de la sala un puzzle inacabado —temas de tarjeta postal, divididos en quinientas piezas pequeñas para ser ensambladas, la imagen a la vista encima de la tapa, y quien lo logre, puede realizar un tema diferente, troceado en mil o mil quinientas piezas; hay que imaginar que los amantes de los puzzles son felices—, enfrente de mí, Mary, que hace funcionar una grabadora y además garabatea anotaciones con un lápiz afilado en una agenda sin renglones, y a mí derecha Paulina, que con furtiva alegría se las da de camarera indiferente, repite mi pedido como si oyera por primera vez que tomo el espresso doble con abundante espuma de leche, pero sólo espuma, por favor, para no aguar en leche el sabor a café, ella me alaba el bizcocho mármol, que yo aborrezco, a lo que Mary, por solidaridad, encarga un trozo de ese preciso bizcocho. Estamos al sur del paralelo 60, explico, ya realmente en la Antártida, a partir de ahora los barcos no pueden verter al mar ni una sola gota de agua sucia, lo que lógicamente limita la duración de nuestra estancia en estas latitudes, una ventaja adicional de esta inteligente normativa, puesto que al fin y al cabo nos encontramos en el único mar no contaminado por el hombre, y así debe continuar. Sólo el cuatro por ciento, dice Mary mientras tomo el primer sorbo de agua, el mar Antártico apenas constituye el cuatro por ciento de la superficie total de los océanos. Fuera, una bandada de petreles moteados flota sobre colchones neumáticos invisibles. Paulina sirve café y bizcocho, manifiesta eficiencia profesional y desprende un hálito de indiferencia. Mary lee su nombre en el letrero que porta encima del bolsillo del pecho y lo añade a su frase de agradecimiento. Paulina responde a ello con una abierta sonrisa, antes de girarse hacia mí, anything else, Sir? A lo que contesto envarado, that will be all, Paulina. Thank you. Mary pregunta qué sucedería en mi opinión, si no existiese el Tratado Antártico. Pues que habría un debate público sobre la explotación del Antártico y un chalaneo entre bastidores. Los lobbies defenderían la necesidad de las perforaciones petrolíferas y la minería, y se lanzaría una campaña contra los pingüinos con el lema: ¿vamos a sufrir nosotros escasez de materias primas, sólo para que esos vivan sin preocupaciones? Ya no se fotografiaría a los pingüinos de pie, sino tumbados, para que ofrezcan un aspecto indigno y obeso, como si suplicasen ser sacrificados. Podemos renunciar en todo momento al lujo del sentimentalismo. No existe ninguna garantía de que eso no vaya a suceder, incluso antes de tiempo, pese al tratado, cuando empeore la situación, quién va a respetar compromisos voluntarios cuando hasta los tratados obligatorios valen poco. Tendrían que presionar muchas personas para impedirlo, me interrumpe Mary con un entusiasmo ingenuo, agradable y doloroso a la vez. Mi cara revela mi escepticismo. Ella me pide perdón por su comentario, yo le parecía tan abatido, a lo mejor se debía a que me faltaba la experiencia de una lucha común, eso era alentador, rogaba que la perdonase, no tenía derecho a decir algo así. Siento nostalgia de la euforia. Seguimos hablando, del hielo y del mundo, ella hace preguntas que me arrancan respuestas que trascienden las trivialidades prefabricadas, y de pronto me escucho admitir que a veces me avergüenza trabajar en ese barco, porque en ese viaje, por mi cargo de jefe de expedición, tengo más responsabilidad, a los turistas había que desviarlos, a un parque temático, a una cápsula móvil de hielo eterno, que se pudiera exhibir en todas partes, la entrada por delante y la salida por detrás, pero yo no podría soportar una vida sin las estancias en el hielo, y ella me mira tan comprensiva que la inicio en mi teoría de la idiocia del calor, según la cual las personas padecen una locura que experimentan con síntomas inversos, quienes se están helando, se figuran que tienen calor por lo que se desvisten, a pesar de que su cuerpo está ya muy frío, mientras que nosotros cada vez encendemos más la calefacción aunque el calor sea insoportable. Este fenómeno, llamado idiocia del frío, aparece cuando la temperatura corporal desciende por debajo de los 32 grados Celsius. No conozco a qué temperatura comienza la idiocia del calor, hasta ahora sólo está científicamente garantizado que la persona que está helándose en la fase de idiocia del frío ya no es capaz de salvarse a sí misma. Mary parece consternada, de repente rehúye mi mirada, deja de hacer preguntas —¿le parece estúpida o vanidosa mi teoría?—, mira fijamente hacia un lado, ¿la habré tratado con grosería? Pregonas tus verdades con tanta grosería, me abroncó una vez Helene durante una discusión, que suenan como ofensas. Mary no reacciona a mi charla apaciguadora, su mirada está paralizada, dirigida a un punto situado al otro extremo de la estancia. Su rostro hierático, no puede ser por mi causa, es difícil de creer que la visión del hombre bajo y algo grueso que, cómodamente estirado en uno de los sillones, manosea un libro mientras mira hacia fuera, absorto en sus reflexiones, pueda haberla afectado tanto. ¿Qué te sucede, Mary? Un rubor moteado se ha extendido por su cara pálida. Tarda en contestarme. ¿Ese hombre de ahí qué hace, qué busca aquí? Antes de que pueda hacerle otra pregunta, se levanta y se marcha apresuradamente. La agenda y el magnetófono quedan bajo mi custodia.

