No existía el tiempo dentro del Túmulo, sólo sombra y fuego, luz sin fuente, e interminables miedo y frustración. Desde donde estaba, atrapado en la red de su propio artificio, Cuervo podía discernir una docena de monstruos de la Dominación. Podía ver hombres y bestias depositados allí en la época de la Rosa Blanca para impedir que aquellas malignidades escaparan. Podía ver la silueta del hechicero Bomanz delineada contra el congelado fuego de un dragón. El viejo hechicero se esforzaba aún en dar un paso más hacia el corazón del Gran Túmulo. ¿No sabía que había fracasado hacía generaciones?

Cuervo se preguntó cuánto tiempo llevaba atrapado. ¿Habían conseguido sus mensajes llegar a su destino? ¿Acudiría algún tipo de ayuda? ¿Estaba simplemente marcando el tiempo hasta que estallara la oscuridad?

Si había un reloj que marcara el tiempo, era la creciente inquietud de aquellos seres puestos como guardianes contra la oscuridad. El río mordía el terreno cada vez más cerca. No había nada que ellos pudieran hacer. No había forma para ellos de apelar a la ira del mundo.

Cuervo pensó que hubiera podido hacer las cosas de una forma distinta si hubiera estado a cargo de todo en aquel momento.

Recordó vagamente el paso de algunas cosas cerca, sombras como él mismo. Pero no sabía cuánto tiempo hacía de ello, o siquiera quiénes eran. El mundo tenía un aspecto completamente distinto desde esta perspectiva.

Nunca se había sentido tan impotente, tan asustado. No le gustaba la sensación. Siempre había sido dueño de su destino, sin depender de nadie…

En aquel mundo no podía hacer nada excepto pensar. Demasiadas veces, demasiado a menudo, sus pensamientos regresaban a lo que significaba ser Cuervo, las cosas que Cuervo había hecho y no había hecho y hubiera debido hacer de forma diferente. Había tiempo para identificar y al menos enfrentarse a todos los miedos y dolores y debilidades interiores del hombre, todos los cuales habían creado la máscara de hielo y hierro y osadía que había presentado al mundo. Todas esas cosas que le habían costado todo lo que había valorado en su vida y que lo habían empujado a los colmillos de la muerte una y otra vez, como un autocastigo.

Demasiado tarde. Muy demasiado tarde.

Cuando sus pensamientos se aclararon y coagularon y alcanzó este punto, envió chillidos de ira que resonaron por todo el mundo del espíritu. Y aquellos que lo rodeaban y que lo odiaban por lo que podía haber desencadenado rieron y gozaron de su tormento.