III

S 53° 22' 5"0 61° 02' 2"

Explicar el hielo, esto fue lo que me sedujo desde el principio de esta tarea que me cayó llovida de un cielo encapotado. Mi colega Hölbl, disfrazado de mensajero de una alegre noticia, cerró su paraguas y preguntó si debía descalzarse en la entrada. Ya no sé si dijo «Tengo que comunicarte algo» o «¿Puedes hacerme un favor?», si me miró sonriente o me escudriñó inquisitivo, en el Instituto corrían los rumores de que me hundiría, sin trabajo sin matrimonio sin algo en lo que ocuparme, que me enfurecía con facilidad, os habéis fijado, ya no acepta ninguna invitación, aunque nunca fue demasiado sociable (las palabras que empiezan por «soci» siempre me han parecido sospechosas: «sociedad», un espejismo; «sociable»: un cadáver bamboleándose; «socio»: un esclavo del propio pragmatismo), se convertirá en un completo ermitaño, está a punto de derrumbarse, vaticinaban, según Hölbl, pero pese a su informe sarcásticamente animado no se podía pasar por alto que también él estaba preocupado por mí, con sinceras arrugas de preocupación, eso me conmovió y me enojó al mismo tiempo, a las innumerables personas que se matan a trabajar en faenas monótonas, con ampollas en los dedos y rasguños en el cerebro, los Hölbl de este mundo nunca les suponen decadencia intelectual. En su opinión yo estaba enfermo porque echaba de menos el hielo. Astuto como era, ese día lluvioso de otoño no se mostró conmigo terapéutico, más bien me suplicó que le ayudase a salir del apuro, se había comprometido por partida doble, había prometido una cosa sin anular otra, la habitual trampa de polígamo (Hölbl se esforzaba todo lo posible por animarme), me tentaba con todos los medios, me refirió tan prometedoramente los amoríos a bordo como si acabase de exclaustrarme del internado de un monasterio, allí era más fácil ligar que pillar un resfriado, y yo podía disfrutar despreocupadamente del asunto porque el ligue nunca toca tierra, el reposo estaba garantizado, no había estudiantes a bordo (en su afán humorístico, Hölbl no estuvo del todo a la altura de su valía), algunas conferencias, algunas excursiones a las colonias de pingüinos, con eso ya estaba listo el servicio, en conjunto un ocio lucrativo, busy working holiday, así lo llamaban a bordo, la lengua náutica la pillarás en un santiamén, la materia la sabes al dedillo, el inglés igual, tengo que ir al lavabo, mientras tanto mira estas fotos que te he traído. El tacaño había mandado hacer copias baratas, las formas eran familiares, los colores artificiales, extendí las fotos sobre la mesa baja, yuxtapuestas, superpuestas, hasta ocultar el borde de madera. Mirase donde mirase, nieve helada, estrías y surcos brillando a la luz del sol, ondulaciones cristalinas, cosas conocidas, y sin embargo contemplaba un mundo desconocido, donde los glaciares no se partían en el valle, sino en el mar, las fotografías conformaron una riqueza torneada de otro tiempo, me limpié las manos en el pantalón, cada palabra que me susurraba el agua antártica estaba helada, rocé vacilante un iceberg y dejé una huella, no está mal, ¿eh?, Hölbl, a mi lado, con sonrisa casi mordaz, no está nada mal, ¿eh?, golpeó con su diestra el respaldo del sillón, su risa explotó como un petardo. Hay momentos en los que, de buen grado o por fuerza, uno tiene que reír si no quiere perder el lenguaje común. Semanas después yo me encontraba con piernas algo temblorosas en el auditorio de un crucero, admirado por las numerosas personas que habían asistido a mi primera conferencia (primero en inglés a las 9:30, después a las 11:00 en alemán), más oyentes que en cualquiera de mis clases, el público juvenil que yo había perdido lo compensó la sobredosis de tercera edad. Esos pasajeros se sentían obligados a asimilar la Antártida, suben al barco con escasos conocimientos, ansían más información, eso me viene al pelo, pues me permite estampar mi impronta en su concepción de lo desconocido. En este viaje, que no se asemeja a ningún otro, ellos se enfrascarán en publicaciones instructivas, en lugar de devorar novelas policíacas como en otras partes, para distraerse recurren preferentemente a El peor viaje del mundo, en el cara a cara con los hielos eternos hasta los autistas culturales perciben ciertas carencias en su propio ser. Me oigo hablar y me asombro de mi tono desenvuelto, cuando África chocó contra Europa, la Antártida se deslizó hasta el más profundo sur y se congeló… Los Alpes constituyeron la zona de plegamiento. Antártida significa «opuesto a ártico», llamada así por Aristóteles, pues por razones de armonía precisaba un equivalente en el sur y en principio el hombre sólo había descubierto el hielo del norte. Un pícaro asegura que nunca confundió Ártico y Antártico, recuerden una ayuda mnemotécnica, una ayuda de pingüinos y osos, muy apropiada desde el punto de vista zoológico, porque, como todos sabemos, los pingüinos son exclusivos del Antártico y los osos polares del Ártico, y eso tiene una buena razón, pues «ártico» procede del griego clásico y significa «perteneciente a la Osa Mayor». Si ustedes recuerdan esto, les digo, nunca más volverán a confundir el norte y el sur, al contrario que todos sus amigos, que lo primero que harán es preguntarles cómo era el Ártico. No obstante, si los osos polares se extinguieran, el nombre de «ártico» ya no sería procedente, habría que cambiarlo, aceptaré gustosamente sugerencias hoy y cualquier otro día de nuestra travesía. Tranquilos, aunque ya no existiera el Ártico (y eso llegarán a verlo todos los presentes si continúan tomando sus betabloqueantes y anticoagulantes; esto no lo digo en voz alta, queda reservado a mi intimidad), el Antártico seguirá siendo durante toda la época de los humanoides la Antípoda. Algunos pasajeros ríen, otros sonríen. Juntos recorremos la historia del hielo y la roca con ayuda de una tabla cronológica en la que apenas se aprecia la presencia del homo sapiens, algunos días tengo que trabajar duro para que los pasajeros no se mareen ante tantos ceros. Ártico y Antártico, señoras y señores, hablamos de antagonismos extremos: en uno, hielo estacional, en otro tierra firme; en uno deshielo incontenible, en otro un escudo de hielo de uno a cuatro mil metros de profundidad. Uno condenado a sucumbir, otro aceptablemente protegido y todavía no perdido. Uno, espejo de nuestro poder destructivo; otro, símbolo de nuestra prudencia. Recapitulando: arriba malo, abajo bueno, arriba infierno, abajo cielo. Hablarnos, señoras y señores, de los dos polos de nuestro futuro. Me detengo más tiempo del necesario para abrir el segundo archivo de Power Point, quiero dejar tiempo para que mi drástica descripción despliegue su efecto antes de ofrecer imágenes de mis aseveraciones, corno hizo en su día Hölbl en mi mesita de tresillo, tanto da que se trate de copias baratas como de proyecciones sobre una pantalla vivamente iluminada, los paisajes helados poseen tal fuerza que el auditorio ni siquiera carraspea, todos juntos caemos en el silencio de los petreles en alta mar.

