La Dama y yo entramos en la Llanura del Miedo doce días después de la escaramuza aérea cerca de Caballo. Viajamos a lomos de sendos jamelgos, siguiendo el viejo camino comercial que los habitantes de la Llanura respetan con paso libre la mayor parte del tiempo. Vestida con ropa vieja para el viaje, la Dama ya no era una belleza. No es que fuera fea, pero no atraía las miradas.
Entramos en la Llanura conscientes de que, según las estimaciones más pesimistas, disponíamos de tres meses antes de que el Gran Río Trágico abriera el Gran Túmulo.
Los menhires notaron inmediatamente nuestra presencia. Los capté ahí fuera, observando. Tenía que señalarlo. Para aquella aventura la Dama había decidido abstenerse de todo excepto los inputs sensoriales más directos y simples. Durante nuestro trayecto se entrenó en los modos de actuar de los mortales a fin de no cometer ningún error cuando alcanzáramos el Agujero.
La mujer tenía redaños.
Supongo que cualquiera dispuesto a jugar al juego del poder con el Dominador ha de tenerlos.
Ignoré los acechantes menhires y me concentré en explicar cómo funcionaba la Llanura, revelando el millar de pequeñas trampas que, al menor descuido, podían traicionar a la Dama. Era lo que cualquier hombre haría al traer a un recién llegado al territorio. No era nada inusual.
A los tres días de haber entrado en la Llanura escapamos por los pelos de ser atrapados por una tormenta de cambio. Se quedó impresionada.
—¿Qué fue eso? —preguntó.
Me expliqué lo mejor que pude. Junto con todas las especulaciones. Ella, por supuesto, había oído hablar ya antes de ellas. Pero ver es creer, como dicen.
No mucho después de eso llegamos al primero de los arrecifes de coral, lo cual significaba que estábamos en la Llanura profunda, en medio de lo más extraño.
—¿Qué nombre usarás? —pregunté—. Mejor que me acostumbre a él.
—Creo que Ardath. —Sonrió.
—Tienes un cruel sentido del humor.
—Quizá.
Creo que se estaba divirtiendo pretendiendo ser normal. Como la dama de un gran señor visitando los barrios bajos. Incluso se turnaba conmigo en encender el fuego y cocinar. Para gran desesperación de mi estómago.
Me pregunté qué pensaban los menhires de nuestra relación. Pese a la simulación, había una inseguridad, una formalidad, que resultaba difícil de superar. Y lo mejor que podíamos fingir era una asociación, que estoy seguro que consideraban extraña. ¿Cuándo un hombre y una mujer viajan juntos de este modo, sin compartir rollo de dormir y todo lo demás?
La cuestión de perseguir la verosimilitud hasta tan lejos no se suscitó nunca. Y mejor que fuera así. Mi pánico, mi terror ante la sola sugerencia hubiera sido tal que no hubiera podido soportarlo.
A quince kilómetros del Agujero coronamos una colina y encontramos un menhir. Permanecía erguido al lado del camino, seis metros de extraña piedra, sin hacer nada. La Dama preguntó, en plan turista:
—¿Es ésa una de las piedras parlantes?
—Ajá. Hola, roca. Estoy en casa.
La vieja piedra no tenía nada que decir. Pasamos por su lado. Cuando miré hacia atrás había desaparecido.
Poco había cambiado. Cuando crestamos el último risco, sin embargo, vimos un bosque de árboles andantes atestando el arroyo. Un grupo de menhires tanto vivos como muertos guardaban el cruce. Los centauros–camellos invertidos trotaban entre ellos. El Viejo Padre Árbol se alzaba tintineando, aunque no había ni un soplo de viento. Allá arriba, un ave parecida a un buitre planeaba contra las deshilachadas nubes, vigilando. Uno u otro de su clase nos habían seguido desde hacía días. No había la menor señal de presencia humana. ¿Qué había hecho Linda con su ejército? No podía haber metido a todos aquellos hombres en el Agujero.
Por un momento me asustó la idea de regresar a una fortaleza vacía. Luego, mientras chapoteábamos cruzando el arroyo, Elmo y Silencioso salieron del coral.
Salté de mi animal y los reuní en un abrazo monstruoso. Lo devolvieron, y en la mejor tradición de la Compañía Negra no formularon ni una sola pregunta.
—Maldita sea —dije—. Maldita sea, es estupendo veros. Oí decir que habíais sido barridos en algún lugar en el oeste.
Elmo miró a la Dama con sólo el más ligero asomo de curiosidad.
—Oh, Elmo. Silencioso. Ésta es Ardath.
Ella sonrió.
—Encantada de conoceros. Matasanos me ha hablado mucho de vosotros.
