VI

S 54° 16' 8" 036° 30' 5"

Es un día en el que se podrían confundir las nubes con las montañas y las montañas con las nubes. Unos Alpes se elevan en medio del océano. Cuando las laderas de las nubes se disipan dejan visibles glaciares y roca; debajo, dehesas donde ramonean los renos desde que fueron introducidos por noruegos enfermos de nostalgia. Aquí los árboles nunca echaron raíces. En la bahía el mar verdea, rico en oxígeno y krill. La creación aparece con extraña claridad, como si nos hubieran operado de cataratas durante la noche. Viajamos rumbo a Grytviken, una antigua estación ballenera, abandonada de un día para otro, para que se desmoronase y oxidase. Los pasajeros pasean desde el cementerio al matadero al hoyo de fango donde se revuelcan elefantes marinos, inmóviles salvo cuando bostezan. Nuestro punto de amarre está cerca del cementerio, que posee un surtido pequeño, pero selecto, de fallecidos, los rótulos, de piedra blanca; en días relajados honramos a sir Ernest Shackleton con champán del capitán. Los depósitos de diésel están tan pulcramente alineados como las tumbas, se cocían muchas cosas en esta bahía. En la fábrica el hombre descuartizaba ballenas, el tiempo descuartiza las fábricas. El silencio se cierne sobre las naves en ruinas, los págalos vuelan hacia otro lugar. Tras el esqueleto de una bodega Beate gesticula con inusual vehemencia, el viento azota sus cabellos, los mechones vuelan hacia delante. Los toneles de aceite de ballena siguen apestando, y me parece que cuesta respirar en esta fábrica de muerte que se está oxidando. Algunos tejados cuelgan torcidos entre las nubes y el suelo de chapa, los letreros rojos advierten de un área contaminada por asbesto. Delante del cocedero de huesos tres figuras sujetan con fuerza una cadena de hierro entre las manos y se echan hacia atrás, como si estuvieran compitiendo contra balleneros muertos hace mucho tiempo, unas risitas vienen hacia mí como copos, a los filipinos les gusta jugar al escondite en estas ruinas. ¿Cómo quieren que sea insensible a esta cubierta de ronqueo que significaba la muerte? Las montañas nevadas son bambalinas lejanas, indiferentes. Los lobos marinos están tan bien escondidos en la arena gris oscura que hay que tener cuidado para no pisarlos sin querer. Los más jóvenes se lanzan disparados al agua, curvándose al saltar, se sacuden con fuerza en cuanto regresan, arrastrándose, a tierra. Entre anclas y hélices (separadas de su finalidad son simples despojos grotescos devueltos por el mar) montan guardia algunos pingüinos papúa, miradas burlonas tras sus picos rojos. Junto al muelle el ALBATROS muestra desde hace décadas la escora en serial de protesta, con los cañones arponeros dirigidos hacia tierra.

—Hola, hola, he aquí a nuestro director de expedición, qué sitio tan interesante, ¿verdad? Como usted dice aquí se conocieron la Antártida y el hombre, aunque está algo sucio, habría que limpiarlo. ¿Sabe usted qué edificio era ése?

—Al otro lado, en el camino principal, hay carteles con información detallada.

—Pero no querrá usted enviarnos otra vez a través de todo ese barro, Mr. Zeno, ahora que le hemos encontrado.

—Esto era la factoría de aceite de ballena, señora Morgenthau. Primero descuartizaban a los cetáceos aquí, donde estamos ahora; luego, en la sala de cocción obtenían de la grasa aceite de ballena en enormes calderos.

—Suena a trabajo duro.

—A trabajo lucrativo. Elevados réditos. En un buen año se cocían hasta cuarenta mil ballenas.

