Un coronel de las fuerzas de la casa de la Dama vino a por mí. Se mostró casi educado. Entre otras cosas porque ni él ni sus tropas estuvieron nunca seguros de mi status. Pobres. Yo no ocupaba ningún nicho en su universo ordenado y jerárquico.

—Quiere verte ahora —dijo el coronel. Tenía una docena de hombres consigo. No tenían el aspecto de una guardia de honor. Pero tampoco actuaban como ejecutores.

No era que importase. Me llevarían aunque tuviera que ser a rastras.

Salí con una mirada atrás. Cuervo seguía como siempre.

El coronel me dejó ante una puerta en la Torre interior, la Torre dentro de la Torre, a la que muy pocos hombres acceden, y de la que menos aún regresan.

—Adelante —dijo—. He oído que ya has hecho esto antes. Conoces el procedimiento. —Crucé la puerta. Cuando miré atrás sólo vi una pared de piedra. Por un momento me sentí desorientado. Pasó, y me hallaba en otro lugar. Y ella estaba allí, enmarcada en lo que parecía ser una ventana, aunque su parte de la Torre estaba completamente rodeada por el resto.

—Ven aquí.

Fui. Señaló. Miré a través de aquélla no ventana a una ciudad en llamas. Los Tomados planeaban encima de ella, lanzando magia que mataba. Su blanco era una falange de ballenas del viento que estaban devastando la ciudad.

Linda cabalgaba una de las ballenas. Permanecían dentro de su nada, donde eran invulnerables.

—Sin embargo no lo son —dijo la Dama, leyendo mis pensamientos—. Las armas mortales pueden alcanzarlas. Y a tu chica bandido. Pero no importa. He decidido suspender las operaciones.

Me eché a reír.

—Entonces hemos ganado.

Creo que fue la primera vez que la vi enojada conmigo. Un error, burlarme de ella. Podía hacer que reevaluara emocionalmente una decisión tomada estratégicamente.

—No habéis ganado nada. Si ésta es la percepción que genera un cambio de enfoque, entonces no interrumpiré nada. En vez de ello ajustaré el enfoque de la campaña.

Maldito seas, Matasanos. Aprende a mantener tu gran y jodida boca cerrada con gente como ésta. Tu bocaza te llevará directamente a la máquina picadora de carne.

Tras recuperar su autocontrol, me miró fijamente. La Dama, a tan sólo medio metro de distancia.

—Sé sarcástico en tus escritos si quieres. Pero cuando hables, está preparado a pagar un precio.

—Entiendo.

—Pensé que lo harías.

Miró de nuevo la escena. En aquella lejana ciudad —parecía Escarcha—, una ballena del viento cayó en llamas tras verse atrapada en una tormenta de proyectiles lanzados por una balista más grande que cualquier otra que hubiera visto antes. Dos podían jugar al juego.

—¿Cómo van tus traducciones?

—¿Qué?

—Los documentos que hallaste en el Bosque Nuboso, dados a mi difunta hermana Atrapaalmas, tomados de ella de nuevo, entregados a tu amigo Cuervo, y arrebatados a su vez a él. Los papeles que pensabas que os proporcionarían el instrumento necesario para la victoria.

—Esos documentos. Ja. Absolutamente mal.

—No puede ser de otro modo. Lo que buscas no está ahí.

—Pero…

—Estás desencaminado. Sí. Lo sé. Bomanz los reunió todos, así que deberían de contener mi auténtico nombre. ¿Sí? Pero eso fue erradicado… excepto, quizá, en la mente de mi esposo. —De pronto se volvió remota—. La victoria al coste de Enebro.

—Aprendió la lección que Bomanz aprendió demasiado tarde.

—Sí. Te has dado cuenta. Él posee información suficiente para forzar una respuesta de lo que ocurrió… No. Mi nombre no está ahí. El de él sí. Por eso excitaron tanto a mi hermana. Vio una oportunidad de suplantarnos a ambos. Me conocía. Después de todo fuimos niñas juntas. Y nos protegíamos la una de la otra sólo mediante la red más enmarañada que jamás pueda tejerse. Cuando os alisté en Berilo ella no tenía más ambición que la de debilitarme. Pero cuando entregaste esos documentos… —Estaba pensando en voz alta tanto como explicándose.