Mi tristeza se convirtió en una costra de furia. El semestre todavía no había comenzado, era fácil no tropezarse con nadie, Helene se abrazaba a cada invitación y permanecía fuera de casa tanto tiempo como podía, incansablemente nos representaba a ambos, incluso asistió sin mí al octogésimo cumpleaños de su madre, no sé si mintió diciendo que llevaba un regalo de los dos. ¿Cuánto tiempo les costaría a los conocidos olvidar que poco antes Helene estaba emparejada? Quien crea en la constancia tendría que desesperarse por la enorme velocidad con que los individuos se emparejan y las parejitas se descomponen en solteros. Al conocerse, el otro es una fortaleza inexpugnable, tres citas más con el correspondiente anhelo, unos arrumacos más tarde, tras unos cuantos besos y un poco de sexo mediocre, que las dos partes disfrazan con palabras bonitas, bajan todos los puentes levadizos. La mentira del amor eterno nos prepara para la mentira de la vida eterna. Más tarde, a uno le resulta difícil explicar what the fuss was all about. Durante las primeras semanas de soledad realicé un experimento, corrí las cortinas, atenué la luz, me senté en el suelo y me propuse no volver a levantarme hasta haber recordado media docena de experiencias sexuales felices. Tenían que ser más precisas que un pálido recuerdo de cómo una brisa se deslizaba sobre nuestro cuerpo o la piel de ella parecía terciopelo al tacto. Ni siquiera después de horas de excavaciones biográficas lo conseguí. En lugar de eso, mi cerebro reprodujo hazañas deportivas, con la misma vanidad con la que yo las había almacenado: tres veces en una noche (en el albergue de esquí, siendo universitario), dos horas sin parar (para ganar la apuesta, cuando Helene afirmó que yo no tenía suficiente aguante). En cierto momento tuve que levantarme e ir a la compra. Todos los conocidos con los que me topé preguntaron con cargante interés por mi convalecencia. Los defraudé a todos. En lugar de permitirles participar en una edificante historia de mucho éxito, de cómo escapé de las garras de la muerte, les hablaba de un glaciar aniquilado, eso irritaba a la buena gente, al marcharse sacudían la cabeza, emitían su juicio despreciativo sobre mí antes incluso de subir a su vehículo, llegar por calles rectilíneas hasta su garaje con mando a distancia y desde allí, en el ascensor que se desliza sigiloso, a su cripta empapelada. Me consideraban un desagradecido, hacia Dios o hacia el destino o hacia el sistema sanitario. Vuelve usted a estar bueno, vive todavía, me advertía el verdulero, que por una pizca más de sabor pide un pastón. Es inquietante cuán en orden está todavía el mundo en Solln, con cuánta decisión defienden los bienaventurados sus idílicas vidas con todos los recursos de la ceguera. El vecino me molestó con la historia de su enfermedad, como si nos debiéramos compasión recíproca. Dolores análogos no producen ni de lejos una aflicción común. Apenas pronuncié estas palabras, quedé liberado de su afecto. Qué feliz circunstancia que algún pelma se ofenda enseguida. Por desgracia, su tendencia a mostrar las intimidades no era un caso aislado, en cada canal, en cada frecuencia, se incensaba el propio padecimiento físico, como si una enfermedad grave fuese el mérito individual más notable de nuestra época. Tienes cáncer, qué extraordinario, de próstata o de mama o de pulmón o de hígado, tienes úlceras, qué excepcional, tu cuerpo fenece, qué va, es corroído por dentro, qué asombroso, las playas más luminosas están sembradas de melanomas, esa lamentable obsesión por la propia mezquina existencia, son la peste, bloody fucking hell. Uy, eso lo entiendo, esto de aquí, señala Paulina satisfecha, German is like English, no? Cuando (como hace un momento) mira por encima de mi hombro mientras escribo, se muestra entusiasmada por cada expresión conocida, aunque sea un taco grosero. Yo apenas reparo en las inserciones inglesas, se cuelan furtivamente, obligados por las circunstancias (communication on board), entre nosotros conversamos casi exclusivamente en inglés, rara vez figuran entre nosotros personas de lengua materna alemana, mi alemán se anglifica, step by step. Para que no me ocurra como al jefe de expedición de mi primera temporada, que