Me despido cortésmente, si no, habría tenido que añadir que primero desollaron a los lobos marinos, hasta su extinción; luego dieron muerte a los elefantes marinos para obtener aceite y, a falta de combustible, alimentaron con pingüinos los hornos de cocción; y cuando se acabaron los elefantes marinos, cocieron a los pingüinos para obtener aceite. Todo se aprovechaba: las personas resueltas siempre consiguen burlar las relaciones derrochadoras e inútiles de la naturaleza con sus propios recursos. Camino pesadamente sobre el campo de fútbol en ligero declive. Las porterías torcidas son una visión consoladora. Por la mañana, matanza; por la tarde, fútbol en ese campo. ¿Hedían las manos del portero, había salpicaduras de sangre en las espinillas de los delanteros? Tu sempiterna negatividad, oigo criticar a los demás, echa a perder tu buen humor. Olvídalo. En esos tonos parlotean a mi alrededor de la mañana a la noche, no te lo tomes tan a pecho, no seas tan riguroso, haz la vista gorda, la cosa no será tan grave, la sangre no llegará al río, todos descargaron el mismo software minimizador, dispuestos a acurrucarse cuando arrecia el huracán. ¿Qué dicho habría tenido la gente en sus labios alegres si en Pentecostés, cuando el verano había asentado sus reales, hubieran sido ingresados en la clínica, con persistentes dolores en la zona del pecho, para una semana de reconocimientos? En mi cuerpo se clavaban curias, como si hubiera que extraer el dolor de lo hondo, días de espera para la operación necesaria para sobrevivir, tres meses de convalecencia, y tras el alta, según el diagnóstico (casi) totalmente restablecido, dejé mi bolsa en casa y me apresuré inmediatamente a visitar el glaciar, con una mirada de incomprensión de Helene a mi espalda.