De pronto me golpeó una idea repentina.

—¡Tú no sabes su nombre!

—Nunca fue una unión por amor, médico. Fue la más tambaleante de las alianzas. Dime. ¿Cómo puedo conseguir esos papeles?

—No puedes.

—Entonces todos perdemos. Esto es cierto, Matasanos. Mientras discutimos y mientras nuestros respectivos aliados luchan por degollarse los unos a los otros, el enemigo de todos nosotros está sacudiendo sus cadenas. Todas estas muertes serán para nada si el Dominador consigue liberarse.

—Destrúyelo.

—Eso es imposible.

—En la ciudad donde nací hay una historia popular acera de un hombre tan poderoso que se atrevía a burlarse de los dioses. Al final esto puede resultar pura presunción, porque hay alguien contra quien incluso los dioses son impotentes.

—¿Cuál es la moraleja?

—Retorciendo el antiguo dicho, la muerte lo conquista todo. Ni siquiera el Dominador puede luchar contra la muerte y vencer cada vez.

—Hay formas —admitió ella—. Pero no sin esos papeles. Ahora regresarás a tus aposentos y reflexionarás. Hablaré contigo de nuevo.

Fui despedido así de bruscamente. Ella se quedó contemplando la moribunda ciudad. De pronto supe cómo salir. Un poderoso impulso me condujo hacia la puerta. Un momento de vértigo y estaba fuera. El coronel llegó resoplando por el corredor. Me devolvió a mi celda.

Me planté en mi camastro y reflexioné, como se me había ordenado.

Había suficientes evidencias de que el Dominador se estaba moviendo, pero… El asunto acerca de que los documentos no contenían la palanca con la que había contado, eso era lo fundamental. Tenía que aceptarlo o rechazarlo, y mi elección podía tener repercusiones críticas.

Me estaba conduciendo para sus propios fines. Por supuesto. Concebí numerosas posibilidades, ninguna agradable, pero todas con un cierto sentido…

Ella lo había dicho. Si el Dominador se liberaba, todos estábamos en la misma sopa, buenos chicos y malos.

Me quedé dormido. Hubo sueños, pero no los recuerdo. Desperté para encontrar una comida caliente recientemente servida encima de un escritorio que no había estado allí antes. En el escritorio había una generosa provisión de material de escritura.

Esperaba que reanudara mis Anales.

Devoré la mitad de la comida antes de darme cuenta de la ausencia de Cuervo. Los viejos nervios empezaron a estremecerse. ¿Por qué no estaba allí? ¿Dónde estaba ahora? ¿Para qué le podía ser útil? ¿Como palanca?

El tiempo es algo curioso dentro de la Torre.

El coronel de costumbre llegó cuando terminaba de comer. Los soldados de costumbre le acompañaban. Anunció:

—Quiere verte de nuevo.

—¿Ya? Apenas acabo de volver de allí.

—Hace cuatro días.

Me llevé la mano a la mejilla. Últimamente sólo me dejo una barba parcial. Mi rostro estaba cerdoso. Vaya. Un largo sueño.

—¿Alguna posibilidad de conseguir una navaja?

El coronel sonrió ligeramente.

—¿Qué crees? Un barbero vendrá a hacerlo. ¿Vienes?

¿Tenía algún voto? Por supuesto que no. Mejor seguirle antes que ser arrastrado.

Todo fue como la otra vez. La encontré de nuevo a la ventana. La escena mostraba algún rincón de la Llanura donde una de las fortificaciones de Susurro estaba siendo asediada. No había ninguna balista pesada. Una ballena del viento flotaba por encima, manteniendo la guarnición oculta en todo tipo de escondites. Los árboles andantes estaban desmantelando la muralla exterior por el simple mecanismo de crecer hasta reventarla. De la misma forma que la jungla destruye una ciudad abandonada, aunque diez mil veces más rápido que el bosque no pensante.