Yo no había dicho ni una palabra. Pero ella había leído los Anales. Desmontó y ofreció su mano. La estrecharon por turno, desconcertados, porque sólo Linda, en toda su experiencia, esperaba el tratamiento como un igual.
—Bien, bajemos —dije—. Bajemos. Tengo un millar de cosas de que informar.
—¿De veras? —dijo Elmo. Y eso decía mucho, porque alzó la vista hacia el lugar por donde habíamos venido mientras lo dijo.
Algunas personas que se habían ido conmigo no habían vuelto.
—No sé. Teníamos a la mitad de los Tomados tras nuestros talones. Nos separamos. No pude hallarlos de nuevo. Pero nunca oí nada de que hubieran sido capturados. Bajemos. Veamos a Linda. Tengo noticias increíbles. Y dadme algo de comer. Llevamos una eternidad con la comida que preparaba el otro, y ella es peor cocinera que yo.
—Vaya —dijo Elmo, y me dio una palmada en la espalda—. ¿Y habéis sobrevivido?
—Soy un viejo zángano resistente, Elmo. Deberías saberlo. Mierda, hombre. Yo… —Me di cuenta de que estaba charloteando como un estúpido. Sonreí.
Silencioso hizo signos:
—Bienvenido a casa, Matasanos. Bienvenido a casa.
—Ven —le dije a la Dama cuando alcanzamos la entrada del Agujero, y tomé su mano—. Te parecerá como un pozo hasta que tus ojos se hayan acostumbrado. Y prepárate al olor.
¡Dioses, el olor! Haría vomitar a un gusano.
Había todo tipo de excitación allí abajo. Se esfumó en una estudiada indiferencia cuando pasamos, luego se reanudó a nuestras espaldas. Silencioso nos condujo directamente a la sala de conferencias. Elmo se separó para pedirnos algo de comer.
Cuando entramos me di cuenta de que todavía sujetaba a la Dama por la mano. Me dirigió una semisonrisa en la cual había una cantidad infernal de nerviosismo. Hablemos de meterse uno en la guarida del dragón. El viejo y valiente Matasanos le dio un apretón en la mano.
Linda parecía consumida. Lo mismo que el Teniente. Había otra docena de personas allí, a pocas de las cuales conocía. Debían de haber subido a bordo después de que los imperiales abandonaran el perímetro de la Llanura.
Linda me abrazó durante largo rato. Tanto que me noté enrojecer. No somos personas de mucho contacto físico, ella y yo. Finalmente retrocedió y dirigió a la Dama una mirada en la que había una punta de celos.
Hice signos:
—Ésta es Ardath. Me ayudará a traducir. Conoce bien las antiguas lenguas.
Linda asintió. No hizo preguntas. Tanto confiaba en mí.
Llegó la comida. Elmo entró una mesa y sillas e hizo salir a todo el mundo menos a mí, el Teniente, él, Silencioso y la Dama. Puede que deseara hacerla salir también a ella, pero no estaba seguro de su relación conmigo.
Comimos, y mientras lo hacíamos conté mi historia a retazos, cuando mis manos y mi boca no estaban llenos. Hubo algunos momentos difíciles, en especial cuando le dije a Linda que Cuervo estaba vivo.
En retrospectiva creo que fue más duro para mí que para ella. Yo temía que se pusiera excitada e histérica. Ella no hizo nada de esto.
Primero se negó de plano a creerme. Y yo pude comprenderlo, porque hasta que desapareció, Cuervo había sido la piedra angular de su universo emocional. No podía verle no incluyéndola en su mayor mentira sólo para poder alejarse y hurgar en el Túmulo. Eso no tenía sentido para ella. Corbie nunca le había mentido antes.
Tampoco para mí tenía sentido. Pero, como he señalado antes, sospechaba que había más en las sombras de lo que nadie admitía. Olía el más débil aroma de que quizá Cuervo estuviera huyendo de en vez de a.
Las negativas de Linda no duraron mucho tiempo. No es de las que rechazan indefinidamente la verdad sólo porque es desagradable. Manejó el dolor mucho mejor de lo que había anticipado, y eso me sugirió que quizá tuviera la oportunidad de desprenderse de algo de lo peor del pasado.
De todos modos, las circunstancias actuales de Cuervo no hicieron nada por mejorar la salud emocional de Linda, ya muy baja tras su derrota en Caballo, ese heraldo de mayores derrotas por venir. Sospechaba ya que era posible que tuviera que enfrentarse a los imperiales sin el beneficio de la información que yo había sido enviado a conseguir.