Iba sentado en un compartimiento con desconocidos cuya visión me molestaba. La mujer de enfrente, ningún desengaño más vieja que yo, desataba con cuidado el lazo de una caja de bombones, quitaba la tapa jaspeada y, depositándola con cuidado sobre el asiento vacío a su izquierda, posicionaba sus dedos como la cuchara de una grúa sobre el bombón elegido y lo sacaba de la caja con precisión clínica. El bombón desaparecía deprisa entre sus labios de color lila pálido, masticaba casi imperceptiblemente mientras cerraba la caja y volvía a atar el lazo, para volver a estirarlo unos minutos después y repetir el pedante proceso; tras cada extracción del bombón, la caja parecía tan intacta como si estuviera a punto de ser regalada. Si la mujer se dirigía a Kufstein o incluso a Klagenfurt, llegaría con una caja vacía elegantemente atada. El hombre junto a la ventanilla se resguardaba del esponjado paisaje con un periódico abierto, primero BILD, después KRONE. Él aportaba un personaje adinerado al caluroso día de finales de verano, era un ciudadano en trance de saltar a la primera clase, ligeras marcas revelaban que las pegatinas de turista global habían sido eliminadas de su maleta, quizá desde que las pegó disponía de una ayuda en lo tocante al buen gusto. Leyó un periódico de cabo a rabo, y a continuación se consagró al otro con similar entrega. Ese respeto a gruesos titulares y anuncios insignificantes me irritaba. Tuve que abandonar unos instantes el compartimento. En Salzburgo montaron tres chicas de rostro inexpresivo. Parecían no fijarse en nosotros, los nativos. La mujer se tomó otro bombón, el hombre continuó enfrascado en el KRONE, las tres chicas se divertían con los chismes del colegio; cuando el tren se detuvo en pleno campo me asaltó el miedo a quedarme retenido en ese compartimento, el KRONE tapándome la vista, sin nada que comer salvo un bombón postrero, en los oídos la vacuidad de la juventud, y no llegar a mi glaciar nunca más. El tren reanudó la marcha y me tranquilicé un poco, pero ignoraba que lo peor estaba por llegar. El dueño de la posada Zum Kogl fue a buscarme para que no tuviera que esperar al autobús dado mi agotamiento, un perro que parecía envuelto en una alfombra de pelo largo jadeaba en la zona de carga de su todoterreno, se lo voy a decir, no va a gustarle, han sucedido algunas cosas, no le va a gustar, las curvas no tenían fin, a ambos lados un paisaje desnudo, los Alpes son toscos y feos sin la nieve y el hielo, cuánto me alegro de que se haya restablecido, hemos rezado por usted, toda la familia, el posadero tiene siete hijas, ¿o son ocho?, en cualquier caso tiene únicamente hijas. Rezar no le resulta inusual. Un ciclista que bajaba por el monte a toda velocidad me distrajo brevemente, entonces el coche giró a la izquierda, las ruedas chirriaron en la gravilla, yo miré hacia delante, por el parabrisas, y ante mí no había… nada. Ningún glaciar. Ningún glaciar vivo. Sólo fragmentos, miembros aislados, como si su cuerpo hubiera sido hecho trizas por una bomba. La pendiente escarpada aún estaba helada, pero más abajo, ante nosotros, sólo quedaban trozos de hielo oscurecido diseminados por la ladera, como escombros de una obra que esperan su retirada. La vida se había derretido. Ya le he dicho que le iba a afectar mucho, no es una visión grata. La voz del posadero se desvanece en mi recuerdo, y yo, eso me lo contó por la noche tomando una cerveza y un filete de ternera, me apeé de su coche en silencio, caminé pesadamente de un trozo de hielo a otro, confundido como un borracho o un ciego, entonces, eso me dijo por la noche, pensó en la época de la peste, cuando los campesinos se despedían del ganado que tenía que ser sacrificado. Yo no fui capaz de semejante gesto, mis pensamientos y sentimientos estaban paralizados. Me arrodillé junto a uno de los restos, bajo el polvo de carbón, bajo la superficie ennegrecida por el hollín había hielo puro, acaricié el frío con los dedos, después me los pasé por la cara, al estilo acostumbrado, mi ritual de saludo, antes podía sacar a manos llenas nieve fresca, con manos que se enfriaban tanto que animaban mi cara. Me lamí el dedo índice, no sabía a nada. Me asaltó entonces un primer pensamiento trivial: nunca más volvería a llenar de agua de glaciar botellas de agua mineral Adelholzener para bebérmelas cómodamente en casa. Indiqué al posadero con gesto brusco que me dejara solo. Me tumbé sobre los guijarros. Yací allí encogido, un montoncito de miseria, cualquier sensación que no me pesara como un diagnóstico positivo hubiera sido bienvenida. Permanecí en esa posición sin saber qué hacer hasta que un excursionista apoyó su mano en mi hombro para preguntar cómo me encontraba. Yo lo traté con grosería.

—¿Pasea usted por aquí?

—Un paraje precioso, en verdad, y un hermoso día de finales de verano.

—¿Es que no lo ve?

—Bueno, sí, la nieve escasea un poco este año.

—Este glaciar está muerto, y usted pasa caminando tan alegre. ¡Largo, fuera de aquí! Me asquea usted.

