Estaba nervioso. Tenía problemas para dormir. Los días se deslizaban uno tras otro. Allá en el oeste, el Gran Trágico estaba devorando sus orillas. Un monstruo de cuatro patas estaba corriendo hacia su señor con noticias de que había sido descubierto. Linda y la Dama no estaban haciendo nada.
Cuervo permanecía atrapado. Bomanz permanecía atrapado en los largos fuegos que había atraído sobre su cabeza. El fin del mundo estaba cada vez más cerca. Y nadie estaba haciendo nada.
Completé mis traducciones. Y no averigüé nada que no supiera de antes. Parecía. Aunque Silencioso, Goblin y Un Ojo no dejaban de trastear con cuadros de nombres y referencias cruzadas, buscando esquemas. La Dama miraba por encima de sus hombros con más frecuencia que yo. Yo trasteaba con estos Anales. Me preocupaba cómo redactar una petición para la devolución de aquéllos que había perdido en el Puente de la Reina. Estaba nervioso. Me volvía más y más desagradable. La gente empezaba a irritarse conmigo. Empecé a dar paseos a la luz de la luna para quemar mi energía nerviosa.
Una noche, la luna estaba llena, una gran vejiga naranja que estaba escalando las colinas al este. Un gran espectáculo, en especial con una patrulla de mantas cruzando su faz. Por alguna razón el desierto tenía una luminiscencia lila en sus bordes. El aire era helado. Había un polvo finísimo girando en la brisa, caído aquella tarde. Una tormenta de cambio parpadeaba muy lejos al norte…
Un menhir apareció a mi lado. Di un salto de un metro.
—¿Forasteros en la Llanura, roca? —pregunté.
—No hay más forastero que tú, Matasanos.
—Estaba bromeando. ¿Deseas algo?
—No. El Padre de los árboles te desea a ti.
—¿De veras? Ya nos veremos. —Con el corazón martilleando, me encaminé hacia el Agujero.
Otro menhir me bloqueó el camino.
—Está bien. Puesto que insistís. —Fingiendo valor, me encaminé arroyo arriba.
De no hacerlo me hubieran conducido. Mejor aceptar lo inevitable. Menos humillación.
El viento era cortante alrededor del área yerma, pero cuando crucé el límite era como si entrara en el verano. Ningún viento en absoluto, aunque el viejo árbol estaba tintineando. Y el calor era como el de un horno.
La luna se había alzado lo suficiente para inundar el área yerma con una luz ahora plateada. Me acerqué al árbol. Mi mirada se posó en aquella mano y antebrazo, aún asomando, aún aferrando una raíz, aún, parecía, traicionando alguna ocasional y débil crispación. La raíz, sin embargo, había crecido, y parecía estar envolviendo la mano, como un árbol usado como poste eléctrico envolverá un cable atado a él. Me detuve a metro y medio del árbol.
—Acércate más —dijo el árbol. Con voz clara. En un tono y volumen coloquial.
—¡Hey! —dije, y busqué alguna salida.
Algo así como dos muchimillones de menhires rodeaban el área yerma. ¿Quién pensaba en echar a correr?
—Quédate quieto, efímero.
Mis pies se quedaron clavados en el suelo. Efímero, ¿eh?
—Pediste ayuda. Exigiste ayuda. Gimoteaste y suplicaste y mendigaste ayuda. Quédate quieto y acéptala. Acércate más.
—Lo reconsideraste. —Di dos pasos. Otro se hubiera subido a sus ramas.
—Lo he reconsiderado, sí. Esta cosa que teméis vosotros los efímeros, bajo el suelo tan lejos de aquí, sería un peligro para mis criaturas si se alzara. No capto ninguna fuerza significativa en aquéllos que se le resisten. En consecuencia…
Lamentaba interrumpir, pero simplemente tuve que gritar. Entiendan, algo me había agarrado por el tobillo. Estaba apretando tan fuerte que sentí crujir los huesos. Como si los estuvieran aplastando. Lo siento, viejo.
El universo se volvió azul. Rodé en un huracán de furia. Los relámpagos rugieron en las ramas del Padre Árbol. El trueno rodó por el desierto. Grité un poco más.
Rayos azules martillearon a mi alrededor, crispándome casi tanto como mi atormentador. Pero al final la mano me soltó.
