S 51° 41' 37" 057° 49' 15"
Esta vez también llueve en las Malvinas. Los días sin lluvia entran en los anales, igual que las noches en las que descansan los dardos en el Victory Bar. Antes, la vida en Stanley era de inusitada peligrosidad, por encima de la ciudad cualquiera podía extraer turba a su antojo, el agua se acumuló en las galerías excavadas hasta que una noche el barro se deslizó colina abajo, a través de la ciudad dormida, sin despertar a un solo perro, se tragó casa tras casa, arrastró la escuela y la iglesia hasta la dársena, ahogando a un tendero y a dos esquiladores. Este acontecimiento también pasó a los anales. Stanley, manifestó hace años el gobernador, era una ciudad muy británica en una isla muy británica (los guías de los cruceros recuerdan esos dichos rotundos, atrapan con predilección frases hechas). El gobernador merece un desmentido: en realidad las islas pertenecen a Sudáfrica, geológicamente hablando (mi discurso), desde el punto de vista biológico, sin la menor duda a Sudamérica (opinión de Beate), pero desde la óptica política, única y exclusivamente a Gran Bretaña (postura de Margaret Thatcher). Los pasajeros nos acribillan a preguntas sobre la guerra, una de las escasas guerras entre hombres blancos, recuerdan emocionantes veladas televisivas. Yo siempre ofrezco una respuesta escueta y tajante: Ha sido la primera guerra en la historia del hemisferio occidental en la que murieron más personas que animales. No tengo ni idea de si es verdad, en los partes de guerra los animales aparecen raramente, pero impresiona a los pasajeros.
Paulina deseaba salir de excursión. Nunca habíamos dado juntos un paseo por un territorio de soberanía británica. Hasta ahora hacíamos escala en las Malvinas cuando la travesía tocaba a su fin, Paulina estaba ocupada con el inventario y yo preparaba la subasta de recuerdos a favor de una fundación que intenta enseñar a los pescadores a evitar que sus redes de arrastre maten todos los años a cientos de miles de albatros. Esta vez disponemos por la tarde de más de una hora libre. Ella se pone zapatos verde manzana y un impermeable enorme que se abomba al viento como la vela de un catamarán doble, de forma que tengo que agarrarla por el brazo para que no salga volando. Nos ponemos en marcha, solos los dos, en dirección a Gipsy Cove, sé por donde discurre el sendero empapado junto a la costa confusa, muy cerca del agua, nuestras voces espantan a una bandada de patos, patos vapor malvineros, anuncio con énfasis de experto, Paulina señala riendo el derrelicto del LADY ELIZABETH.
—Ese de ahí es un pato vapor la mar de grande.
—Vale, vale, he mentido, en realidad se trata de patos buceadores.
—¿Y eso debo creerlo, profesor, patos buceadores?, don't you pull my foot, ¿y allí deben de aletear gansos veleros?
—De ningún modo, son fochas comunes, lo juro, fochas comunes adultas.
Sus manos, abriéndose paso bajo la protección contra el viento y la lluvia, la lana y el Gore-Tex, me acarician el pecho con frío optimista.
—He aprendido de ti —me dice con agitada seriedad que los que saben mucho son los que más mienten.
—¿Podemos dejarlo en «inventan»?
Objeto sin demasiado entusiasmo, el camino se aparta de la costa, cruza un páramo de plantas semiarbustáceas con menhires hasta llegar a Yorke Bay (algunos de los huéspedes se nos acercan, mirándonos de hito en hito, barrunto que con pensamientos muy maliciosos). Un guarda en un refugio de madera parece estar esperándonos, dispuesto a explicárnoslo todo. Paulina me señala con el dedo estirado.
—Si usted supiera lo que este hombre malvado…
El guarda aprieta los labios y enarca las cejas; yo ahogo la incipiente irritación antes de que nazca.
—La cosa no es tan grave como parece, sólo que no podíamos ponernos de acuerdo en los nombres de algunos pájaros.
—Tienen ustedes una playa maravillosa, es imposible no amarla.
—Sí, es la más bonita de la ciudad.