El hombre no me dirigió ni una mirada más y continuó su excursión. Eso no era una pérdida de masa, sino un exterminio masivo. Ese septiembre habría sido absurdo medir la fusión, elaborar el balance estival. En esa montaña ya no quedaba nada que medir. En cierto momento volví a levantarme, subí por la ladera, sin meta fija. En el terreno más empinado había sobrevivido un pedazo de hielo a la sombra de una roca del tamaño de una mesa de despacho. Dejé a un lado mi cuaderno de notas. El viento abrió sus hojas. Cuánto habíamos medido y pesado, cuántos balances habíamos elaborado, cuántos modelos, cuántas advertencias con fundamento científico. Las páginas infructuosas rebosan buenas intenciones, hay que arrancarlas, una a una, nuestros métodos han fracasado. Habíamos advertido en vano, de año en año todo había ido empeorando. Nuestra época cumple a rajatabla las profecías de Casandra, hasta los optimistas piden la palabra para lanzar malos augurios. A pesar de todo, yo no había previsto semejante destrucción, ni cuando desapareció la puerta del glaciar (yo celebraba mis cincuenta), ni cuando la lengua se partió en un derrumbamiento de hielo y a continuación se derritió rápidamente (yo celebraba mis sesenta), y ahora ese golpe desde el ángulo muerto de nuestro optimismo de conveniencia. Si hasta los especialistas se ven sorprendidos por la velocidad de las pérdidas, ¿quién puede ejercer todavía una intervención salvadora, cuya opinión aún sea importante, cuando todos los demás escuchan la jodida voz de su comodidad? Mi trabajo había consistido en documentar nuestros pecados: el confesor como científico presuntuoso. Golpeé con mis puños la mesa de piedra; sumido en el dolor, recordé a las chicas del tren, a esas tres chicas que mascaban penosamente el chicle de la vida, a las que en general se considera inocentes. ¿Qué valor tiene una inocencia semejante, cuando sabemos que se tornarán culpables, eso nos aguarda a nosotros y a ellas, que proseguirán esta devastación, que seguirán destruyendo las bases de nuestra existencia? Les importa un pito todo, como a la mayoría de nosotros, no pararán hasta haber agotado ensuciado dilapidado aniquilado todo. A la mañana siguiente me marché de allí. En el valle vecino, la superficie de hielo que quedaba estaba cubierta con sudarios, yute blanco bajo el que se percibía la respiración estertorosa de un glaciar extenuado. Me sentí como un médico en un hospital para enfermos terminales.

Lo llamábamos «nadar». Nadar en el río de hielo. Cuando nos atrevíamos a ir a los molinos glaciares, a los canales de hielo, para utilizarlos como toboganes, nos arrastrábamos por túneles, nos confiábamos a caminos tortuosos, como si el glaciar tuviera la obligación de protegernos, nos deslizábamos de culo a través de tubos del azul más puro. Era peligroso, hasta cierto punto, antes habíamos revisado qué salida nos esperaba, aunque a veces calculásemos mal la aceleración y saliéramos disparados del canal como una bala de cañón y desde abajo se oía un trueno, de forma que incluso el que se sacudía los dolores del pantalón, tenía que reírse por el comentario acústico del glaciar. Sí, coleccionábamos cardenales, metíamos la nariz en cada grieta, creíamos oír cómo el coloso de hielo se deslizaba hacia el valle en su propia agua, y nos asombrábamos de la riqueza cromática en un universo en apariencia monocromo. Aguzábamos nuestra mirada (no sólo bajo el microscopio de polarización) para observar su delicado colorido, en comparación la policromía del llano nos parecía tosca. Donde el hielo era duro como el alabastro encontrábamos cuevas azules que hollábamos, pensando que en la próxima visita no volveríamos a encontrarlas. Después nuestros caminos se separaban, algunos nos apresurábamos a la ciudad, otros se retiraban al valle, finalmente yo fui el único que oscilaba entre el glaciar y la universidad, en días solitarios me consagraba a la calma del hielo, al ruido del agua, me convertía en una piedra que apisonaba su propio rastro en el hielo, y un buen día me sorprendió el deseo de rezar, en una de las efímeras capillas azules, no a Dios, sino a la diversidad y a la abundancia (escrito resulta torpe, no basta con sustituir a «Dios» por «Gea»). A solas, buscaba discernimiento en el más claro y frío azul, llenaba las cuevas de hielo con mis propias variantes de lo eterno, como antaño los monjes sus cuevas rocosas de dibujos. ¿Por qué no les bastaba la superficie pétrea como imagen de lo divino, las erosiones, las manchas de humedad? Deum verum de Deo yero, ¿puede morar la verdad en una frase así? En mi cámara azul, en la panza de mi ballena glacial, Dios se despojaba de las palabras superfluas.

