S 54°49'1" O 68°19'5"
No hay peor pesadilla que no poder salvarse ni siquiera estando despierto.
Llegamos juntos, como la víspera de cada partida, a uno de los cuchitriles de Ushuaia, subiendo la cuesta, alejados de las calles transitadas, nos encontramos con la hora en que el último rayo de luz se extingue en el cielo más profundo. Apretujados en una de las alargadas mesas de madera, sentimos cierta solemnidad tras medio año de separación, nos sirve un hombre viejo, sin pinta de temerario, aunque en una despedida me confió que le reconfortaría no sentir la necesidad de clavarse un cuchillo en la mano. La oferta del viejo es escasa, pero cuesta una miseria, a mí me basta con tener un vaso en la mano, rodeado por la amplia sonrisa de reencuentro de los filipinos, que constituyen el diligente grueso de la tripulación. Ellos anticipan su laboriosidad, cada día adicional de paga a bordo los aproxima más a una vida doméstica, a la sombra protectora de una gran familia, y aportan una asombrosa ligereza a la jornada laboral. Los filipinos continuarán siendo un enigma para mí. Ushuaia no puede menoscabar un ápice su estado de ánimo, tampoco los recuerdos palpitantes ni el eco de las batallas, son sordos a esa frecuencia, eso forma parte de la herencia europea, estigmas del hombre blanco. Se dejan llevar por este lugar, como por el resto de los lugares profanados por nuestra expedición (qué palabra tan arrogante procedente de la liturgia de los prospectos publicitarios), apenas parecen tocar el suelo cuando por algún motivo pisan tierra. Eso nos separa, no tenemos un pasado común: lo que a mí me paraliza, a ellos parece resucitarlos. Por lo demás se los maneja con facilidad, como pregona hasta la exageración el director de hostelería a bordo (y con eso quiere decir: con mucha más facilidad que a los díscolos chinos), como si él en persona los hubiera adiestrado tan laboriosos tan pacientes tan dóciles. Esa solicitud me molestaría si no fuera por Paulina, que acaso en este momento se ocupe de personalizar nuestro camarote con una flor artificial y un sinnúmero de fotografías, toda la parentela, en primer plano las numerosas abuelas sentadas en sillones sacados al jardín, la mimbre rota en varios lugares, detrás, muy derechas, las hijas e hijos, fieles todos ellos, salvo uno que se largó en secreto, se rumorea que pica verdura en un restaurante de Nueva York. Brindo por los compatriotas de Paulina, mecánicos, cocineros, patrones de lancha y el maître Ricardo, tan discreto como una maleta envuelta en plástico transparente, pero atento, su poder se manifestará en el transcurso del viaje, todos los pasajeros lo conocerán y alguno que otro le estimará (Howzit Mr. Iceberger, me enseña el pulgar vuelto hacia arriba, esforzándose siempre por desterrar profilácticamente los malentendidos). Es una visión divina ver a los millonarios del hemisferio norte haciendo cola ante su pupitre, doblando complacientes la cerviz y manifestándole gratitud por la mesa deseada, situada a estribor y con vista de palco a témpanos de hielos y leopardos marinos, con sobres que le pasan a escondidas. Los ricos, lo he comprendido durante los últimos años en alta mar, están dispuestos a pagar sumas considerables por pequeños privilegios, eso los excluye de la masa, alimenta el optimismo de Ricardo y financia la construcción de su pensión en Romblón. Los leopardos marinos, focas y pingüinos le interesan tan poco como los glaciares o los icebergs, él aprovecha cualquier ocasión favorable, what a view, fantastic, fantastic, take your seats, esboza una amplia sonrisa, haciendo alarde de sus dientes, él intercalaría la misma cantidad de fantastics si hubiera gente dispuesta a pagar por un lugar en la tribuna de un vertedero de basura, nuestro maître se guía únicamente por criterios de rentabilidad. Siempre que nos sentamos en grupo, coquetea con la rubia de las ballenas sentada a su izquierda, pule sus running gags como si fueran uñas, escucharé tu conferencia one of these days, de veras, quiero entender a esos peces desde que los vi desde el restaurante escupiendo al aire, la verdad es que son muy hermosos, pero él se pregunta cómo es posible que beautiful Beate ame a las ballenas más que a las personas, por lo que en una de sus próximas conferencias se sentará en primera fila y anotará cada una de sus palabras, lo promete antes de cada partida, sentado a nuestra mesa de madera alargada llena de toscas muescas, this time, swear to heaven, la mujer de las ballenas le pellizca en el brazo, habla inglés con acento alemán, alemán con reminiscencias españolas, y español con deje chileno. Y sin embargo la education cetacean de Ricardo se quedará en nada. Lo que es seguro es que al final del viaje hará la ronda con un gorro de cocinero en la mano y recogerá las propinas para los hombres de la cocina, mientras estos se alinean ante el bufé curvo para cantar juntos una canción, en tagalo. Suena como el himno al criado desconocido y cosecha siempre un aplauso atronador.