—Todo el desierto se ha alzado contra mí —dijo—. Los puestos de avanzada de Susurro han sufrido una irritante variedad de ataques.

—Sospecho que se resintieron de tus intrusiones. Creí que ibas a abandonar.

—Lo intenté. Tu campesina sorda no está cooperando. ¿Has estado pensando?

—He estado durmiendo, eso es lo que he estado haciendo. Como sabes muy bien.

—Sí. Había asuntos que exigían mi atención. Ahora puedo dedicarme a los asuntos a mano. —La expresión de sus ojos me hizo desear echar a correr… Hizo un gesto. Me inmovilicé. Me dijo que retrocediera un poco, que me sentara en una silla cercana. Me senté, incapaz de sacudirme el conjuro, aunque sabía que estaba llegando.

Se detuvo de pie delante de mí, con un ojo cerrado. El ojo abierto creció más y más, se adelantó, me devoró…

Creo que grité.

El momento había sido inevitable desde mi captura, aunque había mantenido la loca esperanza de que fuera de otro modo. Ahora ella vaciaría mi mente del mismo modo que una araña vacía los fluidos corporales de una mosca…

Me recobré en mi celda, con la sensación como si hubiera ido al infierno y hubiera vuelto. Me pulsaba la cabeza. Fue toda una hazaña levantarme y tambalearme hasta mi maletín médico, que me había sido devuelto después de que mis captores hubieran retirado todos los objetos y sustancias letales. Preparé una infusión de albura de sauce, que me tomó una eternidad porque no tenía fuego en el cual calentar el agua.

Alguien entró mientras sostenía entre maldiciones mi primera débil y amarga taza. No lo reconocí. Pareció sorprendido de verme levantado.

—Hola —dijo—. Una rápida recuperación.

—¿Quién demonios eres?

—El médico. Se supone que debo comprobar tu estado cada hora. No se esperaba que te recuperaras durante largo tiempo. ¿Dolor de cabeza?

—Me encuentro malditamente bien.

—Vaya. Estupendo. —Colocó su bolsa al lado de mi maletín, al que echó una breve mirada mientras la abría—. ¿Qué has tomado?

Se lo dije. Pregunté:

—¿Qué quieres decir con estupendo?

—A veces vuelven inertes. Nunca se recuperan.

—¿De veras? —Pensé en golpearle sólo por el gusto de hacerlo. Sólo por descargar la bilis. Pero ¿de qué serviría? Algún guardia entraría de un salto y haría que mis dolores fueran aún peores. Pero la tentación fue fuerte.

—¿Eres algo especial?

—Yo creo que sí.

El asomo de una sonrisa.

—Bebe esto. Mejor que el té de albura de sauce. —Engullí la taza que me ofrecía—. Ella está muy preocupada. Nunca antes había visto que se ocupara así de lo que le pasaba a uno sometido a la sonda profunda.

—¿Qué es eso? —Estaba teniendo problemas en mantenerme arisco. La bebida que me había dado era buena, y actuaba rápido—. ¿Qué me has dado? Podría usarlo a barriles.

—Es adictivo. Extraído del zumo de las cuatro hojas superiores de la planta parsifal.

—Nunca he oído hablar de ella.

—Es más bien escasa. —Me estaba examinando al mismo tiempo—. Crece en algún lugar llamado las Colinas Huecas. Los nativos del lugar la utilizan como narcótico.

La Compañía había estado en aquellas terribles colinas una vez, hacía tiempo.

—No sabía que hubiera nativos.

—Son tan escasos como la planta. Se ha hablado en el consejo de cultivarla comercialmente una vez termine la lucha. Como planta medicinal. —Hizo chasquear la lengua, lo cual me recordó al anciano desdentado que me había enseñado medicina. Curioso. No había pensado en él desde hacía eones.