Jeremy es bajo, pero sus gafas se encargan de que se le reconozca en todas partes a cualquier hora del día, unas gafas copiadas de algún cómic californiano, a través de las que cualquier expedición polar se mimetiza hasta convertirse en una narración heroica, sobre todo la de Shackleton, al que Jeremy venera como nadie, es capaz de dar su conferencia sobre Shackleton seis veces por temporada y cada una parece más fresca y original que la anterior. Los guías que no están trabajando en ese momento se sitúan junto a la puerta del auditorio y escuchan al menos durante algunos minutos cómo Jeremy eleva a sir Ernest Shackleton a la categoría de héroe prometeico (si fuera en pos de modelos espirituales, lo incluiría en la galería de los antepasados de los profetas). Jeremy ha observado que tomo notas, yo no escondo mi cuaderno de tapas duras porque sería imposible guardar secretos a bordo, quien lo crea se desengañará algún día, a bordo todo es visible y todo lo visible, audible. Jeremy me ha dejado inesperadamente bajo el plato una hoja de papel escrita a mano, que leo después de los entremeses y antes del postre: «Dado que también tú has comenzado a escribir, deberías tener presente que el autor americano Nathaniel Hawthorne no pudo acompañar a la expedición al Antártico del alférez Charles Wilkes porque "el estilo con el que escribe este caballero es demasiado rico y barroco para proporcionar una impresión auténtica y razonable del ambiente de la expedición. Además, un caballero tan talentoso y distinguido como el mencionado Mr. Hawthorne, nunca comprenderá la importancia nacional y militar de ningún descubrimiento." Así argumentaba un diputado americano en el Congreso. He espigado esta exquisitez en el curso de mis lecturas. Siéntete privilegiado porque a ti, que tampoco quieres comprender la importancia nacional y militar de la Antártida, se te permita lo que se le negó a tu colega, evita la riqueza de léxico y el ornato y recuerda las privaciones de Shackleton.» Cuando alcé la vista vi que Jeremy dirigía de nuevo su videocámara hacia mí, y yo mantenía la hoja escrita delante de mi pecho como si fuera la víctima de un rapto, y pronunciaba despacio el juramento de Shackleton inventado en ese preciso momento, en honor a la palabra desnuda. Jeremy sonreía burlón y a través del cristal giró hacia el mar, apartándose de mí. Lo habrían llevado a cualquier expedición porque despliega buen humor incluso cuando se ensimisma. Ese talento escasea. Él debía aludir a Shackleton, con Shackleton nos identificamos todos nosotros (salvo El Albatros, que no puede olvidar que Shackleton planeaba vender polluelos de albatros a sibaritas de Londres y Nueva York, en la penuria habían sabido exquisitos), es la buena persona de la Antártida, su ENDURANCE cercado por el hielo está reproducido en el ascensor; su retrato, en la pared de entrada al restaurante, él podría ser miembro de nuestro grupo, se habría llevado bien con nosotros, desconfiaba de las jerarquías rígidas; en lugar de la subordinación inflexible, apostaba por la colaboración. Sobre todo, fue el único explorador de las regiones polares que viajó a lo más recóndito del sur para morir allí. La vida cotidiana a temperaturas moderadas le resultaba tan inconcebible como una tumba en suelo descongelado.

El capitán va a toda máquina, hemos perdido algo de tiempo en Grytviken, el HANSEN surca las olas, por todas partes nada, como si fuéramos los primeros navegantes que recorren este mar. Apenas a tres horas de Georgia del Sur avistamos ballenas, están muy cerca. Beate está excitadísima, cuando las ballenas corcovadas se sumergen aguanta la respiración y espira con ellas cuando vuelven a subir a la superficie. Su entusiasmo no se ve afectado por las docenas de cámaras a su alrededor que originan clics semejantes a latigazos, las has visto, grita a Jeremy que se abre paso a través del nutrido grupo de observadores, y Jeremy le contesta, oh yes, oh yes, and we're clicking into place.