Transcurrieron cuarenta días antes de que emprendiéramos el vuelo hacia Caballo, una modesta ciudad situada entre el País Ventoso y la Llanura del Miedo, a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste de esta última. Caballo es una caravanera para esos comerciantes lo bastante locos como para hacer el recorrido entre esos dos páramos. Últimamente, la ciudad se ha convertido en el cuartel general logístico para las operaciones de Susurro. Las pocas fuerzas que no estaban en el camino al Túmulo estaban de guarnición aquí.
Los malditos estúpidos que se encaminaban al norte iban a calarse hasta los huesos.
Entramos en ella tras un trayecto sin incidentes, yo con los ojos desorbitados. Pese a la retirada de enormes ejércitos, la base de Susurro era una colmena girando alrededor de recién creadas alfombras.
Llegaban en una docena de variedades. En un campo vi una formación en W de cinco monstruos, cada uno de un centenar de metros de largo y cuarenta de ancho. Una jungla de madera y metal remataba cada una de ellas. Otras alfombras de formas inusuales estaban posadas en el suelo por todas partes en lo que parecía ser una gradación. La mayoría eran mucho más largas que anchas y más grandes de lo tradicional. Todas exhibían una gran variedad de aditamientos, y todas estaban envueltas en una ligera jaula de cobre.
—¿Qué es todo esto? —pregunté.
—Adaptación a las tácticas del enemigo. Tu chica campesina no es la única que puede cambiar de métodos. —Descendió, estiró los miembros. Yo hice lo mismo. Esas horas en el aire te dejan envarado—. Puede que tengamos la suerte de probarlas, pese a haberme retirado de la Llanura.
—¿Qué?
—Una gran fuerza Rebelde se encamina hacia Caballo. Varios miles de hombres y todo lo que el desierto tiene que ofrecer.
¿Varios miles de hombres? ¿De dónde habían salido? ¿Tanto habían cambiado las cosas?
—Lo han hecho. —De nuevo aquel maldito truco de leer la mente—. Las ciudades que abandoné proveyeron de hombres a sus fuerzas.
—¿Qué quieres decir con probar?
—Estoy dispuesta a detener la lucha. Pero no voy a echar a correr ante una pelea. Si ella persiste en encaminarse hacia el oeste, le mostraré que, con nada o sin nada, puede ser aplastada.
Estábamos cerca de una de las nuevas alfombras. Caminé hacia ella. Tenía más o menos la forma de un bote, de unos cinco metros de largo. Tenía auténticos asientos. Dos miraban hacia popa, uno hacia proa. Delante había una pequeña balista. Detrás había una máquina mucho más pesada. Sujetas a los lados de la alfombra y a su vientre había ocho venablos de diez metros de largo. Cada uno tenía una protuberancia del tamaño de un saco de clavos a metro y medio por detrás de su extremo. Todo estaba pintado de un color más negro que el corazón del Dominador. Esta alfombra–bote tenía aletas como un pez. Algún humorista había pintado ojos y dientes en la parte delantera.
Otras cercanas seguían diseños similares, aunque distintos artesanos habían seguido la inspiración de diferentes musas a la hora de elaborar los botes volantes. Uno, en vez de aletas de pez, tenía lo que parecían como redondas, translúcidas, delgadas vainas secas de semillas de cinco metros de ancho.
La Dama no tenía tiempo para dejarme inspeccionar su equipo y no sentía ninguna inclinación a dejarme vagar por ahí sin escolta. No era un asunto de confianza, sino de protección. Podía sufrir un fatal accidente si no me mantenía a su sombra.
Todos los Tomados estaban en Caballo. Incluso mis más viejos amigos.
Osada, osada Linda. Audacia. Se había convertido en su firma. Tenía todas las fuerzas de la Llanura a tan sólo treinta kilómetros de Caballo, y se estaba acercando. Su avance era poderoso, aunque limitado a la velocidad de los árboles andantes.
Salimos al campo donde aguardaban las alfombras, dispuestas en formación formal alrededor de los monstruos que había divisado primero. La Dama dijo:
—Había planeado una pequeña incursión de demostración contra vuestro cuartel general. Pero creo que esto será más convincente.
Los hombres se atareaban alrededor de las alfombras. Las más grandes estaban siendo cargadas con enormes piezas de cerámica parecidas a esas grandes urnas–tiesto, con pequeños agujeros diseminados en su mitad superior para colocar plantas pequeñas. Tenían unos cinco metros de alto; los agujeros para las plantas estaban sellados con parafina, y el fondo exhibía un palo de seis metros con un travesaño al final. Docenas de ellas estaban siendo montadas sobre soportes preparados al efecto.
Hice una rápida cuenta. Más alfombras que Tomados.