¿Se imaginaba Hölbl lo que iba a ocasionar? Quien conoce el hielo como un animal confinado en valles accesibles se sentirá subyugado por la radical libertad de la blancura sureña. Aquí la excepción es la regla. El hielo lo cubre todo salvo la roca más escarpada. Semejantes paisajes no existían ni siquiera en los sueños más audaces del crío de ocho años que en verano, junto con otros chicos del bloque, como prueba de valor sorbía agua de un charco con una pajita, hasta que una madre que miraba por una de las ventanas abiertas pegaba un grito que se estampaba en medio del charco.

—Sube —gritó mi padre sin asomarse a la ventana—. Nos vamos a las montañas.

Obedecí en el acto.

—¿Por qué llevas pantalones cortos?

—Fuera hace calor, un calor espantoso.

—Vas a pasar frío.

—¡Qué va, papá, si yo nunca tengo frío!

—Bueno, ya lo veremos…

Salimos de Mittersendling, en mi recuerdo mi padre conduce en segunda y se detiene en cada cruce. Nuestro motor funciona con buen humor. Me agito en el asiento para no perderme nada. Mi padre gorjea, imita a los pájaros, es petirrojo verderón pico picapinos.

—Tienes que actuar en la radio, papá.

—¿Con mis trinos, en el programa de canto de pájaros? Eso no hay quien lo aguante.

—No, quiero decir junto con los demás que cantan allí, una vez una canción, otra un pájaro.