Conjuré una desesperación universal cuando anuncié mi fracaso y añadí:
—He conseguido saber de una alta autoridad que lo que buscamos no se halla en estos papeles. Aunque no puedo estar seguro hasta después de que Ardath y yo terminemos con los que tenemos aquí. —No dije lo que había averiguado de los documentos de Cuervo antes de perderlos.
No mentí exactamente. Eso no me hubiera sido perdonado luego, cuando surgiera la verdad. Como inevitablemente ocurriría. Simplemente prescindí de unos cuantos detalles. Incluso admití haber sido capturado, interrogado y encerrado.
—¿Qué demonios estás haciendo entonces aquí? —preguntó Elmo—. ¿Cómo sigues con vida?
—Nos soltaron. A Ardath y a mí. Después de esa escaramuza que librasteis en Caballo. Eso fue un mensaje. Se supone que yo debo entregar otro.
—¿Cuál?
—Á menos que seáis ciegos y estúpidos, habréis observado que no estáis siendo atacados. La Dama ha ordenado suspender todas las operaciones contra la Rebelión.
—¿Por qué?
—No habéis prestado atención. Porque el Dominador se está agitando.
—Vamos, Matasanos. Terminamos con ese asunto en Enebro.
—Fui al Túmulo. Lo vi por mí mismo, Teniente. Esa cosa está a punto de liberarse. Una de sus criaturas ya ha salido, quizá siguiéndoles los pasos a Un Ojo y los demás. Estoy convencido. El Dominador está a un paso de liberarse, y no de forma incompleta como en Enebro. —Me volvía la Dama—. Ardath. ¿Qué fue lo que calculé? Perdí la cuenta de cuánto tiempo hemos estado en la Llanura. Llevábamos unos noventa días cuando entramos.
—Os tomó ocho días llegar hasta aquí —dijo Elmo.
Alcé una ceja.
—Los menhires.
—Por supuesto. Ocho días entonces. A restar de los noventa días que faltan para el peor de los escenarios. Ochenta y dos días hasta que el Gran Túmulo se abra. —Entré en más detalles acerca de las crecidas del Gran Río Trágico.
El Teniente no estaba convencido. Tampoco Elmo. Y no se les puede culpar. La Dama teje hábiles e intrincados complots. Y ellos eran tipos tortuosos que juzgaban a los demás según ellos mismos. No intenté convencerles. Yo tampoco me sentía absolutamente convencido.
De todos modos, tenía poca importancia el que aquellos dos me creyeran o no. Linda es la que toma las decisiones.
Hizo signos de que se fuera todo el mundo excepto yo. Le pedí a Elmo que le mostrara a Ardath el lugar y le encontrara un alojamiento. Me miró de una forma extraña. Como todos los demás, imaginaba que me había traído a casa una compañera.
Tuve problemas en mantener un rostro impasible. Durante todos aquellos años se habían burlado de mí a causa de unos pocos romances escritos cuando entramos por primera vez al servicio de la Dama. Y ahora la había traído a casa.
Supuse que Linda quería hablar de Cuervo. No estaba equivocado, pero me sorprendió cuando hizo signos:
—Ella te ha enviado a proponer una alianza, ¿verdad?
Pequeño diablo rápido.
—No exactamente. Aunque en la práctica podríamos decir que sí. —Entré en los detalles, conocidos y razonados, de la situación. Hablar por signos no es un trabajo rápido. Pero Linda permaneció atenta y paciente, en absoluto distraída por lo que pudiera pasar dentro de ella. Quiso saber el valor, o la falta de él, de mis documentos. Ni una sola vez preguntó por Cuervo. Como tampoco por Ardath, aunque mi amiga estaba en su mente también.
Hizo signos:
—Ella tiene razón al decir que nuestra lucha se convierte en algo sin importancia si el Dominador se libera. Mi pregunta es: ¿se trata de una amenaza genuina o todo es un pían? Sabemos exactamente lo retorcidos que pueden ser sus planes.
—Estoy seguro —respondí con signos—. Porque Cuervo estaba seguro. Él llegó a esa conclusión antes de que la gente de la Dama empezara a sospechar. De hecho, por todo lo que puedo decir, él desarrolló las evidencias que les convencieron.
—Goblin y Un Ojo. ¿Están a salvo?
—Sí, por todo lo que sé. Nunca oí que hubieran sido capturados.
—Deberían de estar ya cerca de aquí. Esos documentos. Todavía siguen siendo cruciales.
—¿Aunque no contengan el secreto de su nombre, sino sólo el de su esposo?
—¿Desea tener acceso a ellos?
—Supongo que sí. Fui liberado por alguna razón, aunque no puedo decir cuál es la razón detrás de la razón.
Linda asintió.
—Eso pienso yo también.