—Y además vacía, en un sábado tan despejado, en nuestro país rebosaría de niños alborotadores y padres ociosos.
—No se lo recomendaría a nadie.
—¿Por la corriente?
—No es el mar lo mortalmente peligroso, sino la playa.
—¿Por qué?
—Está minada.
—¿Minada?
—Con minas antipersona.
—No lo comprendo, hay muchos pingüinos en la playa.
—Su pregunta está plenamente justificada, señora, pero debe tener en cuenta que las minas sólo explotan con un peso de veinte kilos, y esa cifra no la alcanza ni siquiera un ejemplar adulto de pingüino de Magallanes, no se preocupe, los animales no tienen nada que temer.
Paulina se tapa la boca con la mano.
—Los soldados son los mejores protectores de los animales digo.
—Fueron los argentinos —precisa el guarda.
—Igual que en mi tierra —media Paulina—, el aspecto es paradisíaco, hasta que todo salta por los aires.
Ella vuelve a reír, es una risa diferente, una risa que ahuyenta todo lo desagradable.
—A los pingüinos de Magallanes les gusta esto, excavan sus cuevas de cría en la tierra blanda y turbosa entre los manojos de hierba en las dunas.
—¿Excavan cuevas?
—Sí, señora, y las utilizan durante años, ellos se emparejan para toda la vida, no conocen la separación. Escogen cuidadosamente a su pareja y se fían plenamente de ella.
Escuchamos sus explicaciones y también a los pescadores de ostras de fondo, nos despedimos, adentrándonos entre las aulagas floridas, donde corto un ramo de cerastium, no para ti, Paulina, sino para el altar familiar de nuestra cabina, para las numerosas abuelas. En el camino de regreso nos detenemos ante una de las estacas que tiene clavado un cartelito rojo, que de cerca resulta ser una calavera sobre dos huesos cruzados y la leyenda Danger Mines.
Sobre el mostrador de recepción alguien ha dejado un prospecto que abro de pasada: «Las Malvinas son una de las pocas maravillas de la naturaleza intactas del mundo moderno. » ¿Paisaje intacto un territorio minado? Y por qué no, Kitzbühel es considerado un lugar de reposo y aire puro también en radiantes festivos con largas caravanas. El Albatros no para de replicarme. Si todas las playas estuvieran minadas, no tendríamos que preocuparnos por las reservas ornitológicas. Le escucho sin prestarle mucha atención, en la mesa vecina, mientras toman a cucharadas créme brúlée, algunos hombres comentan el fascinador paisaje de landas de Yorke Bay, como creado para un campo de golf, un clásico campo tipo link, y mientras dan rienda suelta a su fantasía, me imagino cómo durante el transcurso de las obras la posición de las minas terrestres cae en el olvido. La playa (un espectacular par 3 por encima de las cabezas de nuestros residentes, los pingüinos de Magallanes) sería un exclusivo obstáculo de arena de la que con razón podría decirse: es extremadamente difícil salir de este bunker.