Ante la mesa se han congregado también los guías del MS HANSEN, instructores de turistas, dicho con otras palabras, lo que yo había sido durante tres años, hasta que ayer, a mi llegada, el capitán me mandó llamar para comunicarme que el director de la expedición había sido ingresado de urgencia en un hospital de Buenos Aires, sospechoso de padecer gripe porcina, y que bajo ninguna circunstancia podría unirse a nosotros en esta etapa, en el mejor de los casos lo recogeríamos en el canal de Beagle, hasta entonces había que sustituirlo, y él creía que yo poseía la competencia necesaria, que era un técnico, un hombre comprometido, listo (aunque en ocasiones también me pasaba de la raya, añadió su mirada), y además contaba con bastante experiencia a bordo. No quise darle ni quitarle la razón, de modo que tomé la carpeta con las instrucciones. Desde ahora pasaré mucho tiempo junto a la radio y al sistema de megafonía para informar a los pasajeros del tiempo, de la ruta, del próximo destino. Cada uno de nosotros, los guías, posee conocimientos muy especializados de Oceanografía, Biología, Climatología o Geología; cada uno de nosotros sabe hablar de manera amena e instructiva de animales nubes rocas; cada uno de nosotros es a su modo un extraño fugitivo, we're nowhere people, esta expresión la acuñó El Albatros, nuestro ornitólogo uruguayo. Me saluda con una inclinación de cabeza, Mr. Iceberger, él también me llama así, algunos aún no han utilizado nunca mi nombre de pila, Zeno, otros no saben cómo pronunciarlo, si Zen-oo o Ze-no o Seij-no (en boca de Jeremy, nuestro cachorro californiano, que casi podría ser mi nieto). Estos son detalles nimios a los que no concedo la menor relevancia; me ronda la sospecha de que los colegas disfrazan con este apodo su convicción de que soy un tipo raro. Es curioso que personas apasionadas te consideren demasiado vehemente.