—¿Y eso cómo iba a ser? Señoras y señores, la próxima pieza es el último éxito del mirlo. ¿Le arrebataré el número uno a Fred Bertelmann? Menudo rollo. Bueno, ya veremos…

Me deja bajar la ventanilla, después ya no oigo los trinos. Hace unas semanas que tenemos el escarabajo de papá, antes él tomaba el tranvía, a nosotros nos quedaba la acera. Donde no nos llevaran nuestros propios pies, no se nos había perdido nada. Cuento los coches que vienen de frente, también los que nos adelantan. Los coches rojos valen doble, ya no recuerdo por qué. Cuando papá anuncia que estamos a punto de llegar, apenas he conseguido cien puntos. No hemos viajado muy lejos, tres horas, puede que tres y media, aparcamos el coche y subimos por un sendero, y de pronto veo una pared y noto un frío inusitado para estar en plena canícula. Cuando regresamos en coche horas después, me froto con las manos la carne de gallina de los muslos, noto mis zapatos mojados y miro fijamente lo que se va perdiendo a lo lejos, te harás daño, me advierte mi padre, pero yo no quiero desistir, observo el glaciar a través de los dos cristales, una mirada a mi futuro por los prismáticos, y no desistí. Todo parece del revés, le expliqué después a mamá, es como si respirase un dragón helado. Está ahí tumbado, escupe hielo, no descansa. No creerías todo lo que hay allí, cataratas que son cuevas heladas, pero no, no son cuevas, son capillas, con el interior azul, azul como tu vestido favorito, y pulido. Cuando te sientas, resbalas de culo hacia abajo. ¿Sabes lo que me contó papá? Si uno se muere allí, el glaciar se traga su cadáver y no vuelve a escupirlo hasta que lo buscan sus nietos. En el hielo hay muchos caretos helados, dijo papá (en la universidad yo declaraba con la arrogancia del iniciado que ninguna escultura podía competir con lo esculpido por el hielo, que un día en el glaciar valía más que cien años en la pinacoteca). Hablé de mi glaciar, de mi descubrimiento, en el patio interior de casa, a los amigos, a los compañeros de colegio, a los primos y primas en el cumpleaños de la abuela en Wolfratshausen. Se lo conté hasta al abuelo. Estaba sentado en el rincón donde colgaba el crucifijo, en las ventanas de su nariz grumos negros como mocos resecos, escuchó sin moverse y finalmente dijo: Y lo que te queda por ver, hijo. Hablé y hablé hasta enronquecer, ahora vuelvo a oír mis palabras, tras un silencio, sobre todo ahora que me escuchan con atención, los pasajeros se sientan en fila, las tierras antárticas son el archivo de todos nosotros, en el hielo se conservan pequeñas burbujas de aire, de miles de años de antigüedad, como si la Tierra exhalase regularmente de su pulmón el presente, todo se conserva en esos cofrecillos naturales, cada erupción volcánica, cada eclipse solar, cada prueba nuclear, cada cambio del nivel de dióxido de carbono en el aire (cada pedo de la humanidad, suele decir Jeremy cuando estamos solos). No lo olviden, concluyo, en nuestro viaje verán abundante hielo, sentirán frío, algunos de ustedes un frío inusitado, y sin embargo no iremos más allá de la zona templada de la Antártida, permaneceremos dentro de su verano más suave. Piensen ustedes que casi ninguna región del mundo se calienta tan deprisa como la península antártica, pronto se plantarán aquí brezos, se cultivarán patatas, se apacentarán ovejas, y a partir de ese momento tampoco se tardará mucho en prensar vino antártico. Ustedes no entrarán en contacto con el frío implacable de la meseta antártica. Sólo conocerán las cimas más externas de la Antártida, and that's going to knock you flat! Largo aplauso de agradecimiento. Ojalá el colegio hubiera sido tan sólo la mitad de divertido, me felicita un hombre al salir, cuyo rostro, cuando lo escribo unas horas después, se ha desvanecido en mi memoria. Poder explicar el hielo, aunque sea dos veces al día, me reconcilia, pasajeramente, con la muerte de mi glaciar.