Lo he observado durante toda mi vida, cuidadosamente, por pasión y con instrumentos precisos. Si mis observaciones no hubieran dejado la menor huella en mis ideas sobre la ciencia, mi vida académica sería un dispendio. Cada mayo y cada septiembre viajaba unos días antes que los estudiantes para entregarme sin ser molestado a mis impresiones sensoriales, para sentir el glaciar sin ser molestado antes de que registrásemos sus datos, ese glaciar que me dio en custodia el director de mi tesis, un matrimonio de conveniencia que, con el paso de los años, se transformó en pasión, como si cada medición fuera una confirmación de su singularidad. La primera mañana me levantaba antes de amanecer, me ataba las botas de excursionista que al principio notaba extrañas, y partía para rodear a pie mi glaciar, subiendo por el lado izquierdo y después de cruzarlo por debajo del risco bajar por el otro lado. En cada ocasión lo palpaba de nuevo, con mis ojos, con mis pies. En cada parada lo tocaba, colocaba mis manos en sus flancos y me las pasaba luego por la cara. Su aliento gélido, su frío vivificador. Conocía cada uno de sus ruidos: crujidos y chacoloteos, estallidos y resquebrajamientos, cada glaciar tiene voz propia, cuando viajaba a otros glaciares comparaba la imagen auditiva del desconocido con el que me resultaba familiar. Un glaciar moribundo suena distinto que uno sano, tabletea con fuerza cuando se resquebraja a lo largo de las grietas, y si aguzas los oídos, se oye correr el agua procedente del deshielo, hacia lagos subterráneos que ahuecan más deprisa el cuerpo arrugado. Éramos como una pareja de viejos amantes, uno de los dos estaba gravemente enfermo, sin que el otro pudiera evitarlo. Los conceptos no hacían justicia a nuestra relación. Conceptos como «objeto de la investigación», o «medición del balance de masa», ninguna «serie numérica» hacía justicia a mi devoción, inadecuada como la «contabilidad» con la que al final del invierno sondeábamos la nieve antigua, casi como si fueran los ingresos, y al final del verano calculábamos el deshielo, como si fueran los gastos. Estos abonos y cargos en cuenta me desesperaban cada vez más. Con el paso de los años me transformé en un médico al que le basta mirar a los ojos de su paciente para deducir el diagnóstico correcto, yo reconocía la decadencia de mi glaciar antes de que la curva del valor del espesor medio pronunciara una sentencia descendente, no necesitaba esperar a los resultados para comprender lo que nos esperaba en vista de una pérdida tan continuada. Ya no era posible compensar las pérdidas. Envejecíamos juntos, pero el glaciar me precedía en la muerte.
Reglas, reglas y más reglas. Sin normas severas, las personas lo aplastarían todo, lo reconozco, pero al mismo tiempo imponerles reglas me parece degradante. Dar instrucciones a la gente de la prensa es una de las tareas más desagradables entre mis nuevas obligaciones. En cada viaje hay varios periodistas a bordo, apreciados por la compañía naviera debido a la publicidad gratuita que entrañan sus artículos, redactores relajados y fotógrafos cargantes, en el último viaje de la temporada pasada fueron una docena, el director de la expedición deseaba un asesor mudo, así que me convertí por vez primera en testigo de ese ejercicio obligatorio. Los periodistas no gozan de derechos especiales ni a bordo ni en tierra, esa muela hay que arrancársela enseguida. Mi predecesor adoptaba un tono severo, a mí se me antojaba la parodia hueca de un discurso de ordeno y mando, yo reprimía una sonrisa, giraba la cabeza como si esperase una sorpresa de oeste-sudoeste. ¿Tienes algo que comunicarme?, me preguntaba después. ¿Tenemos que tratarlos como a personas inadaptadas? En lo tocante a la relación con la naturaleza, considero inadaptada a cualquier persona, contestó el director de la expedición que yace ahora en la habitación de un hospital de Buenos Aires y que seguramente estudia sus revistas de yates, es de suponer que con la misma atención con la que yo escudriño los rostros de los periodistas que se han sentado en semicírculo a mi alrededor y que a instancia mía comienzan a presentarse por turno. Eso me permite separar el grano de la paja, diferenciar a los juiciosos de los díscolos. Enjuicio a la ligera, por instinto. ¿Cómo pudo perdurar la