Beate estuvo durante el día con un grupo de pasajeros en el Parque Nacional, donde las veredas serpentean a lo largo de las bahías, los rayos del sol caen oblicuos y como mariposas sobre ciertas hojas, todos nosotros hemos practicado alguna vez el cómodo paseo por la selva patagónica, pero este año se ha inaugurado una nueva senda, y Beate, la concienzuda, no quisiera verse en apuros por saber menos que uno de los turistas, aunque se trate de una senda punteada hacia una ensenada más. Por eso ella, como ha contado con todo lujo de detalles, viajó en uno de los autobuses numerados del 1 al 5, pasando por el campo de golf más meridional del mundo, más allá del final de la carretera Panamericana, hasta un gran aparcamiento apisonado, del tamaño de dos campos de maniobras militares en el que los aliens aterrizan en la naturaleza, desde el que se desciende a la senda por una pequeña escala de madera lacada. ¿Cuántas ballenas viste?, pregunta Ricardo en broma. Una, contesta Beate. ¿Una ballena, cómo es posible? ¿Un animal solitario? ¿Un ejemplar joven? Una ballena varada, contesta Beate, un animal de piedra, está en tierra, criando musgo, los niños pueden montarse en ella. Se detiene. Es como un memento mori. Alarga la pausa. Tan maciza, como si fuera perdurable. La nueva senda está dotada de un cubo de basura y un banco para sentarse cada doscientos metros, papelera banco papelera banco, así te deslizas sigilosamente por el bosque. Nuestro guía, refiere Beate, era un asqueroso con botas altas, un porteño, que ansiaba pasar el verano en el frescor del sur, lo que no sabía lo suplía con su falsete, a los aborígenes los tachaba de animales salvajes, ni siquiera los llamaba por su nombre, los insultaba tildándolos de comehierbas, contaba chistes estúpidos, sabemos poco de ellos, dijo, eran muy tímidos, apenas veían a una persona se iban con el rabo entre las piernas, si querías acercarte a ellos, se alejaban deprisa, como puercoespines, ocultándose en lo más profundo de la maleza o enterrándose en la tierra, cual mofetas. No pude menos que aleccionarlo delante de los pasajeros, las personas que vivieron antaño en esta selva se llamaban Yah-gan. Yah-gan, repitió la palabra como si tuviera que cascarla, el nombre le pega a un pueblo primitivo como un puñetazo al ojo, suena exótica, como una especie rara de araña. ¿He mencionado sus botas? Dejaban profundas huellas, un nombre, el del fabricante, creo, quedaba grabado a cada paso en la tierra húmeda. ¿Puede explicarme alguno de vosotros cómo ha surgido esa curiosa expresión: «pueblo primitivo»? Beate enmudece, y de pronto todos los integrantes del grupo callan, como obedeciendo a una serial secreta. No todos han oído la pregunta, la respuesta se difundirá por toda la mesa. Porque los exterminamos, contesto en voz alta. Por-que destruimos todo lo que se pone de parte de la naturaleza. Nosotros honramos a los extinguidos, exponemos sus máscaras y retratos en sepia, nos ocupamos abnegadamente de aquellos a quienes exterminamos. Se levantan voces de queja entre los guías, here he goes again, ellos esperan una de mis salidas de tono, ya han tenido que soportar varias veces mis ataques de cólera, saben por experiencia que cuando Mr. Iceberger empieza apodíctico, termina apocalíptico. Es nuestra primera noche, me muerdo la lengua y callo mientras a mi alrededor comienzan a surgir otras conversaciones.
Soy el único que se queda con el viejo que ha servido la mesa en silencio durante toda la velada. Esto se ha convertido en una costumbre para nosotros, desde la primera vez que lo vi. Yo había dejado mi cámara sobre uno de los bancos de madera de su taberna y tuve que regresar atravesando el frío, luchando con el viento, entré congelado, el viejo estaba solo, recogiendo, tuvo que servirme todavía algo para entonarme, me enzarzó en una conversación que al principio nos hizo sentirnos todavía más extraños, y después, frase a frase, vaso de aguardiente tras vaso de aguardiente, fuimos quitándonos la coraza de rabia hasta que nuestras heridas quedaron a la vista. Desde entonces nuestra sintonía mutua ya no cedió. Él limpia tranquilo las mesas de madera con movimientos circulares, las venas como grietas de hielo en el dorso de sus manos, la piel en muchas zonas marrón como el hígado. Maldice con furia implacable haber nacido crecido envejecido en esta Ushuaia que desde tiempos remotos tiene una edificación precaria, provisional, donde todas las tiendas se llaman Finisterre y lucen pingüinos en cada delantal, en ese rincón del mundo que no tiene compasión de nadie, ni de los vagabundos que antaño caminaban descalzos sobre espinos hasta que fueron asesinados por buscadores de fortuna y deportados, ni de los desterrados con pesadas cadenas, a los que la nostalgia de la huida les rasgaba cada vez más profundamente su carne, ni de sus descendientes, que se humillan ante los turistas como si quisieran recoger los pegotes de barro seco bajo sus suelas, como si la tierra de Tierra del Fuego contuviera todavía oro en polvo. ¿Mejora un lugar cuando la gente se traslada allí voluntariamente? ¿Calienta la turba empapada en sangre si se quema en las estufas nativas? El viejo desaparece un instante y regresa con dos vasitos panzudos. El contenido huele a vainilla y quema bien en el gaznate. El viejo no para de moverse, del mostrador a las mesas, entre éstas, como si en cada lugar hubiera algo que recoger. Lo sigo hasta la ventana, las escasas farolas de la calle se difuminan en la llovizna hasta convertirse en surcos de brillo mortecino. Nos entregamos a los sonidos lejanos. De pronto retorna la palabra.