Intenté echar a correr.
Un paso, y caí de bruces. Seguí adelante, arrastrándome, mientras el Padre Árbol se disculpaba e intentaba llamarme de vuelta.
Y un infierno. Me arrastraría a través de los menhires si era necesario…
Mi mente se llenó con un sueño vigil. El Padre Árbol me transmitió un mensaje directo. Luego el suelo quedó quieto, excepto el susurrar de los menhires al desaparecer.
Una gran conmoción en la dirección del Agujero. Toda una multitud salió para averiguar la causa del estrépito. Silencioso fue el primero en llegar a mi lado.
—Un Ojo —dije—. Necesito a Un Ojo. —Es el único además de mí con formación médica. Y contrariamente a lo que parece, puedo contar con él para recibir instrucciones médicas.
Un Ojo se presentó al momento, junto con veinte más. La guardia había reaccionado rápidamente.
—El tobillo —le dije—. Quizás aplastado. Que alguien traiga una luz aquí. Y una maldita pala.
—¿Una pala? ¿Se te ha ido la sesera? —preguntó Un Ojo.
—Simplemente tráela. Y haz algo con el dolor.
Elmo se materializó, abrochándose todavía hebillas.
—¿Qué ha ocurrido, Matasanos?
—El Viejo Árbol quería hablar. Hizo que las rocas me trajeran hasta él. Dice que quiere ayudarnos. Sólo que mientras yo estaba escuchando, esa mano me agarró. Como si quisiera arrancarme el pie. El colmo sería que el árbol hubiera dicho: «Deja de hacer eso. No es educado».
—Córtale la lengua después de que le hayas arreglado la pierna —le dijo Elmo a Un Ojo—. ¿Qué es lo que quería, Matasanos?
—¿Has perdido las orejas? Ayudar con el Dominador. Dijo que lo había reconsiderado. Decidió que era bueno para sus intereses mantener al Dominador bajo tierra. Echadme una mano.
Los esfuerzos de Un Ojo estaban dando resultado. Había aplicado uno de sus potingues malolientes de la jungla a mi tobillo —ya se había hinchado hasta tres veces su tamaño normal— y el dolor estaba menguando.
Elmo sacudió la cabeza.
Dije:
—Romperé vuestras malditas patas si no me ayudáis. —Así que él y Silencioso me sujetaron y sostuvieron mí peso—. Traed las palas —dije. Aparecieron media docena. Eran simples herramientas para abrir trincheras, no auténticas herramientas de cavar—. Vosotros, chicos, si insistís en ayudar, llevadme de vuelta al árbol.
Elmo gruñó. Por un momento pensé que Silencioso iba a decir algo. Le miré expectante, sonriendo. Llevaba aguardando veintitantos años.
No hubo suerte.
Fuera cual fuese el voto que había hecho, fuera lo que fuese lo que le había impulsado a abstenerse de hablar, había puesto una cerradura de acero en su boca. Le he visto tan irritado que mascaría clavos, tan excitado como para perder el control de sus esfínteres, pero nada ha sacudido nunca su resolución contra hablar.
Todavía había destellos azules en las ramas del árbol. Las hojas tintineaban. La luz de la luna y la de las antorchas se mezclaba para formar extrañas sombras que los destellos enviaban danzando…
—Rodeadlo; al otro lado —dije a mis esclavos. No lo había visto, de modo que tenía que estar al otro lado del tronco.
Ajá. Allí estaba, a unos seis metros de la base del árbol. Un retoño joven, de poco menos de dos metros de alto.
Un Ojo, Silencioso, Goblin, todos los demás, miraron y abrieron la boca como monos asombrados. Pero no Elmo.
—Traed unos cuantos cubos de agua y empapad bien el suelo —dijo—. Y buscad una manta vieja que podamos enrollar alrededor de las raíces y la tierra que salga con ellas.
Lo había captado de inmediato. Maldito granjero.
—Llevadme abajo —dije—. Quiero ver yo mismo este tobillo, con mejor luz.
De regreso, con Elmo y Silencioso sosteniéndome, nos encontramos con la Dama. Hizo una actuación convenientemente solícita, atareándose a mi alrededor. Tuve que soportar un montón de sonrisas insinuantes.
Sólo Linda conocía la verdad. Con quizás alguna ligera sospecha por parte de Silencioso.