Hubo sueños. Interminables, horribles sueños. Algún día, si vivo lo suficiente, si sobrevivo a lo que aún está por venir, puede que los cuente, porque eran la historia de un dios que es un árbol, y de la cosa que sus raíces retienen…
No. Creo que no. Contar una vida de lucha y de horror es suficiente. Y ésta sigue.
La Dama fue la primera que se agitó. Tendió una mano, me pellizcó. El dolor despertó mis nervios. Jadeó, en una voz tan suave que apenas la oí.
—Levántate. Ayúdame. Tenemos que mover su Rosa Blanca.
Aquello no tenía sentido.
—La nada.
Yo estaba temblando. Pensé que era una reacción a lo que fuera que me había derribado.
—La cosa de debajo es de este mundo. El árbol no.
No era yo quien temblaba. Era el suelo. Tan suave pero tan rápido. Y entonces fui consciente de un sonido. Algo muy lejano y muy profundo.
Empecé a hacerme a la idea.
El miedo es un motivador infernal. Conseguí ponerme en pie. Allá arriba, el tintinear del Viejo Padre Árbol se había convertido en un batir enloquecedor. Había pánico en el sonido de sus ramas.
La Dama se levantó también. Nos tambaleamos hacia Linda, sosteniéndonos el uno al otro. Cada tambaleante paso insuflaba más vida a mi perezosa sangre. Miré a los ojos de Linda. Estaba consciente, pero paralizada. Su rostro estaba congelado a medio camino entre el miedo y la incredulidad. La alzamos, pasando cada uno un brazo por debajo de sus hombros. La Dama empezó a contar pasos. No recuerdo ningún otro trabajo tan malditamente penoso. No recuerdo ninguna otra vez en la que corriera tanto impulsado sólo por mi voluntad.
El retemblar de la tierra se convirtió rápidamente en el estremecimiento de unos jinetes al galope, luego en el rugir de una avalancha, luego en un terremoto. El suelo alrededor del Padre Árbol empezó a agitarse y a combarse. Un chorro de llamas y polvo brotó hacia arriba. El árbol dejó escapar un chillido. Un relámpago azul se enredó en su pelo. Apresuramos más nuestra huida ribera abajo y a través del arroyo.
Algo detrás de nosotros empezó a gritar.
Imágenes en mi mente. Lo que estaba brotando lo hacía agónicamente. El Padre Árbol lo retenía sujeto a los tormentos del infierno. Pero seguía intentándolo, decidido a liberarse.
Ya no miré atrás. Mi terror era demasiado grande. No deseaba ver qué aspecto tenía un antiguo Dominador.
Lo conseguimos. Dioses. De alguna forma la Dama y yo llevamos a Linda lo suficientemente lejos como para que el Padre Árbol recuperara todo su poder de otro mundo.
El chillido ascendió rápidamente en tono y furia; me dejé caer cubriéndome los oídos. Y entonces se cortó.
Al cabo de un tiempo la Dama dijo:
—Matasanos, ve a ver si puedes ayudar a los otros. Es seguro. El árbol venció.
¿Tan rápidamente? ¿Contra tanta furia?
Ponerme en pie pareció un trabajo de toda una noche.
Un nimbo azul brillaba todavía por entre las ramas del Padre Árbol. Podías sentir su irritación desde doscientos metros. Su peso creció a medida que me acercaba.
El terreno alrededor de los pies del árbol apenas parecía alterado, considerando la violencia de hacía unos momentos. Parecía recién arado y rastrillado, eso era todo. Algunos de mis amigos estaban parcialmente cubiertos de tierra, pero ninguno parecía herido. Todos se movían al menos un poco. Los rostros tenían una expresión absolutamente aturdida. Excepto el de Rastreador. Ese terrible personaje no había vuelto a su falsa forma humana.
Había sido de los primeros en ponerse en pie, ayudando plácidamente a los demás, sacudiéndoles el polvo de la ropa con sinceras y amistosas palmadas. Nunca hubieras dicho que hacía tan sólo unos momentos había sido un mortal enemigo. Extraño.
Nadie necesitaba ninguna ayuda. Excepto los árboles andantes y los menhires. Los árboles habían sido derribados. Los menhires… Muchos de ellos estaban también caídos. E incapaces de volver a levantarse por sí mismos.
Eso me hizo estremecer.
Me estremecí de nuevo cuando me acerqué al viejo árbol.
Sobresaliendo del suelo, crispada como si quisiera arrancar la corteza de una raíz, había una mano humana unida a un largo, correoso, verduzco brezo, con las uñas crecidas hasta garras, rotas y sangrantes contra el Padre Árbol. No pertenecía a nadie del Agujero.
Ahora se retorcía débilmente.
Destellos azules seguían crepitando encima de ella.
Algo en aquella mano agitó la antigua bestia dentro de mi. Deseé alejarme corriendo y chillando. O agarrar un hacha y mutilarla. No hice ninguna de las dos cosas, porque tuve la clara sensación de que el Padre Árbol estaba observándome y más que un poco irritado, quizá culpándome personalmente por despertar la cosa a la cual pertenecía la mano.