S 53° 11' 8" 0 45° 22' 4"
Con temporal, con fuerte temporal, quedarse en la cubierta, el viento y la espuma azotando el rostro, expuesto durante un corto espacio de tiempo a las privaciones de épocas pasadas, en un buque de crucero que cabecea, al pasajero se le arranca el aire de los pulmones, está desprotegido, da igual en cuántas capas de material carísimo se haya envuelto, a los pocos minutos se queda completamente helado, a una puerta de distancia de la estancia caliente, desde la que puede contemplar a través de un cristal la fuerza de la naturaleza como si fuera un galardonado documental. Casi todos optan por esa visión confortable desde primera fila. Sólo yo me apoyo en la barandilla de proa, aferrado con fuerza a la madera, el aire me abofetea, tiene todo el derecho para hacerlo, para castigarme, por mi comodidad, por el pecado mortal de nuestra civilización, que niega el principio de la vida, porque sólo vive lo que aspira a un gradiente energético. Los petreles bailan entre las ráfagas de aire, el éxtasis de sus subidas y bajadas es mi nostalgia que ha alzado el vuelo, me mezo en el aire como si también a mí se me hubiera dado el don de bailar así, los motores gorgotean en las fauces de una tempestad aullante, soy ridículo, me impone lo que es natural. No podemos interpretar el vuelo de las aves, dice El Albatros. Sólo malinterpretarlo. En la incierta visibilidad se adivinan los contornos vagos de un objeto formidable, se aproxima un iceberg, más grande que nuestro barco, por arriba plano, como si lo hubieran alisado, como si toda una provincia hubiera sido separada de la barrera de hielo, condenado a girar alrededor del Polo Sur o a ser arrastrado hacia el norte y fundirse, proporcionando a los hemisferios el aire más puro, al océano el agua más limpia, cargado de virtudes curativas que hacen crecer fitoplancton y zooplancton, que alimenta al krill, diminutas gambas, que a su vez alimenta a las aves y las ballenas (Beate dice que desde mi nacimiento la población de krill se ha reducido en cuatro quintas partes, sobre esto no se puede discrepar). En los laterales del iceberg se divisan aberturas ovaladas, vulvas descomunales que azulean en el interior. Llamadas de reclamo que se derriten. El sol llamea inesperadamente detrás de ese telón, parámetro de lo finito. El resplandor perdura durante unos embates de las olas antes de desaparecer, la tempestad continua bramando entre dos luces.
¿Silencio? Un bien tan escaso que se comercializa con éxito, se guarda en zonas protegidas, se custodia en reservas. Esos nichos se reducen, el pulso del tiempo retumba por doquier al compás de cuatro por cuatro. Hace unos años, las campanas de la iglesia acababan de dar el toque vespertino, me negué a salir de casa para cenar en un mesón, me precaví contra la salsa de ruido que se derrama sobre cada asado de ciervo. ¿Acaso tampoco piensas acudir más al médico porque en su sala de espera suene Antenne Bayern, pregunta Helene con soma, y qué me dices del dentista y sus sonidos esféricos budistas? Tomó la llave del coche del cuenco de cerámica y salió disparada a casa de su hermana, que me caía bien porque no tenía paciencia para las interminables quejas de Helene. Sentado en la silla del zaguán, cerré los ojos y permanecí largo rato en esa postura. ¿Cómo se puede entender que «silencio» y «quietud» hayan mutado en invectivas? Hasta en las excursiones a pie oigo los bajos anestésicos de esos yonquis que ya no soportan los sonidos de la naturaleza. Si al menos escuchasen su propia voz, pero no, lo embadurnan todo con una capa de ruido rancio. De acuerdo, en el trayecto en el cercanías a la universidad también yo me ponía a veces auriculares, los acordes de Tallis enmascaraban la fealdad de los edificios industriales que jalonaban la vía, pero habría sido impensable escuchar a Tallis en el bosque, en la montaña o en presencia de personas conocidas. En el HANSEN no hay megafonía pública (en los buques de otras latitudes sí, según me ha contado Paulina, allí rechinan musiquillas de anuncios, atruenan las charangas); en la isla King George se celebró hace poco un concierto de rock, las paredes de los glaciares se desplomarán como los muros de Jericó. En nuestra cabina sólo se escucha el delicado canto de Paulina (al contrario que muchos de sus compatriotas, ella no está colgada de los labios de los presentadores), mezcla grandes éxitos de los setenta con música popular filipina, me