S 55° 05'0" 0 66° 39' 5"
Antes de zarpar, todos los pasajeros tienen que acreditar que están sanos (no como robles, sanos a secas), suben y bajan las escaleras, los sanos a secas utilizan el ascensor, en la cubierta 4 se ponen en fila ante el médico de Brasil, muy tieso, de uniforme, los espléndidos rizos perfectamente peinados, se pasa cada minuto libre en el gimnasio estrecho como un ataúd, heavy metal de Sáo Paulo en los oídos, la mirada fija en la salida de emergencia. Yo todavía no he logrado conversar con él. Los saludables sostienen orgullosos en las manos el justificante médico, como una entrada para un concierto que ha costado conseguir, se presentan, cambian impresiones, ya han estado aquí y allá, porque participan en todo, pero el calor, los rebeldes, por otra parte, hay tantos destinos, uno no sabe adónde ir a continuación, primero hay que superar esta aventura. Respecto al tema que nos ocupa, están todos sanos, y quizás a pocos latidos del infarto.
Zarpamos con las últimas luces del día. Nadie saluda, ni des-de el muelle ni desde la cubierta. Es una despedida casual. En Ushuaia no queda apenas nadie a quien echar de menos. Yo disfruto manteniéndome en la cubierta superior, cavilando sobre las siluetas. Las puestas de sol me dan grima, reducen la variedad a un golpe de efecto. Nadie me habla, los viajeros todavía no me conocen, la presentación de los guías y del director de expedición no tendrá lugar hasta mañana después del desayuno. Hemos zarpado sin fanfarrias, navegamos con rumbo este por el canal de Beagle a una velocidad de unos siete nudos, según mis cálculos, que, tras algunas temporadas a bordo, son bastante exactos. Mirad allí, grita un pasajero, esa roca de ahí, parece que la montaña tenga unos abdominales de tableta. El grupo tamborilea sus risas en el crepúsculo. Ya empezamos, la reducción de la naturaleza ante las videocámaras en funcionamiento. Me retiro al costado de babor. ¡Alto, no huyas! El pianista viene derecho hacia mí, con un careto que destaca en la oscuridad, un rostro que hace aguas bajo una serie de luces de colores. Permítame que le presente, señora Morgenthau, este es nuestro nuevo jefe de expedición, un caballero modélico (el pianista es británico), seguro que responderá a sus preguntas satisfactoriamente, el jefe de expedición puede responder satisfactoriamente a cualquier pregunta (el pianista está considerado un great wit).
—Es muy amable por su parte, muy amable, porque me preguntaba si esa montaña que se yergue ahí tan dramáticamente, ¿seguro que tiene nombre, no?
—Mount Misery —le contesto con corrección geográfica, y la americana me mira como si estuviera a punto de probar mi mentira. El pianista exhibe una sonrisa sardónica, su guasa se ha desatado.
—No vacile en preguntar durante el viaje al jefe de la expedición todo lo que desee saber, y siempre que lo necesite, me encontrará actuando en el concierto vespertino a petición de los oyentes, en otras ocasiones toco para mí, ya lo oirá usted.
—Las personas, prosigo, que habitaban antaño en esta región, eran nómadas acuáticos, contaban con numerosos nombres para las montañas, los ríos, los bosques, disponían de un rico vocabulario para nombrar lo que les rodeaba sin querer apoderarse de ello. Por ejemplo a este estrecho lo llamaban «el agua que atraviesa el crepúsculo».
—Y la isla ante la que vamos a pasar enseguida, ya sabes a cuál me refiero, tiene un nombre la mar de exquisito, ¿verdad?
El pianista pregunta conociendo la respuesta, aunque aparentemente muestra confusión. Le haré el favor.
—Se llama Fury Island.
Otra mirada de incredulidad.
—Sí, exacto, Fury Island, ya lo había olvidado. Vamos, señora, dejemos de molestar a nuestro nuevo jefe de expedición, sin embargo he de comunicarle, no sea que se entere usted de ello más tarde de fuentes poco fiables, que en plena noche, cuando todos estemos dormidos, como troncos espero, nuestro barco pasará delante de Last Hope Bay.
La risa del pianista sube de tono y desaparece como las emanaciones de un tubo de escape.
Esa primera noche el turno de Paulina termina antes de medianoche. Los viajeros todavía no han tenido tiempo de conocerse, los bebedores habituales y cierrabares abandonan temprano el bistró y el bar, Paulina impone las last orders, conduce cortésmente a un viejo americano a su cama, se alegra de que nuestra cabina sea más espaciosa (como corresponde al cargo de jefe de expedición), de verme, no hemos podido celebrar el reencuentro hasta ahora. He ascendido a la cubierta 6, con la élite de mandos del barco, puerta con puerta con el primer oficial y el oficial de navegación, cerca del puente, antes, cuando entré en el pasillo, choqué inesperadamente con el capitán, su oficina y refugio se encuentra casi enfrente, unas puertas más allá. The captain is in striking distance, hago saber a Paulina. Y ella ríe, don't hurt him, nos hacemos reír mutuamente, una y otra vez, siempre me asombra, antes me consideraban un aguafiestas, y no les faltaba razón: yo encontraba detestables las paridas de los demás, los oía soltar risitas y cacarear, pero nunca reír, a mi excostilla le entraba la risa boba alguna noche, una hilaridad estúpida, sonora y cargante, nunca sabía a verdadera alegría. A diferencia de Paulina, que logra arrastrarme a la risa, desnudarme, como si la desnudez fuese el fundamento del buen humor. Su libido se agazapa cerca de la risa.