idea romana de la presunción de inocencia en una civilización impregnada por el concepto del pecado original? La rubia jovial de Hamburgo no provocará el menor disgusto, se ha traído con ella a su novio, está en easy working holiday, evitará cualquier cosa que le haga quedar mal. En la mirada del cámara colombiano acecha una insolencia fácilmente inflamable, el redactor por el contrario irradia indolencia, seguro que nunca se dejará llevar por una provocación. El nerviosismo de la joven estadounidense atractiva es palpable, convirtiéndola al mismo tiempo en inabordable. Soy Mary, dice, de Mother Jones, y nada de chistes, por favor. Miro a los congregados, curioso por la alusión de ella, pero el chiste supuestamente obvio es inaccesible para todos nosotros. Estoy seguro de que el musculoso cámara, que seguramente no se despoja de su primorosa sonrisa ni siquiera para dormir, intentará ligar con ella nada más salir de la sala de conferencias utilizando el truco del chiste improvisado. El último del turno es un tipo elegante vestido de traje que se presenta como mánager y relaciones públicas de Dan Quentin, tras lo cual hace una pausa considerable, seguramente esperando miradas de admiración, que, para asombro mío, le brindan de buen grado, por lo visto soy el único al que este nombre no le causa la menor impresión. Dice que su interés requiere una entrevista por separado, seguro que el capitán ya me ha dado instrucciones al respecto. Evidentemente a ese hombre le pagan por maniobrar con habilidad hasta conseguir una posición privilegiada con la acertada elección de palabras. No, contesto, el capitán y yo aún no hemos tenido tiempo de tratar sobre Dan Quentin, pero estoy seguro de que llegará el momento oportuno para ello, ahora hay que ponerse de acuerdo en algunas reglas. A bordo de nuestro buque, para los periodistas regían las mismas normas que para todos los demás pasajeros. No abandonen nunca los caminos marcados con banderas rojas, no arranquen nada, no se lleven nada, no tiren nada, ni siquiera un pedacito de papel. Mantengan siempre una distancia de cinco metros con los animales, incluso con los pingüinos, y tengan la seguridad de que ya hemos oído más de una vez la excusa de que lamentablemente los pingüinos desconocen esta norma. Como todos los demás pasajeros, podrán permanecer en tierra dos horas como máximo. No intenten arañar más tiempo. Y sigan nuestras indicaciones. Si no lo hacen, los dejaremos en tierra, y podrán escribir un reportaje sobre su solitaria invernada, que les proporcionará fama mundial. Apenas he pronunciado estas palabras, dudo de que mi modo de proceder aventaje de veras al de mi predecesor. Pregunto si todos me han entendido, esto es necesario, cuando hay personas que conversan en otras lenguas, el peligro de un malentendido se intensifica. El manager de Dan Quentin mordisquea sus gafas de sol, Mary lo anota todo, el redactor hace que el cámara le traduzca en susurros la última parte de mi alocución (¿no debería ser el redactor quien dominase el inglés?). ¿Más preguntas? Ninguna, porque fuera pasa a la deriva la distracción por antonomasia. Ah, ya, el primer iceberg, pruebo a decir con tono despreocupado, ahora me han relegado a un segundo plano, dentro de dos semanas habrán visto tantos icebergs que ni siquiera girarán la cabeza cuando aparezca uno. Como era de esperar, nada más terminar mis palabras de despedida, el mánager se levanta de un salto, se acerca deprisa, me habla con insistencia antes de haberse parado delante de mí, como si yo fuera una máquina de escribir en la que él teclea con ahínco una reclamación. Me pide que discuta pronto el asunto con el capitán, que se trata de un proyecto colosal, no hay que infravalorar el desafío logístico, la visión artística es explosiva, totalmente actual, la Antártida se había convertido en un proyecto vital para la humanidad, Dan Quentin marcaría un hito, izaría una bandera de emoción visible en todo el mundo, crearía un símbolo de la amenaza y lo amenazado, acuñaría una moneda visual original. Mañana después del desayuno volverá a abordarme, se alegra de la colaboración. Entretanto, Mary se ha mantenido en un segundo plano, que ahora abandona para preguntarme con timidez si podría entrevistarme en un rato libre. Agradecido, le contesto afirmativamente.