Más curioso aún, todo tipo de extraños recuerdos antiguos empezaron a brotar a la superficie, como peces abisales asustados subiendo hacia la luz. La Dama había revuelto bien mi mente.

No proseguí con su observación acerca de cultivar comercialmente la planta, aunque se contradecía con mi noción de la Dama: los corazones negros no se preocupan por aliviar el dolor.

—¿Cómo te sientes respecto a ella?

—¿La Dama? ¿Ahora? No muy caritativa. ¿Y tú?

Ignoró aquello.

—Espera verte tan pronto como te hayas recuperado.

—¿Caga un oso en los bosques? —repliqué—. Tengo la idea de que no soy exactamente un prisionero. ¿Qué te parece si salimos a tomar un poco de aire en el tejado? No creo poder escapar desde allí.

—Veré si está permitido. Mientras tanto, haz unos ejercicios aquí.

Ja. El único ejercicio que podía hacer era saltar a conclusiones. Simplemente deseaba poder salir a algún lugar que no estuviera rodeado por cuatro paredes.

—¿Todavía estoy entre los vivos? —pregunté cuando terminó de examinarme.

—Por el momento. Aunque con tu actitud me sorprende que hayas sobrevivido en una unidad como la tuya.

—Me quieren. Me adoran. Nadie tocaría ni un pelo de mi cabeza.

Su mención de mi unidad había hecho bajar mi humor. Pregunte:

—¿Sabes cuánto tiempo hace que fui capturado?

—No. Creo que llevas aquí más de una semana. Puede ser más tiempo.

Sí. Supongo que al menos diez días desde mi captura. Dando a los chicos el beneficio de la duda, y considerando que se hubieran movido ligeros y rápidos, quizás habrían cubierto seiscientos kilómetros. Sólo un paso de gigante de muchos. Mierda.

Protestar era inútil ahora. La Dama sabía todo lo que había hecho. Me pregunté si algo de ello le habría sido de alguna utilidad. O habría sido una sorpresa.

—¿Dónde está mi amigo? —pregunté, atenazado por una repentina culpabilidad.

—No lo sé. Fue trasladado al norte debido a que la conexión con su espíritu se estaba atenuando. Estoy seguro de que el tema se suscitará cuando visites la próxima vez a la Dama. Yo ya he acabado. Que tengas una feliz estancia.

—Sucio bastardo.

Sonrió y se fue.

Tendría futuro en la profesión.

El coronel entró unos pocos minutos más tarde.

—He oído que quieres subir al tejado.

—Sí.

—Informa al centinela cuando quieras ir. —Tenía alguna otra cosa en mente. Al cabo de una pausa preguntó—: ¿No hay ninguna disciplina militar en tu unidad?

Estaba irritado porque no le había llamado ni una sola vez señor. Se me ocurrieron varias observaciones sarcásticas. Las contuve. Puede que mi status ya no fuera enigmático.

—Sí. Aunque no tanto como en días pasados. No quedamos suficientes de nosotros desde Enebro como para hacer que valiera la pena.

Buen tiro, Matasanos. Ponlos a la defensiva. Diles que la Compañía cayó hasta su estado actual trabajando para la Dama. Recuérdales que fueron los sátrapas del imperio quienes se revolvieron primero. Eso tenía que ser del conocimiento común ahora entre el cuerpo de oficiales. Algo en lo que debían pensar ocasionalmente.

—Una lástima, eso —dijo el coronel.

—¿Tú eres mi guardián personal?

—Sí. Ella tiene gran interés en ti por alguna razón.

—En una ocasión le escribí un poema —mentí—. También he sabido encontrarle los puntos buenos.

Frunció el ceño, decidió que le estaba tomando el pelo.

—Gracias —dije, tendiéndole la tradicional rama de olivo—. Escribiré durante un rato antes de ir. —Iba bastante retrasado. Excepto un poco en el Diablo Azul, no había hecho nada excepto reseñar alguna nota ocasional desde que abandonáramos la Llanura.