—¿Todas ellas van a elevarse? ¿Cómo?
—Beneficio manejará las grandes. Como Aullador antes que él, posee una sorprendente capacidad para manejar una gran alfombra. Las otras cuatro grandes serán accionadas como esclavas de ella. Ven. Ésta es la nuestra.
Dije algo ininteligible como:
—¿Urk?
—Quiero que lo veas.
—Podemos ser reconocidos.
Los Tomados daban vueltas alrededor de las largas y estilizadas alfombras–bote. Ya había soldados a bordo de ellas, en los segundos y terceros asientos. Los hombres que miraban a popa comprobaban sus balistas, municiones, montaban un dispositivo de muelle al parecer destinado a ayudar a tensar de nuevo las cuerdas una vez descargados los proyectiles. No pude ver ninguna tarea aparente asignada a los hombres en los asientos centrales.
—¿Para qué es esa especie de jaula?
—Pronto lo averiguarás.
—Pero…
—Enfócalo de una nueva manera, Matasanos. Sin ideas preconcebidas.
La seguí rodeando nuestra alfombra. No sé lo que comprobaba, pero pareció satisfecha. Los hombres que lo habían preparado todo se sintieron satisfechos de su asentimiento de cabeza.
—Arriba, Matasanos. En el segundo asiento. Sujétate bien. Habrá mucha excitación antes de que todo esto haya terminado.
Oh, sí.
—Nosotros somos los exploradores —dijo mientras se ataba al asiento delantero. Un viejo sargento canoso ocupó la posición de retaguardia. Me miró dubitativo, pero no dijo nada. Los Tomados ocuparon el asiento delantero de todas sus alfombras. Las grandes, como las había llamado la Dama, tenían una tripulación de cuatro. Beneficio mandaba la alfombra que ocupaba el punto central de la W.
—¿Preparados? —gritó la Dama.
—Preparado.
—Sí —dijo el sargento.
Nuestra alfombra empezó a moverse.
Pesado es la única palabra que describe los primeros segundos de nuestro ascenso. La alfombra era pesada, y hasta que consiguió moverse hacia adelante no quiso elevarse.
La Dama miró hacia atrás y sonrió mientras el suelo caía a nuestros pies. Estaba disfrutando. Empezó a gritar instrucciones que explicaban la asombrosa cantidad de pedales y palancas que me rodeaban.
Tiras y empujas esas dos en combinación, y la alfombra empieza a girar sobre su eje. Retuerce ésa y girará hacia la derecha o hacia la izquierda. La idea era usar de alguna forma las distintas combinaciones para guiar el aparato.
—¿Para qué? —grité al viento. Las palabras desgarraron el aire. Nos habíamos puesto unas gafas cerradas por los lados que protegían nuestros ojos, pero no teníamos nada para el resto de nuestros rostros. Esperé un caso de irritación de la piel a causa del viento una vez terminara aquel juego.
Estábamos a seiscientos metros de altura, a ocho kilómetros de Caballo, muy por delante de los Tomados. Pude ver las huellas del polvo alzado por el ejército de Linda. Grité de nuevo:
—¿Para qué?
La alfombra–bote empezó a caer. La Dama había extinguido los conjuros que la hacían funcionar.
—Eso es el para qué. Tú manejarás el bote cuando alcancemos la nada.
¿Qué demonios?
Me dio media docena de instrucciones para que lo captara, y vi la teoría, antes de que girara hacia el ejército Rebelde.
Dimos una vuelta, a chillante velocidad, muy por fuera de la nada. Me asombró lo que Linda había conseguido reunir. Casi cincuenta ballenas del viento, entre ellas algunos monstruos de más de trescientos metros de largo. Centenares de mantas. Una enorme cuña de árboles andantes. Batallones de soldados humanos. Cientos de menhires, fluctuando alrededor de los árboles andantes, escudándolos. Miles de cosas que saltaban y brincaban y se deslizaban y aleteaban y volaban. Una visión horriblemente maravillosa.
En el tramo occidental de nuestro círculo espié la fuerza imperial, dos mil hombres en una falange en la ladera anterior de un risco a casi dos kilómetros delante de los Rebeldes. Una pura broma, a la hora de enfrentarse a Linda.
Unas cuantas mantas atrevidas surcaban el borde de la nada, mordisqueando con rayos que quedaban cortos o simplemente fallaban. Calculé que Linda en persona iría a bordo de una ballena del viento a unos trescientos metros de altura. Se había vuelto fuerte, porque el diámetro de su nada se había expandido desde mi partida de la Llanura. Toda aquella asombrosa concentración rebelde avanzaba dentro de su protección.