sedujo con su canto, la última noche de mi primer viaje, antes apenas me había fijado en ella, su discreta cortesía se había incorporado a la amabilidad en serie de todos los demás filipinos, en el concierto final —los pasajeros hacen el favor a la tripulación de dejar que se diviertan— se había transformado en una cantante de bar con aplomo, energía concentrada en el cono de luz, las piernas cruzadas, ella atraía el deseo, el zapato se bamboleaba desde la punta de su pie derecho colgado de un lazo plateado y se columpiaba, mientras cantaba grandes éxitos con un acompañamiento punteado y una intensidad que me hizo correr un telón entre nosotros dos y el mundo, mi fantasía febril me turbaba cuando después asistimos juntos a la fiesta en la cantina, ella seguro que notó que yo la miraba con otros ojos, mi deseo mezclado con una medida colmada de inseguridad, mi lengua mi mejor enemigo, y a pesar de todo algunas horas después ella yacía a mi lado, igual que ahora, con la cabeza encima de mi hombro y una mano sobre mi pecho, y como tantas veces en los días en mar abierto en los que nos conceden alguna hora libre, ella me pide que le lea algo en voz alta. Accedo gustoso a este ruego, lo considero una serial de intimidad, le leo un pasaje de los informes de los llamados descubridores, porque a ella le cautivan los sufrimientos de los pioneros, mientras que yo, poseído por la rabia, percibo únicamente la rapacidad con la que esos advenedizos intentaban adueñarse de la Antártida, como si fuera una virgen que tras la primera noche les hubiera sido adjudicada para el resto de las noches, por lo que despreciaban a todo competidor considerándolo un rival ladrón, pero al mismo tiempo intentaban ocultar sus apetitos para no poner en peligro su fama de caballeros intachables. Eso es una opinión personal, replica Paulina tras una pausa que exige en ocasiones para comentar el relato, es por la forma en que lo lees, tu furia impregna las palabras de esos hombres, pero tú te pareces a ellos, tú quieres decidir sobre la Antártida. Sí, replico con voz iracunda, no quiero ni humanos ni gasoil en la Antártida, pero no quiero poseerla, ésa es la diferencia, ninguna zona suya debe recibir mi nombre, quiero que la dejen en paz, eso es todo. Paulina tuerce el gesto y arruga la nariz, you're noisy, sometimes you're a noisy person, ella no parece necesitada de protección cuando me desafía de esa forma, me pone coto con frases sencillas que hacen que mis réplicas parezcan inadecuadamente pomposas, eso acrecienta mi ira, ese no-poder-explicarme ni siquiera con ella, que percibo, temo y aborrezco, es palpable, nuestra muy bien remunerada depravación, ¿por qué me resulta tan difícil explicar lo evidente a los que se niegan a reconocerlo? Contemplen el retrato, ¿ven en él a una mujer joven y hermosa o a una vieja arrugada? Si han visto a la vieja arrugada, ¿podrán ver alguna vez a la hermosa mujer joven? Me aparto de Paulina, yazgo fatuo en mi ira como un elefante marino en su agujero de barro hasta que recobro la calma, Paulina mía, le susurro afligido, me resultas tan incomprensible como el mundo, y ella resplandece, seguramente por el my Pauline, alarga la sonrisa, en ella un soplo de felicidad dura mucho, Paulina trata de economizar sus alegrías, otras personas necesitan a diario una nueva ración. No me cabe en la cabeza que entre nosotros pudieran surgir desavenencias, en la estrechez de nuestro camarote, ella reconoce intuitivamente cuando estoy conciliador, la primera vez sucedió de manera inesperada, me asusté, ella tomó mi furia en su boca y la enfrió, de manera que ambos enmudecimos. Más tarde acaricié su tripita y dije: This makes you complete, y ella contestó: You make me complete, una frase que yo jamás toleraría si su risa no hirviera y siguiera borboteando mientras su tripa tiembla, me excita, ella me arrebata el libro de las manos, lo deposita en el lugar donde yo arrojaré poco después su ropa interior, yo disculpo sus palabras, y para no volver a decir nada equivocado, me callo con lengua apasionada, mis manos sobre sus pechos, incluso cuando casi me tira la rotación del barco, mi lengua sigue girando para consumar su placer, para mantenerlo, el mar de fondo marca el ritmo, y yo me imagino que ella sabe a sal. ¿Lograremos entendernos algún día?, cruza a la deriva por mi mente envuelta en gemidos. Ella desea que simplemente seamos, yo busco la liberación en un silencio más veraz.