A mi alrededor voces despreocupadas en el soleado calor. Ricardo vigila a la entrada del restaurante junto a su pupitre, consulta su partitura y deniega con un ademán: For you we have no seat, hay menos plazas que pasajeros, lo lamenta, pero el problema era previsible. Una mujer mayor se incorpora a mi lado y me ofrece un asiento a su mesa, su marido no se siente bien y se ha quedado en el camarote. Ricardo se apresura a confesar su broma, a tranquilizar a la mujer, y a mandarme a la mesa de los guías. Algunos pasajeros me saludan con una inclinación de cabeza, a finales del viaje la mayoría me llamarán por mi nombre. Respondo amablemente a su saludo, la cortesía no me supone ningún esfuerzo, yo no desprecio a los pasajeros, aunque Paulina discrepe de mí con contumacia en este punto, sé por experiencia que las vistas de los próximos días los dejarán embelesados, pero ¿debo ignorar por eso que tampoco ellos renunciarán a su destructivo confort tras regresar a casa? Juzgas con mucha severidad a la gente, dice Paulina, como si te hubieran decepcionado personalmente. Si todas las personas fueran como tú, arguye, algunas cosas mejorarían, pero otras empeorarían. Cuando alguien le desagrada, ella dice con voz tranquila: Seguro que tiene su lado bueno, sólo que todavía no lo he descubierto. Hay que resignarse a la realidad, opina ella. En el bufé me sirvo ensalada verde y entremeses. Cuanto más cotidiano se torna este bufé frío caliente dulce, más me cuesta decidirme. En lugar de biscote y arenques en salazón, enormes bandejas llenas a rebosar, de colores tan variados como las filas de banderas de un hotel de cinco estrellas (todo gira alrededor de la comida, la maniobra de atraque puede frustrarse, la Antártida desaparecer en medio de la niebla, pero suspender una comida es inimaginable). En las primeras semanas en este crucero, mi primera experiencia naval, comí mucho, me atiborraba de platos, tras años de comidas aplazadas y tentempiés apresurados, una comida copiosa era para mí un débil consuelo, me cebaba, comía y comía, y cuanto más comía, más habría continuado comiendo con desmesura, me predije el siguiente destino, de todas las cazuelas brotaría papilla agridulce que tendría que zamparme poco a poco, hasta que no me quedara ninguna otra salida, ninguna otra salvación, más que explotar. Quien quiera librarse de esa oferta excesiva, debe refugiarse en el rigor y en la moderación. Una cucharada de maíz, una cucharada de atún, una cucharada de melón con camarones, unos tomates cortados en cuartos, algunas aceitunas negras sin hueso. Como es natural, en la mesa de los guías hay un asiento disponible para el director de la expedición. Algunos días yo preferiría comer con Paulina, pero es imposible, sólo los jefes pueden estar en contacto con los pasajeros, los cargos inferiores tienen que comer en la cantina bajo la cubierta, a algunos de ellos los pasajeros no los ven ni una sola vez durante toda la travesía. ¿Puedo citarte? El Albatros toma la sopa a cucharadas y me mira por encima de su plato inclinado. ¿Cómo dices? Esa frase tuya, «por último enmudecerá el murmullo del mar, pues ¿qué arrancaría al agua sus secretos sino el hielo?», me gustaría utilizarla.

—¿Has escuchado mi conferencia?

—El final.

—Te la regalo.

—No te preocupes, tu copyright será respetado.

—¿Copyright? ¿De qué hablas? En terra nullius no hay copyright.

—También pienso citarte en tierra firme.

El Albatros deja su plato de sopa. Dentro de mí bulle un sentimiento que antes habría denominado fraternidad. Debe su apodo a Jeremy, que es capaz de devorar cantidades ingentes de ensalada y pasa el verano en San Diego, donde proporciona al aventurero tiendas de campaña ultraligeras y mochilas asimismo ultraligeras.

—¿Alguna vez habéis perdido por los pelos un avión y después, anhelando la sensación de gozar de una predestinación existencial, habéis deseado que se estrellase?

Jeremy ha vaciado su plato de ensalada, lo que le permite almacenar nuestras reacciones en su cámara de vídeo. Ahora nos asedia para llevar su diario de navegación visual, que ha bautizado con el nombre de Turbulencias cotidianas. Beate regresa del bufé y mira, asombrada, al grupo silencioso.

—¿Calláis a mis espaldas?

—¿Te refieres, Jeremy, a uno de esos momentos en los que te aflige no ser Dios?

—¿Dios? El papel ya está adjudicado, en un mal casting, y no lo cambiarán un ápice los numerosos reestrenos.

—Yo preferiría saber dice Beate si preferiríais renacer como animales o como robots.

—A mí no me preguntes —responde nuestro ornitólogo—, a mí ya me habéis nombrado pájaro con carácter vitalicio.