Mis estudiantes no sabían lo que es una ribera. Esas tres sílabas no les sugerían más que un vago «algo parecido a un arroyo» o «¿no es una zona verde natural?». Su ignorancia ni siquiera les afectaba, como si les correspondiera el derecho fundamental de olvidar la destrucción. A finales de verano, el último día de nuestra estancia en el glaciar, durante el desayuno, les pedí que recogiesen sus mochilas antes de ascender por última vez, al dueño de la posada Zum Kogl le entregué un billete de cien schilling para que llevase nuestro equipaje a la estación a una hora determinada. Tras realizar la última marcha al glaciar, propuse a los estudiantes recorrer a pie la primera parte de nuestro viaje de regreso. ¿Y eso por qué?, preguntaron. Porque es la única forma de interpretar el paisaje. Algunos rezongaron, pero ninguno se atrevió a detenerse en la parada de autobuses, el efecto disciplinario de una calificación todavía pendiente es notable. Dirigimos nuestra mirada hacia abajo. Desde arriba se percibe con claridad la acción humana, se distingue nítidamente cómo hemos maltratado a la naturaleza. Eso no constituía ninguna novedad, ni siquiera para universitarios urbanos que apenas conocían la palabra «ribera». Pero quería que al menos durante una tarde percibiesen de manera consciente el brazo de río estancado que ha ocupado el lugar de la ribera, los ríos encauzados, las medidas educativas de nuestra civilización. En un resalto desde el que el valle yacía a nuestros pies como un archivador abierto, ofrecí una breve conferencia sobre las riberas de antaño, que en cierto momento fueron consideradas por las personas tierra sin valor, algo desconocido a domesticar en medio de su orden antropométrico, por lo que el ojo actual contempla tierra desecada, roturada, tierra aprovechable en la que cultivos de manzanos han sucedido a las riberas. Primero se despejó la naturaleza, después se racionalizó la producción agrícola. Entre centenares de variedades de manzana sólo unas pocas respondían a las normas, unas normas fijadas para que los frutos silvestres fracasasen en ellas. En adelante, del gusto y el color se encargaría la química. Hemos triturado con éxito la diversidad de la naturaleza en la prensa de nuestra simpleza. Hace unos años, así concluí mi conferencia improvisada, un campesino de este valle no consiguió vender la cosecha más sabrosa de su vida porque el tamaño y la redondez de las frutas no respondían a las normas del supermercado, se quedó sentado encima de un montón de fruta pudriéndose, habría regalado las manzanas si hubieran pasado por delante bastantes niños. Cuando un poco más tarde merendamos en un prado, algunos estudiantes sacaron de sus mochilas unas Granny Smith pulidas y brillantes, y contemplaron sus manzanas estandarizadas con una mirada de turbación. Las mordieron, y mientras masticaban quizá se preguntaron por el sabor de una manzana auténtica. Quizás en alguno que otro esa pregunta desencadenaría una persistente nostalgia… esperar más sería temerario.
El pianista me espera con impaciencia. Siempre se comporta como si le molestase mi presencia, pero cuando me retraso, mira en derredor para comprobar dónde estoy, y si le hago esperar más tiempo, pregunta enseguida a Erman, el barman, por mi whereabouts. Después de cenar, digerimos juntos el día. Soy su GPS discursivo, rebatir mi posición le permite fijar sus propias coordenadas. ¿Sientes orgullo patriótico en las Malvinas? No cede a la provocación. Las únicas mujeres guapas en esta isla olvidada de Dios, responde, son las tailandesas de la tienda de souvenirs. El pianista no ha desperdiciado con el turisteo sus treinta años a bordo de buques de crucero, ha explorado las variaciones locales de la feminidad, las mujeres de países lejanos son para él el último territorio salvaje de la Tierra (cuando estamos los dos solos, dice groserías que arrancarían un bufido furioso a la señora Morgenthau). Como todos los entendidos aprecia lo raro, lo insólito, lo peculiar. Si algún día se jubila, cosa que dudo, pues pese a su chovinismo planchado con raya a diario, alberga un secreto temor al provincianismo inglés, escanciará en su taberna habitual con tono de hombre de mundo sus experiencias ginefílicas. La playa todavía está minada, comento, dicho sea de paso. Él levanta su vaso de gin tonic, gira el posavasos con la mano izquierda y vuelve a dejar el vaso irritantemente centrado. Parece de buen humor, casi muerto de impaciencia oculta algo con lo que se propone hacerme rabiar. Cierro los ojos. A mi espalda, un tintineo. Las voces llenan vasos, los vasos rebosan, las voces enjuagan vasos, una ola ácida se agita en lo más profundo de mi estómago. Cuando vuelvo a abrir los ojos, el pianista se inclina hacia delante y dice con aire de conspirador:
—Si supieras todo lo que yace aquí, en el fondo del mar.