El verano antes de la muerte de mi glaciar, empaquetamos y volvimos a desempaquetar nuestras pertenencias. Las vacaciones se acababan y también mi gusto por la vida hogareña. Algunas parejas se quedan embarazadas para salvar su relación, nosotros nos mudamos. De Fürstenried a Solln, de un piso a una vivienda unifamiliar. Helene tuvo que tirar lo que no servía, mientras yo supervisaba unos días más en las montañas las mediciones de mis estudiantes. Eran un animado grupo de compañeros que, cosa rara, se alentaban y animaban; yo retorné a casa de muy buen humor. Sin barruntar nada malo, me tropecé en la escalera con el jubilado bajito del primero y su mirada extraordinariamente desabrida, abrí la puerta y me golpeé el hombro con la madera, la puerta oponía resistencia, tuve que empujarla con todo el peso de mi cuerpo para entrar al piso. Una docena de cajas de mudanza se habían desplomado contra la puerta, algunas habían resbalado hasta el suelo, volcando las botas de goma que yacían entre una esterilla a medio extender y un sombrero mejicano roto. Helene había vaciado todo sin tirar nada y había desaparecido. Entré con cuidado, me detuve en medio de restos de ovillos de lana y estampas enmarcadas descolgadas de las paredes, ahora tan desnudas como lo estuvieron en mi infancia (antes de que la abuela nos legase sus bodegones), y el recibidor estaba tan repleto y desordenado como antaño mi habitación en las vacaciones de verano, cuando yo desempaquetaba mis juguetes, extendía sobre el suelo todas las figuras, cartas, fichas y dados y jugaba con mis propias reglas sobre la moqueta, encima de la mesa, sobre la cama, a un juego que en honor a su inventor había llamado «La Olimpíada de Zeno», antes de empezar, gritaba asomándome al pasillo: «Por favor, no entréis en mi habitación», Helene podría al menos haber pegado una nota en la puerta: «Por favor, no entréis en la vivienda». En el vestíbulo había cajas abiertas muy juntas, su contenido invisible bajo papel de periódico arrugado, las viejas parkas colgaban del perchero como las ramas de un sauce llorón, sobre la mesa auxiliar se apilaban los montones, por todas partes impresos apilados, debajo colecciones de la revista Burda (aunque Helene nunca cosía nada, conservaba los patrones, como modelos para proyectos vitales diferentes), la revista de encima databa de finales de los años setenta, la maniquí de la portada llevaba la imponente permanente de Helene de entonces, al hojearla mi mirada cayó sobre una página de la que se había recortado un trozo del tamaño de una postal. ¿Tiraría Helene todas esas revistas? Se separaría de su colección de recortes que guardaba en grandes carpetas, de su catálogo de supuestas cosas imprescindibles, que abría en momentos melancólicos para examinar regalos inusitados, viajes de ensueño y productos anti-aging con los que ajustaba a posteriori sus objetivos vitales cuando se tornaban borrosos en la vida cotidiana, siempre cerraba la carpeta con un profundo suspiro, con un suspiro demasiado familiar para mí de «ay-ojalá-pudiéra-mos», hasta que nos caía encima el sueldo de catedrático. El primer viaje de ensueño lo pasamos acribillados a picaduras y con el estómago revuelto, eso es por haber reservado algo barato, declaró Helene (para evitar una discusión me mordí la lengua y no pregunté qué había de barato en el viaje más caro de nuestra vida), en adelante ella sólo recopilaba ofertas en las que el precio y la exclusividad excluían cualquier riesgo de decepción, eso ya no eran recortes, sino catálogos en papel cuché, más caros que los libros ilustrados de los Alpes que yacían junto a las revistas Burda, tan envejecidos como la nostalgia que en su día entrañaron. Helene había volcado hacia el exterior el interior de nuestra vida, en todas las habitaciones había arcones armarios cómodas estanterías vacías y todos los objetos que todavía no estaban recogidos en cajas habían sido amontonados en una instalación de cosas superfluas. Ella comisariaba nuestra colección, así parecía, en estos días cada uno habita su propio museo. Me había olvidado de algunos objetos: el cuchillo de trinchar eléctrico, la máquina de cortar pan, la yogurtera, betún de zapatos suficiente para una eternidad lustrada y reluciente, innumerables gafas