embrollaba alemán e inglés formando una jerigonza, para asegurarme un lenguaje exquisito, musito en la cubierta exterior, como si meditase, poemas de mi juventud, los poemas que nos enseñó el catedrático Pradel en el instituto Frühling, a veces nos los aprendíamos de memoria (yo en el trayecto de regreso a casa desde el instituto), sin sospechar que nunca volverían a abandonarnos. Recuerdo más poemas que noches de amor. «No puedo retener el ayer, que se me escapa, / el hoy me oprime como un zapato de mujer. / Las pequeñas aves migratorias despliegan ya / las alas otoñalmente hacia su patria. / Subo a la torre a abrir mucho los brazos, / Y lleno mi copa sólo de lágrimas.» Tradúcemelo, me pide Paulina, como tantas veces cuando contempla una página con mi densa escritura. Si lo traduzco al inglés perderá sentido, respondo echando la silla hacia atrás, por el contrario, si lo traduzco al paulínico ambos lo entenderemos mucho mejor. Mis manos han agarrado sus muñecas, mis labios acarician su cuello, ella retrocede, retrocede a la cama. Cada palabra tiene dos posibles significados, musito, un significado torpe, mi boca se adhiere succionando, y un significado obstinado, mi boca va de un pecho al otro cruzando la hondonada entre ambos, la punta de mi lengua llama a la puerta, me gustaría penetrar en ti sin que lo notases, dices las cosas más imposibles, aquí está de nuevo, esa risa, lo más digno de ser amado del homo sapiens, y yo digo: Sí, decir más que «sí» sería locuacidad, su risa se transforma en gemidos, nos sumergirnos, las burbujas de aire ascienden a la superficie del agua, nos sumergimos, ya no es visible el color de la vida cotidiana, nos demoramos en las profundidades como si pudiéramos contener la respiración sin problemas. Tras emerger, escucho distraído los últimos cotilleos que ella arremolina igual que una ráfaga de aire las hojas secas barridas (es un deleite para los oídos cuando ella y Esmeralda vacían las cajas por la mañana para llenar los frigoríficos. Sus bocas matraquean como una máquina de coser, los jirones pillados al vuelo se convierten en un santiamén en convulsiones con los colores del arcoíris mientras colocan las botellas tintineando en horizontal, y tintineando las apilan). Al comienzo de nuestra relación me preocupaba que los amoríos conmigo, un blanco viejo, pudieran menoscabar la estima de sus compatriotas, pero sucedió lo contrario, es evidente que en los cruceros por el Sur profundo se me considera un buen partido. Descorro la cortina. Al jefe de expedición le tocan vistas panorámicas, Paulina estaba acostumbrada a dormir sin ventanas, sólo los monitores son iguales en todas las cabinas. Georgia del Sur ha desaparecido hace mucho, «luego vino la niebla: niebla y nieve, / y horriblemente intenso se hizo el frío, / y los témpanos, altos como el mástil, / flanqueaban de esmeraldas el camino», Paulina sostiene que el alemán suena bonito, ella no aprende ningún vocablo, ella atrapa palabras inútiles —«manopla de bario», «tirón», «guiñol» (al brotar de su boca la posibilidad de reconocimiento es limitada)— y las acomoda a las situaciones más inadecuadas. Estoy sentado desnudo en el borde de la cama y me veo hasta la mitad en el espejo de la puerta del cuarto de bario. Los años no han pasado, se han insertado arrugándose en mi piel, se han almacenado en mi cadera, no hay ningún motivo para suponer que la mitad invisible pudiera mostrar algo más consolador, ¿por qué Paulina ignora todas las razones para no desearme? Se inclina hacia delante, sus labios rozan mi miembro encogido con la ligereza de un chal que te roza al pasar.

Se instala la niebla, no asciende del agua del mar, sino que flota sobre ella, como ofreciendo una esclusa a la luz. Detrás de nosotros el iceberg ya sólo se distingue por su base, un pájaro escapa de la neblina y pasa aleteando. «Luego el buen viento sur sopló de popa. / El albatros, sereno, nos seguía.» Tenemos ojos de cazadores, afirma Jeremy, nuestra nariz podría caerse sin que sufriéramos una pérdida sensorial, nuestras orejas sólo sirven para afear el rostro, pero nuestros ojos son agudos y vigilantes, nuestros ojos son de fiar. Nuestros ojos entrecerrados, añado, que captan todo lo que se mueve para darle muerte.