—De niño, por la tarde, me sentaba delante de nuestra casa, esta casa de ahora era por entonces nuestro barracón, y miraba hacia abajo, a la ciudad. Cuando las nubes estaban bajas, me imaginaba que la calle se fundía con la niebla. Corría calle abajo, esperanzado; siempre terminaba en la mugre del puerto.
Nos sentamos por primera vez, hasta entonces nuestras conversaciones se habían desarrollado entre una mesa y la puerta, ahora él vuelve a llenar los vasos, como si tuviéramos existencias de sobra. Sus comentarios son puntos entre largas frases de silencio:
—En estas tierras al que se levanta en vida lo castigan con un tiro en la nuca.
—Recordábamos a mi abuelo asesinado en temeroso silencio.
—Mi madre me previno contra los uniformados igual que otras madres previenen a sus hijos de los perros mordedores.
De pronto se vuelve hacia mí y me habla mirándome a los ojos.
—Tú vuelves a viajar con ellos y aguantas todo. Deshonras tu propio santuario.
Se frota la cara, la barba, con la mano.
—Te he observado. Eres pura palabrería. Tu indignación, un pedo. Sueltas aire, buscas siempre camorra, pero aparte de eso eres igual que todos los demás, no, peor todavía, tú sabes a qué me refiero y vendes tu conocimiento por dinero.
No le contradigo y eso aviva aún más su furia.
—Todo el que acepta lo evitable, es un infame A continuación me señala la pesada puerta.
Como si estuviera unido a una morrena. Esta es mi pesadilla de cada noche.
Los pasajeros subirán a bordo mañana. Día 1: Embarque. Una jornada como cualquier otra. Aún no hemos zarpado. La inminente partida me sume en la inquietud, no soy un marino de pura cepa, al contrario, antes de que me expulsasen mi hogar eran las montañas. Vi por vez primera el mar en la terminación de un glaciar, la punta de su lengua casi lamía la playa, el arroyo del glaciar se adelantaba corriendo, yo tenía veintipocos años y era confiado, tan confiado que me perdí deliberadamente en la selva entre la playa y el glaciar. Hoy se burla de mí la lengua fantasmal del derretido, estoy indefenso contra los súbditos de la pesadilla. Paulina duerme, ella se duerme deprisa, y más aún si hemos hecho el amor. Mañana partimos. Otro viaje. Mi cuarto año.
Está escrito.
Buscamos consuelo en frases degradantes como ésta. Nada está escrito; es escrito. Por cada uno de nosotros. Al igual que cada cual contribuye con su óbolo a todas las ruinas envenenadas del mundo. De ahí este cuaderno de apuntes, de ahí mi decisión de consignar los acontecimientos, lo que sucederá. Me convierto en portavoz de mi propia conciencia. Algo tiene que suceder. Ya es hora.