de sol, cinturones, bolsos, no me había fijado en los numerosos blazer que Helene había comprado en el curso de los años, porque cada ocasión especial requería uno nuevo, los blazer estaban extendidos sobre la cama, tantos, que formaban una pequeña colina similar a un túmulo prehistórico. Sobre la mesa del comedor estaba expuesta la colección de porcelana de Delft de la abuela de Helene (tradición es lo que se transmite por herencia), algunos azulejos ya envueltos en toallas. Encima de unos sillones se amontonaban los blocs de notas y bolígrafos que traje de diversos hoteles donde se celebran jornadas, sobre una de las sillas mis mapas de excursionismo (recuerdos ligeramente ondulados de la más duradera de nuestras pasiones comunes), bajo la mesa, el suelo cubierto de facturas que no se tiraron tras expirar el plazo de garantía. ¿Cómo pudimos llegar a tener un dormitorio lleno de blazers, un bario atiborrado de cremas reafirmantes, una cocina atestada de tupperwares, un cuarto de estar rebosante de minerales, conchas, jarrones, vasos de mercadillos navideños y fiestas del vino, una colección de tazas («Saludos desde Oberammergau») junto a cuencos mejicanos e incluso un gallo portugués, que me dejé colar junto con la leyenda del pollo asado que comenzó a cacarear en el plato de un juez para anunciar la inocencia de un condenado, cómo pudimos llegar a que nuestras propiedades nos echasen de nuestro hogar? Y aún quedaba el sótano, reprimido como un trauma; en el sótano, aún lo recordaba, se encontrarían soportes de árboles de navidad, bolas, lameta y manzanas decorativas, rollos de alfombras de fabricación casera, zapatos de tres décadas, amén de cintas de música, de vídeo, archivadores y programas. Había que evitar el sótano. No me podía sentar en ningún sitio, cada silla soportaba el peso de nuestras propiedades, el sillón grande estaba colmado de diferentes ejemplares fallidos de pintura sobre seda, macramé y papiroflexia. Tomé asiento en una torre de catálogos que parecía estable de las pinacotecas antigua, nueva y de arte moderno, me senté encima sin saber qué hacer, mis pies no rozaban el suelo, por primera vez en mi vida sentí miedo a ser enterrado vivo. Cuando sonó el teléfono (sólo podía ser Helene para explicar por qué se había marchado tan deprisa y cuándo pensaba regresar), miré fijamente un pequeño tarro de conservas en cuya etiqueta había anotado con su letra retorcida: «Mermelada de fresa con amaretto (1989)».
El capitán no es un friki del control, pero cuando organiza algo todo ha de hacerse según sus instrucciones, lo que no es fácil de llevar a cabo, pues ignora los detalles y habla con tal laconismo que parece que las palabras están racionadas a bordo. Es de un pueblo próximo a Friesoythe, lo cual explica muchas cosas, afirman los que conocen el norte, allí comienzan de madrugada la única frase del día y la terminan por la noche; yo no puedo opinar al respecto, sólo estuve una vez en Bremerhaven por asuntos de trabajo, y otra en visita privada en Sankt Peter Ording, el norte para mí es el extranjero. Después de haber superado indemne la experiencia de una Alemania dividida en vertical, yo no tendría el menor inconveniente en dividir Alemania por la mitad a lo largo de un paralelo. Hay algo que no se me va de la cabeza, dice el capitán tras mascullar «buenos días». Pronuncia «cabeza» como si fuera una onomatopeya de mal humor.
—¿Se refiere a Dan Quentin?
—Hay algo que no me gusta.
—Lo comprendo.
—La naviera está encantada.
—El reclamo de la fama.
—No lo conocemos.
—En cambio a su mánager, sí…
—¿Le ataca los nervios?
—Podría decirse así. A lo mejor se relaja algo cuando llegue su jefe… ¿Cuándo se presentará Quentin?
—En la isla Rey Jorge, llegará en avión.
—El que quiere conseguir algo grande dispone de poco tiempo,
digo con exagerada voz nasal, pero el capitán es inmune a la ironía. Siempre mira por encima del hombro de su interlocutor hacia la lejanía, donde parece aguardarle una tarea más urgente.
—Hay que prestarle toda la ayuda necesaria.
—¿Gratis et amore?
—¿Sabrá arreglárselas?
—¿Espera usted complicaciones?
—Hay muchas personas implicadas.
—Podríamos limitar el grupo de participantes.
—Él quiere un sos lo más grande posible.
—Sí, pero para eso necesita a nuestros pasajeros.