Escribí hasta que el agarrotamiento en las manos me obligó a parar. Luego comí, porque un guardia me trajo la comida mientras secaba con arenilla mi última hoja. Después de comer fui a la puerta, le dije al muchacho de allí que estaba preparado para ir arriba. Cuando abrió descubrí que no estaba cerrada con llave.

Pero ¿dónde demonios podía ir si salía de allí? Era una estupidez pensar siquiera en escapar.

Tenía la sensación de que iba a tener que aceptar el trabajo de historiador oficial. Me gustara o no, sería el menos malo de los muchos males.

Algunas decisiones difíciles me miraron directamente a los ojos. Deseaba tiempo para pensar en ellas. La Dama entendería. Ciertamente, tenía el poder y el talento necesarios para ser más previsora que un médico que había pasado seis años fuera de contacto.

Atardecer. Fuego en el oeste, nubes envueltas en ardientes llamas. El cielo una paleta de colores inusuales. Una fría brisa del norte, sólo lo suficiente para refrescar y estremecerse. Mi guardián permanecía bien apartado, permitiendo la ilusión de libertad. Me dirigí al parapeto norte.

Había pocas evidencias de la gran batalla librada ahí abajo. Donde en su tiempo había habido trincheras, empalizadas, terraplenes, y donde las máquinas de asedio se habían alzado y habían ardido, y decenas de miles de hombres habían muerto, ahora había un parque. Una sola estela de piedra negra marcaba el lugar, a quinientos metros de la Torre.

El rugir y el restallar regresaron. Recordé la horda Rebelde, incontenible, como el mar, oleada tras oleada; estrellándose contra acantilados de defensores que no cedían. Recordé las luchas entre los Tomados, sus extrañas y crueles muertes, las salvajes y terribles hechicerías…

—Fue una batalla de batallas, ¿verdad?

No me volví cuando ella se me unió.

—Lo fue. Nunca le hice justicia.

—La cantaremos. —Alzó la vista. Habían empezado a aparecer las estrellas. En el anochecer su rostro parecía pálido y tenso. Nunca antes la había visto de un humor que no fuera absolutamente autocontrolado.

—¿Qué deseas? —Ahora me volví, y vi un grupo de soldados a una cierta distancia, observando, o maravillados o atemorizados.

—He efectuado una adivinación. De hecho varias, porque no obtuve resultados satisfactorios.

—¿Y?

—Quizá no obtuve resultados en absoluto.

Aguardé. No presionas al ser más poderoso sobre la tierra. El hecho de que estuviera a punto de confiar en un mortal ya era lo bastante sorprendente.

—Todo es un flujo. Adiviné tres futuros posibles. Nos encaminamos a una crisis, a una hora que modelará la historia.

Me volví ligeramente hacia ella. Una luz violeta ocultaba su rostro. Su pelo oscuro descendía a lo largo de una mejilla. Por una vez no se trataba de un artificio, y el impulso de tocarla, de abrazarla, de confortarla, era poderoso.

—¿Tres futuros?

—Tres. No puedo hallar mi lugar en ninguno de ellos.

¿Qué dice uno en un momento así? ¿Que quizá se trataba de un error? Tú acusando a la Dama de cometer un error.

—En uno, tu chica sorda triunfa. Pero es la posibilidad menos probable, y ella y todos los suyos perecen obteniendo la victoria. En otro, mi esposo rompe las ataduras de la tumba y restablece su Dominación. Esa oscuridad dura diez mil años. En la tercera visión, es destruido total y definitivamente. Es la visión más fuerte, la más exigente. Pero el precio es grande… ¿Existen los dioses, Matasanos? Nunca he creído en los dioses.

—No lo sé. Dama. Ninguna de las religiones que he encontrado tenía ningún sentido. Ninguna es consistente. La mayoría de los dioses son psicópatas megalomaníacos y paranoicos según la descripción de sus adoradores. No veo cómo pueden sobrevivir a su propia locura. Pero no es imposible que los seres humanos sean incapaces de interpretar un poder tan superior a ellos. Quizá las religiones sean sombras retorcidas y pervertidas de la verdad. Quizás existan fuerzas que modelan el mundo. Yo mismo nunca he comprendido por qué, en un universo tan vasto, un dios debería ocuparse de algo tan trivial como un destino humano.