—¿Dinero? —conjeturo con desgana—. ¿Torpedos? ¿Pogonóforos? —No, nada de eso, barcos, enormes barcos. Y un montón de compatriotas.
—¿Compatriotas de quién?
—Tuyos.
Se reclina hacia atrás.
—Supongo que llevan ahí mucho tiempo.
—Desde la Primera Guerra Mundial.
—No me interesa nada, en mi país ha sido relegada al olvido hace mucho, nos ocupan cadáveres más frescos.
El pianista asiente como si esta réplica fuese tan previsible como la siguiente jugada en una apertura clásica.
—¿Te dice algo el nombre del almirante conde von Spee?
—No, nada, aguarda, von Spee… ¿von Spee? Cuando estudiaba viví cerca de una plaza del conde Spee.
—Seguro que era el mismo, un almirante importante.
—¿Pero lleva el «von» o no?
—Same difference. En cualquier caso uno de vuestros héroes.
—¿En qué consistieron sus hazañas heroicas?
—Cruzó dos océanos, después se presentó con su flota ante Port Stanley, se le había metido en la cabeza cortar el abastecimiento de carbón del ejército británico, aunque sabía que sus fuerzas eran muy inferiores.
La voz del pianista avanzaba zumbando, podría apartar las manos del volante, iba cuesta abajo, fácilmente, hacia el objetivo.
—Por aquel entonces Port Stanley estaba muy protegido por dos cruceros de combate, uno llamado Her Majesty's Ship INVINCIBLE y el otro Her Majesty's Ship INFLEXIBLE…
—Una advertencia tan gráfica al almirante conde von Spee es un gesto que os honra.
—Sí, pero no sirvió de nada. El almirante, desoyendo la advertencia, se empeñó en hundirse en estas aguas en compañía de dos hijos y dos mil hombres.
—Una tumba gélida. ¿Y qué pretendes decirme con esta historia?
—Para ser geólogo demuestras una impaciencia asombrosa. Antes de la batalla, la escuadra hizo escala en un puerto chileno, eso llevó tiempo, el momento de la sorpresa se fue al garete, pero no había otro remedio: el almirante quería colgar a toda costa en el pecho de sus marineros trescientas cruces de hierro.
—¿Ante las Malvinas yacen trescientas cruces de hierro?
—You're catching on.
—Qué disparate.
—Al contrario, es de lo más razonable, el previsor almirante preveía su hundimiento y quiso evitar que sus hombres se ahogasen sin condecoraciones.
El pianista estira su brazo sobre el respaldo del sofá y me mira satisfecho. Posee un notable talento para escenificar su satisfacción, chasqueando los labios y recorriendo con un índice el borde del vaso de gin tonic casi vacío.
—Cruces en el fondo, minas en la playa, lo admito, he infravalorado un poco vuestra isla.
—La próxima vez tenemos que dar un paseo juntos.
—Lo tendré en cuenta. Pero sólo si esta noche satisfaces una petición musical mía.
—Sé indulgente conmigo, por desgracia no conozco ninguna marcha fúnebre germánica.
—Por favor, jamás te pediría tanto. Estoy pensando en algo más corriente, algo que podrías tocar con la izquierda mientras con la derecha desabrochas un vestido de verano.
—Now your talking.
—En honor del almirante conde von Spee, en honor de los pingüinos de pies ligeros de la playa deseo un himno, el único himno idóneo para este momento.
—Ajá, ahora viene la capitulación.
—Por favor, toca para mí Rule, Britannia! Britannia, rule the waves!
En cada travesía la conversación recae al menos una vez sobre los cien nombres que los inuit disponen para la nieve y el hielo. Puedo confirmar, refiero, que los inuit tienen una palabra para témpano de hielo, hielo panqueque, hielo en montículos, hielo grumoso, para iceberg tabular y banco de hielo, para hielo graso, en agujas, para la masa de hielo formada por neviza, también llamada banquisa, para casquetes glaciares, permafrost, glaciación (y si respondo en inglés, menciono además growlers y bergy bits). Sin embargo, no estoy seguro de que tengan un vocablo para denominar a la pulga de la nieve.