—El sos más grande de la historia.
—Doy por sentado que estará al tanto de las restricciones, ¿verdad?
—En eso haremos la vista gorda.
—¿De veras?
—Si alguien pregunta, diremos que todo ha sido un ejercicio de seguridad.
—Los pasajeros tienen que estar de acuerdo.
—Eso es tarea suya.
—Mañana les presentaré la campaña de Mr. Quentin.
—Del resto hablaremos por separado.
Cuando Helene se fue, después de que nuestro traslado a la casa de Solln resultase un fracaso como terapia de pareja, los cuadros de las paredes se enturbiaron, cubriéndose de reminiscencias extrañas. Al contemplarlos, me sentía como si espiase por la ventana una vida cualquiera que se desarrollaba en el edificio de enfrente. Los descolgué uno detrás de otro mientras trasegaba los vinos tintos que el padre de Helene había dejado al morir. El buen hombre había atesorado caldos para sibaritas con el fin de que un día lejano ayudasen a su yerno a superar la separación de su hija. En la pared quedaron marcas, bordes irritantes. ¿Por qué todo lo que hacemos deja una impronta (hacen falta cien años para que desaparezca la huella de un pie en la Antártida), por qué no podemos planear por el instante sin dejar rastro, como los pájaros por el aire? No quería volver a pintar de blanco, ignoraba cuánto tiempo permanecería aún entre esas paredes. Me compré en el centro un bloc de dibujo y acuarelas. Comencé a pintar las letras aisladas en hojas DIN-A3, tras reflexionar mucho sobre el color a utilizar en cada caso. En la A opté por un amarillo, oscurecido como un riesling añejo. Para compensar la Z recibió un rojo pinot noir, la O era de un gris tan pálido que sólo se la veía si te acercabas mucho a la hoja. Cada día pintaba una letra. Y en cuanto se secaba el color, la sujetaba con chinchetas a la pared. Cuando el alfabeto completo adornó mis paredes, me sentí mejor en aquella casa a la que jamás llamaría «mi casa». Las letras me hacían pensar en un nuevo comienzo, las letras por sí mismas me impulsaban a la lectura. En Ladakh me habían hablado de un hombre que se limitaba a un solo libro. Quien quería escucharle, acudía dos veces por semana a la casa de un vendedor de madera de sándalo, cerca del Indo, una casa de madera sobre zócalo de piedra, para asistir a la lectura de una sola estrofa de ese único libro, seguida por un paseo entre los matices de su significado. Me atraía adoptar ese método. Saqué de la librería una obra cualquiera de esa colección confeccionada con toda deliberación al estilo antiguo, dedicada a los pensadores de la Antigüedad. Comencé a leer ese libro, línea a línea, párrafo a párrafo, con similar concentración que el maestro de Ladakh, daba tres sorbos y lo dejaba a un lado, estiraba las piernas, anotaba a mi vuelta lo que recordaba de la lectura. Poco a poco se evaporó toda superficialidad, el surtido de tintos iba agotándose, así continué bebiendo a sorbitos hasta que casi aprendí el libro de memoria. Transcurrieron veinte años, aseguraban mis informantes de Ladakh, hasta que el que ayunaba palabras recorrió el libro con sus discípulos, tras lo cual volvió a comenzar, acompañado por nuevos discípulos. A pesar de mi respeto por ese proceder, había algo que me molestaba, que no comprendía. ¿Cómo puede ser sagrado para alguien un libro que uno no modifica para sí mismo? ¿Cabe imaginar que dos personas se refieran a lo mismo cuando dicen «dios» o hablan del amor? Primero subrayé palabras o frases aisladas, dos, tres veces, las rodeé con un círculo, las encerré en un cuadrado, aproveché las estrechas interlíneas para añadidos hasta que comprendí que no había motivos para renunciar a las apostillas. No volví a dejar el libro hasta que quedó completamente garabateado. Después me compré esta libreta de notas encuadernada en piel. Rechacé la oferta del vendedor de grabar mi nombre.
Al final de un largo día en mar abierto, cuando la oscuridad lo ennegrece todo, las estrellas se agotan, el viento cesa, nuestro barco avanza hacia la última plenitud. En este mundo ya sólo queda una terra nullius, y vamos rumbo a ella, «entre nubes y nieblas», el habla retrocede ante el prodigio, el silencio nos espera detrás del vaho «y la luna, de noche, entre la niebla como humo blanco, blanca fulguraba».