La Dama nos había llamado exploradores. Nuestra alfombra no estaba equipada como las otras, pero no sabía lo que significaba aquello. Hasta que ella me lo aclaró con sus acciones.
Trepamos verticalmente. Pequeñas bolas negras que arrastraban colas de humo rojo o azul se dispersaron detrás de nosotros, lanzadas apresuradamente por encima de la borda por el viejo sargento. Debían de ser unas trescientas. Las bolas de humo se dispersaron, flotaron a sólo unos centímetros de distancia de la nada. Bien. Señalizadores gracias a los cuales los Tomados podían navegar.
Y allá vinieron. Hacia arriba, con las más pequeños rodeando la formación en W de las grandes.
Los hombres en las grandes empezaron a lanzar los gigantescos potes. Una veintena de ellos cayeron, cayeron, cayeron. Les seguimos, deslizándonos al lado de ellos. Mientras caían, volvieron su extremo con el palo hacia abajo. Mantas y ballenas se apartaron de sus trayectorias.
Cuando el palo golpeó el suelo se hundió en el pote como un pistón. Los sellos de parafina estallaron. Brotó un líquido. El pistón golpeó un percutor. El líquido se inflamó. Brotaron chorros de fuego. Y cuando ese fuego alcanzó algo dentro de los potes, estallaron. La metralla llovió sobre hombres y monstruos.
Contemplé abrumado el florecer de aquellas flores de fuego. Arriba, los Tomados giraron para una segunda pasada. No había magia en aquello. La nada era inútil.
El segundo lanzamiento suscitó el lanzamiento de rayos de ballenas y mantas. Sus primeros éxitos fueron relativos, sin embargo, porque los potes que alcanzaron estallaron en el aire. Las mantas descendieron rápidamente. Una ballena se vio en graves problemas hasta que otras maniobraron sobre ella y la rociaron con agua de su lastre.
Los Tomados efectuaron una tercera pasada, lanzando de nuevo potes. Iban a martillear las tropas de Linda hasta reducirlas a pulpa a menos que ella hiciera algo.
Lo hizo. Se elevó tras los Tomados.
Los potes de humo resbalaron por los flancos de la nada, silueteándola por completo.
La Dama ascendió a chillante velocidad.
La W de alfombras grandes se alejó. Las alfombras pequeñas treparon a mayor altitud. La Dama se situó en posición detrás de Susurro y el Renco. Evidentemente, había anticipado la respuesta de Linda.
Mis emociones estaban entremezcladas, por decirlo de una forma suave.
La alfombra de Susurro picó de nariz. El Renco la siguió. Luego la Dama. Otros Tomados nos siguieron a nosotros.
Susurro picó hacia una ballena del viento especialmente monstruosa. Voló más y más rápido. A trescientos metros de la nada dos de aquellos venablos de diez metros se desprendieron de su alfombra, impulsados por hechicería. Cuando golpearon la nada continuaron su camino en una trayectoria balística normal.
Susurro no hizo ningún esfuerzo por evitar la nada. Se hundió en ella, con el hombre de su segundo asiento guiando la caída con aquellas aletas de pez.
Los venablos de Susurro alcanzaron a la ballena del viento cerca de la cabeza. Ambos estallaron en llamas.
El fuego es anatema para esos monstruos, porque el gas que las mantiene en el aire es violentamente explosivo.
El Renco siguió a Susurro con todo ímpetu. Soltó dos venablos fuera de la nada y otros dos dentro, simplemente los dejó caer mientras su hombre en el segundo asiento llevaba la alfombra a tan sólo unos centímetros de la ballena del viento.
Sólo un venablo no alcanzó su objetivo.
La ballena tenía cinco fuegos ardiendo en su lomo.
Tormentas de rayos crepitaron alrededor de Susurro y el Renco.
Luego nosotros golpeamos la nada. Nuestros conjuros de flotación fallaron. El pánico me atenazó. ¿Ahora era cosa mía?
Nos encaminábamos a la ballena que ardía. Tiré y golpeé y pateé las palancas.
—¡No tan violentamente! —gritó la Dama—. Con suavidad. Gentilmente.
Conseguí dominar los controles mientras la ballena rugía hacia arriba más allá de nosotros.
Un rayo crepitó. Pasamos entre dos ballenas más pequeñas. No nos alcanzaron. La Dama descargó su pequeña balista. Su proyectil golpeó uno de aquellos monstruos. ¿Para qué demonios?, me pregunté. Aquello no era más que una picadura de abeja para cualquiera de ellas.
Pero aquel proyectil llevaba unido un cable, conectado a un carrete…
¡Bam!
Quedé momentáneamente cegado. Mi pelo crepitó. Un impacto directo del rayo de una manta… Estamos muertos, pensé. La jaula de metal que nos rodeaba absorbió la energía del rayo y la pasó a lo largo del cable que se desenrollaba.