Cuando se lleva tanto tiempo sin estar juntos, el redescubrimiento sucede a la conquista, ahora ella yace a mi lado, los pies cruzados, el sexo abombado, y cuchichea, el sonido humano más tranquilizador que conozco, escucho el murmullo, suceden tantas cosas durante los meses que no nos vemos, una catarata de acontecimientos, las consecuencias de la erupción del Mayón, el labio leporino operado de un niño vecino, la masacre de algunas docenas de periodistas en la isla vecina, el viejo pescador que se voló la mano derecha, la ceguera de la madre, el embrutecimiento del hermano, la infertilidad de la hermana, la lujuria del cura, que fue sorprendido tras la misa en el presbiterio, su sotana echada sobre la espalda de la viuda receptiva, y el resto de la narración se ahoga en risas. ¿De qué podía informarla yo? De las visitas semanales a mi padre, que echa espumarajos de rabia a todo el que se esfuerza por él, al enfermero, al médico, al cocinero, a cada una de sus conocidos de la residencia de ancianos (desde finales de la última guerra ya no tiene ningún amigo) e incluso al taxista que le lleva una vez por semana al cementerio para cerciorarse de que tiene su lugar al lado de mi madre, fallecida hace mucho tiempo, el peacito de tierra que, por lo visto, le alegra. Cuando me separé de mi instituto y mi mujer de mí, lo invité a mudarse a mi casa, al dormitorio profundamente vacío de Helene; su voz poderosa me despertó alguna noche a las tres de la mañana: con una vela en la mano arrastraba los pies por el pasillo gritando a cada sombra que proyectaba su mano temblorosa: ¡Yo también soy un hereje! Esto duraba hasta que se tranquilizaba, a veces al amanecer, nunca me reveló de qué reproche se defendía. Mi padre fue considerado siempre un cabeza cuadrada, un inconformista, un follonero. Era una cómoda reputación. Daba un puñetazo en la mesa, sin moverla jamás. Gritaba, pero no mordía. Ahora que sus fuerzas se agotan, su carácter pendenciero se va agostando hasta convertirse en una tos irritante. ¿He de agobiar a Paulina contándole que mi padre ha dejado escapar el momento adecuado para morir? Prefiero refugiarme en sus historias, son menos tristes que la mía.
Paulina y yo compartimos cabina durante unos meses al año, habitamos juntos este barco, con una separación posterior de más de medio año, nos perdemos de vista, a mí ni siquiera me molestaría que durante ese tiempo se enrollase con el comercial de Coca-Cola de Legazpi City (él la ronda, incansable, pero sólo le ofrece el estatus de amante). Con ella me pasa lo mismo que al viejo Amundsen con el sol, me alegro de volver a verla, aunque la mía no ha sido una añoranza dolorosa. Hemos intentado acortar esa distancia. Ella vino a visitarme después de la primera temporada en el hielo eterno, no funcionó, un vecino me felicitó por mi «captura», otro le preguntó si no desearía limpiar también su casa. Paulina no comprendía por qué yo no tenía coche, aunque podía permitírmelo, una carencia que en el transcurso de un fastidioso abril pasado por agua se dejó notar con insistencia, la región sólo era soportable desde el Zugspitze (por primera vez me senté en el teleférico; no conseguí convencer a Paulina de acometer el descenso a pie), agrisábamos los días, estábamos hartos de escucharnos, nuestro deseo se desvaneció más deprisa que el tiempo. También mi tournée en Luzón supuso un desencuentro, casi de la noche a la mañana ella se convirtió en una ruedecita del engranaje, ya no era Paulina, sino la hija mayor, la hermana acomodada y yo un souvenir de países lejanos que uno se trae a casa para exponerlo con orgullo, hasta que el re-galo pierde su valor de novedad, estorba, es trasladado de un rincón a otro hasta que acaba siendo relegado al olvido, pero yo no quise esperar tanto tiempo, así que me subí a un autobús en la plaza mayor que ostentaba el prometedor nombre de Inland Trailways, recorrí el país, buscando en cada rostro una huella de Paulina, pero sólo hallé extraños. Cuando volé a casa, todos en el aeropuerto llevaban mascarilla, máscaras idolátricas.
Al final del verano septentrional volvemos a encontrarnos en el sur más remoto, felices y juntos. Estamos hechos el uno para el otro, en la Antártida. Paulina es una bendición que ya no me tendría que haber tocado vivir.
Un pasajero que viaja de nuevo con nosotros preguntó al capitán durante la primera cena cómo resultó el balance del hielo en la última temporada. Nunca he visto tantos bancos de hielo como al comienzo de la temporada, contesta el capitán, ni tanto verdor como al final de la temporada.