«El Albatros», se le ocurrió a Jeremy un buen día sin más ni más, después de haber escuchado reiterados panegíricos al gran pájaro blanco con la mayor envergadura de todas las aves. Jeremy pronunció el nombre de un modo caprichoso, «El» a lo chicano, «Albatros» arrastrando las letras, como si las vocales hubieran levantado el vuelo. Apenas termina de comer, El Albatros congrega en derredor a los observadores de aves, igual que un gurú a su pequeña secta. Se distinguen de inmediato por los potentes prismáticos colgados al cuello, se sitúan unos junto a otros sobre la cubierta de popa al aire libre y miran concentrados hacia el exterior, coleccionan avistamientos mientras los empapa la espuma de las olas, los codos sobre la borda, los prismáticos apoyados, uno se ha apostado tras un anteojo de larga distancia, para descubrir un lifer, buscando el primer avistamiento de una skúa antártica, parecidísima a la skúa subantártica, atributo extremadamente raro. Compiten entre ellos (al parecer los observadores de aves miden en ocasiones sus capacidades ópticas pescando con la técnica del twitching), no es fácil imponerse a un viento de cara tan ambicioso, incluso El Albatros tiene contabilizado ya algún que otro descuido. Después juntan sus cabezas sobre un ejemplar de Birds of the Antarctic, los dedos se deslizan sobre las plumas, los matices suscitan discusiones cuando no aciertan a ponerse de acuerdo en qué pájaro han divisado, las denominaciones erróneas echan a perder la alegría por el avistamiento. En uno de los viajes anteriores me situé al alcance del oído de los amantes de los pájaros, esperé un rato y exclamé, muy excitado:

—Allí, allí, un albatros oscuro de manto claro (había escogido esa rara ave antes, en la biblioteca), los chiflados por los pájaros acudieron en tropel, gritando:

—¿dónde, dónde?

yo hurgaba el aire con el dedo:

—allí, allí,

y ellos inclinaban el torso hacia delante,

—ahora se ha sumergido,

y ellos clavaban la vista en las olas,

—ya no lo veo,

ellos deslizaban la vista por el agua,

—ahora ha desaparecido,

ellos no se daban fácilmente por vencidos, examinaban con ahínco el mar y el cielo,

—qué lástima, en serio, una verdadera lástima.

El Albatros preguntó, muy interesado, por la disposición del plumaje de la cabeza, por los oscurecimientos en las aguaderas, yo interpreté el papel de testigo inseguro hasta que un fulgor en la mirada me delató. El Albatros me obligó a confesar: Estoy seguro de haber visto el frente agrietado de un iceberg tabular, pero esa rara ave, no podría jurar haberla visto de verdad. El Albatros no estaba enfadado conmigo, en realidad también a él le desagradan esos pasajeros que conceden más importancia a sus listas de especies que a un solo pájaro maravilloso, a su maravilloso vuelo de horas de duración, a sus maravillosas plantas desalinizadoras del pico, a sus maravillosas aptitudes para el buceo y las artes de navegación. En lugar de eso anotan meticulosamente cada avistamiento, cada lugar, con hora y testigos, para que algún día los historiadores dispongan de pruebas abundantes para comprender la antigua extensión de las diversas especies de aves en el mundo. No, no se llegará tan lejos, los historiadores se extinguirán antes que el último pájaro.

¿Cambian las pesadillas, nuestras pesadillas colectivas? ¿El destilado de nuestras ebrias disputas? ¿Son las pesadillas de una época su expresión más sincera? En sueños, mi padre se perdía (me lo reveló un día como prueba de afecto) en una tormenta de nieve, sus pasos ciegos lo llevaban hasta una casa sin puertas ni ventanas, sin chimenea, una casa habitada, olía a vida (a rollitos de repollo, tal precisión culinaria incluían las pesadillas de mi padre), irradiaba un calor que deshelaba sus manos ateridas, y cuando acercaba el oído a la pared exterior de madera, oía voces amortiguadas. Por alto que gritase, llegó a aporrear hasta que le sangraron los puños, los moradores de la casa no le oían, o le oían y no le prestaban atención. Su instinto de supervivencia le despertaba antes de perecer ante una casa tan despiadada. Ojalá se me concediera una pesadilla similar, yo soltaría gritos de júbilo, lanzaría mi gorro al aire en el torbellino de nieve, cualquier cosa sería mejor que estar encima de una roca con un pedazo de hielo entre las manos, derritiéndose, el agua me corre por los antebrazos, corre y corre, hasta la camisa y por encima de los muslos, gotea y gotea, formando un charco entre mis piernas. Da igual el cuidado con que sostenga el hielo en las manos, sigue derritiéndose. Intento ponerlo a un lado, depositarlo sobre una roca, pero se pega a mis manos, durante muchísimo tiempo, hasta que ya no sostengo nada en las manos salvo un recuerdo húmedo. Un sueño de asqueroso sentimentalismo, con cuánta incomprensión reaccionarían a él mis colegas, Hölbl me criticaría con dureza, a ti te han jodido el sueño pero de verdad, diría. Algunas pesadillas no se le pueden confiar a nadie.