Teníamos una manta a nuestra cola, a tan sólo unos metros de distancia. El sargento lanzó un proyectil. Alcanzó a nuestro perseguidor bajo el ala. El animal empezó a deslizarse y a aletear como una mariposa con una sola ala.
—¡Vigila a dónde vamos! —chilló la Dama. Giré en redondo. Una ballena del viento se lanzaba contra nosotros. Una serie de mantas aleteaban alejándose, presas del pánico. Los arqueros Rebeldes lanzaron una andanada de flechas.
Golpeé y tiré de cada maldita palanca y pedal, y me meé en los pantalones. Quizá fue eso lo que lo logró. Rozamos el flanco de la cosa, pero no nos estrellamos.
Ahora la maldita cosa empezó a girar y a tambalearse. Tierra, cielo, ballenas del viento, dieron vueltas a nuestro alrededor. En un atisbo, allá arriba, vi estallar el costado de una ballena del viento, vi al monstruo doblarse por el centro, llover glóbulos de fuego. Otras dos ballenas arrastraban un rastro de humo… Pero era una imagen que desaparecía al momento siguiente. No podía situar nada de ello mientras la alfombra seguía girando.
Iniciamos nuestra caída desde tan alto que tuve tiempo de calmarme. Trasteé con palancas y pedales, conseguí frenar algo el loco girar…
Luego ya nada importó. Estábamos fuera de la nada y era de nuevo el aparato de la Dama.
Miré hacia atrás para ver cómo estaba el sargento. Me lanzó una mirada asesina, agitó la cabeza pesarosamente.
La mirada que me lanzó la Dama no era tampoco alentadora.
Ascendimos y nos dirigimos hacia el oeste. Los Tomados se reunieron, observaron los resultados de su ataque.
Sólo una ballena del viento había resultado destruida. Las otras dos consiguieron situarse bajo amigas que las rociaron con agua de sus lastres. Aún así, los supervivientes estaban desmoralizados. No habían causado ningún daño a los Tomados.
De todos modos, siguieron adelante.
Esta vez los Tomados descendieron hasta la superficie y atacaron desde abajo, ganando velocidad desde varios kilómetros de distancia, luego curvándose hacia arriba a través de la nada. Yo maniobré entre ballenas con una mano más delicada pero aún sintiéndome peligrosamente cerca del suelo.
—¿Para qué estamos haciendo esto? —pregunté a gritos. No estábamos atacando, simplemente seguíamos a Susurro y el Renco.
—Por el simple placer de hacerlo. Por el simple placer. Y para que tú puedas escribir sobre ello.
—Lo falsearé.
Se echó a reír.
Ascendimos y trazamos un círculo.
Linda llevó las ballenas a menor altura. Ese segundo pase acabó con dos más. Tan bajos, los Tomados no podían lanzarse todo el camino atravesando la nada. Es decir, ninguno excepto el Renco. Jugó al temerario. Retrocedió ocho kilómetros y acumuló una tremenda velocidad antes de golpear la nada.
Hizo esa pasada mientras las alfombras grandes dejaban caer sus últimos potes.
Nunca he oído a nadie llamar a Linda estúpida. Esta vez tampoco hizo ninguna estupidez.
Pese a todo el destello y excitación, resultaba claro que podía, si lo deseaba, hacer presión sobre Caballo. Los Tomados habían gastado la mayor parte de sus municiones. El Renco y las alfombras grandes regresaban para rearmarse. Las otras trazaban círculos… Caballo sería de Linda si ella estaba dispuesta a pagar el precio.
Decidió que resultaba demasiado caro.
Sabia elección. Mi suposición es que le hubiera costado la mitad de sus fuerzas. Y las ballenas del viento son demasiado raras para sacrificarlas por un premio tan insignificante.
Dio la vuelta.
La Dama renunció a su estrategia y la dejó marchar, aunque hubiera podido mantener sus ataques casi indefinidamente.
Nos posamos. Salté por la borda antes incluso que la Dama y en un gesto, calculado y melodramático besé el suelo. Ella se echó a reír.
Se lo había pasado en grande.
—Les has dejado marchar.
—Demostré lo que quería demostrar.
—Ella cambiará de táctica.
—Por supuesto que lo hará. Pero por el momento el martillo está en mi mano. No usándolo le diré algo. Ella lo habrá comprendido cuando lleguemos allí.
—Supongo.
—No lo has hecho mal para un novato. Ve a emborracharte o lo que quieras. Y permanece apartado del camino del Renco.
—De acuerdo.
Lo que hice fue ir a los aposentos que me habían sido asignados e intentar dejar de temblar.