—Pero estoy convencido de que ella es honesta en esto. Que debemos considerar que el Dominador es el peligro más peligroso e inmediato. No debería de ser difícil anticipar la mayoría de las formas en que ella puede traicionar.
—Y está Cuervo.
Aquí llega, pensé.
—Sí.
—Debo reflexionar, Matasanos.
—No hay mucho tiempo.
—Hay todo el tiempo del mundo, en cierto sentido. Reflexionaré. Tú y tu amiga traducid.
Tuve la sensación de que había sido despedido antes de que llegáramos al por qué ella deseaba verme en privado. Su rostro era como piedra. No se podía decir mucho acerca de lo que pasaba por su interior. Me dirigí lentamente a la puerta.
—Matasanos —hizo signos—. Espera.
Me detuve. Ahí estaba.
—¿Qué es ella para ti, Matasanos?
¡Maldita sea! De nuevo el punto crítico. Sentí escalofríos. Culpabilidad. No deseaba mentir abiertamente.
—Sólo una mujer.
—¿No una mujer especial? ¿Una amiga especial?
—Supongo que es especial. A su manera.
—Entiendo. Dile a Silencioso que entre.
Eché a andar de nuevo hacia la puerta. Pero no fue hasta que empecé a abrirla que ella me hizo signo de que volviera.
De acuerdo con sus instrucciones, me senté. Ella no. Empezó a andar de un lado para otro. Hizo signos:
—Crees que soy fría respecto a la gran noticia. Piensas mal de mí porque no me muestro excitada porque Cuervo está vivo.
—No. Pensé que te impresionaría. Que iba a causarte una gran aflicción.
—Impresionada no. No me siento totalmente sorprendida. Afligida sí. Abre viejas heridas y las hace más dolorosas.
Desconcertado, la observé caminar arriba y abajo.
—Nuestro Cuervo. Nunca creció. Impertérrito como una piedra. Absolutamente sin el hándicap de una conciencia. Duro. Hábil. Resistente, Feroz. Todas esas cosas. ¿Sí? Sí. Y un cobarde.
—¿Qué? ¿Cómo puedes llamarle…?
—Siempre está huyendo. Hubo maquinaciones alrededor del Renco que le arrebató a su esposa, hace años. ¿Intentó descubrir la verdad y sacar las cosas a la superficie? Mató a gente y huyó con la Compañía Negra para matar a más gente. Abandonó a dos bebés sin una palabra de adiós.
Ahora estaba acalorada. Estaba abriendo la puerta de secretos y derramando cosas de la cuales yo solo había visto los más vagos reflejos.
—No lo defiendas —hizo signos—. Tuve la oportunidad de investigar, y lo hice.
Siguió caminando arriba y abajo.
—Huyó de la Compañía Negra. ¿Por mí? Una excusa para evitar el compromiso como una razón. ¿Por qué me salvó en aquel pueblo? Por su culpabilidad hacia los niños que había abandonado. Yo era una niña segura. Y mientras seguí siendo niña fui una perfecta inversión emocional. Pero dejé de ser una niña, Matasanos. Y no conocí otro hombre en todos esos años oculta.
»Hubiera debido darme cuenta. Vi cómo alejaba a la gente si intentaban acercarse de cualquier forma que no fuera completamente unilateral y bajo su control. Pero después de las horribles cosas que hizo en Enebro pensé que yo podía ser la que lo redimiera. En el camino al sur, cuando huíamos del oscuro peligro de la Dama y del claro peligro de la Compañía, traicioné mis auténticos sentimientos. Abrí la tapa de un cofre de sueños alimentados durante un tiempo antes de que fuera lo suficientemente mayor como para pensar en los hombres.
»Se convirtió en un hombre distinto. Un animal asustado atrapado en una jaula. Se sintió aliviado cuando llegó la noticia de que había aparecido el Teniente con algunos miembros de la Compañía. No transcurrieron más de unas pocas horas antes de que estuviera “muerto”.
»Entonces sospeché. Creo que una parte de mí siempre lo Supo. Y es por eso por lo que ahora no me siento tan desolada como desearías. Sí. Sé que sabes que a veces lloro cuando duermo. Lloro por los sueños de una niña pequeña. Lloro porque los sueños no morirán, aunque me siento impotente de convertirlos en realidad. ¿Lo entiendes?
Pensé en la Dama, y en la situación de la Dama, y asentí. Ella no hizo ningún signo como respuesta.
—Voy a llorar de nuevo. Vete. Por favor. Dile a Silencioso que entre.
No tuve que buscarle. Estaba esperando en la sala de conferencias. Le observé entrar, preguntándome si estaba viendo cosas o viendo cosas.
Linda me había dado ciertamente algo en que pensar.