—Cuando era niña… mis hermanas y yo tuvimos un maestro.

¿Debía prestar atención? Apuesten su dulce culo a que la presté. Era todo oídos, desde las uñas de mis pies hasta la cúspide de mi puntiaguda cabeza.

—¿Un maestro?

—Sí. Argumentaba que todos somos dioses, que creamos nuestro propio destino. Que lo que somos determinará en lo que nos convertiremos. En un lenguaje campesino vernacular, todos nos pintamos en rincones de los que no hay escapatoria simplemente siendo nosotros mismos e interactuando con otros egos.

—Interesante.

—Bien. Sí. Pero hay una especie de dios, Matasanos. ¿Lo sabías? Sin embargo no es un motor y un sacudidor. Simplemente es un negador. Un terminador de historias. Tiene un hambre que no puede ser saciada. El propio universo se deslizará hasta el fondo de sus fauces.

—¿La muerte?

—Yo no quiero morir, Matasanos. Todo lo que soy chilla contra la injusticia de la muerte. Todo lo que soy, fui y probablemente seré está modelado por mi pasión a evadir mi final. —Rió quedamente, pero había un filo de histeria allí. Hizo un gesto, indicando el terreno en sombras de la matanza allí abajo—. Construí un mundo en el cual me sentía segura. Y la piedra angular de mi ciudadela fue la muerte.

El final del sueño se estaba acercando. Yo tampoco podía imaginar el mundo sin mí. Y el yo interior se sentía ultrajado. Se siente ultrajado. No tengo problemas en imaginar a alguien obsesionado con escapar a la muerte.

—Comprendo.

—Quizá. Todos somos iguales en la puerta oscura, ¿no? La arena se desliza para todos nosotros. La vida no es más que un destello gritando en las fauces de la eternidad. ¡Pero parece tan malditamente injusto!

El Viejo Padre Árbol penetró en mis pensamientos. Él perecería a su debido tiempo. Sí. La muerte es insaciable y cruel.

—¿Has reflexionado? —preguntó.

—Creo que sí. No soy un necromante. Pero he visto caminos por los que no quiero transitar.

—Sí. Eres libre de irte, Matasanos.

Un shock. Incluso mis talones hormiguearon incrédulos.

—¿Qué has dicho?

—Eres libre. La puerta de la Torre está abierta. Sólo necesitas cruzarla. Pero también eres libre de quedarte, de reentrar las listas en la lucha que nos envuelve a todos.

Ya no quedaba apenas luz excepto el reflejo del sol en algunas nubes muy altas. Un escuadrón de brillantes puntos como cabezas de alfiler se movía hacia el oeste contra el profundo índigo del este. Parecían encaminarse hacia la Torre.

Farfullé algo que no tenía sentido.

—Que así sea. La Dama de Hechizo está en guerra una vez más con su esposo —dijo—. Y hasta que esta lucha se haya ganado o perdido, no hay otra cosa. Estás viendo el regreso de los Tomados. Los ejércitos del este se dirigen hacia el Túmulo. Los de más allá de la Llanura han recibido orden de retirarse a sus guarniciones más al este. Tu chica sorda no es un peligro a menos que acuda en su busca. Hay un armisticio. Quizás eterno. —Una débil sonrisa—. Si no hay Dama, no hay nadie contra quien pueda luchar la Rosa Blanca.

Entonces me dejó, sumido en una total confusión, y fue a recibir a sus campeones. Las alfombras descendieron de la oscuridad y se posaron como hojas de otoño. Me acerqué un poco más hasta que mi guardián personal me indicó que mi relación con la Dama era insuficiente como para permitir que escuchara.

El viento empezó a soplar del norte y se volvió más helado. Y me pregunté si era posible que no hubiera otoño para todos nosotros.