¡Bam! El viejo truco de la puerta. Esta vez había oído al hombre–montaña en el pasillo, así que no reaccioné excepto para preguntar:
—¿Nunca llamas a la puerta, Bruno?
Ninguna respuesta. Hasta que entró Susurro.
—Arriba, médico.
Hubiera podido hacer alguna observación grosera, pero algo en su voz me heló más allá del frío debido a mis circunstancias. Me levanté.
Su aspecto era terrible. No es que fuera muy distinta físicamente. Pero algo dentro de ella había muerto y se había enfriado y estaba asustado.
—¿Qué era esa cosa? —preguntó.
Me sentí desconcertado.
—¿Qué cosa?
—La cosa con la que viajabas. Habla.
No podía, porque no tenía ni la más ligera idea de lo que estaba hablando.
—La atrapamos. O mis hombres lo hicieron. Yo sólo llegué a tiempo de contar los cuerpos. ¿Qué es lo que destroza a veinte perros y a un centenar de hombres con armadura en unos minutos, y luego desaparece del reino de los mortales?
Dios, Un Ojo y Goblin debían de haberse superado a sí mismos.
Pero seguía sin poder decir nada.
—Veníais del Túmulo. Donde estuvisteis manipulando. ¿Llamasteis a algo fuera? —Sonaba como si estuviera meditando—. Es hora de que averigüemos lo duro que eres realmente, soldado.
Hizo un gesto al gigante.
—Tráelo.
Actué de la manera más sucia posible. Fingí docilidad sólo el tiempo suficiente para dejar que se relajara. Luego clavé el tacón de mi bota en su pie, tras pasar su costado a lo largo de toda su espinilla. Luego me eché atrás y le pateé con todas mis fuerzas la entrepierna.
Supongo que me estoy volviendo viejo y lento. Y por supuesto él era mucho más rápido de lo que debería de ser un hombre de su tamaño. Se echó hacia atrás, agarró mi pie y me envió al otro lado de la celda. Dos imperiales me sujetaron y empezaron a arrastrarme. Me fui con la satisfacción de ver cojear al hombre.
Intenté algunos trucos más, sólo para frenar un poco las cosas. Sirvieron para poco más que para recibir unos cuantos golpes. Los imperiales me ataron a una silla de madera de respaldo alto en una habitación que Susurro había habilitado para practicar sus trucos mágicos. No vi nada especialmente abominable. Aquello no hizo más que empeorar la anticipación.
Consiguieron arrancarme dos o tres buenos gritos, y estaban preparándose para mostrarse desagradables de verdad cuando el cuadro se hizo de pronto pedazos. Los imperiales me arrancaron de la silla y se apresuraron a llevarme de vuelta a la celda. Mi cabeza estaba demasiado brumosa para preguntarme por qué.
Sea como sea, en el pasillo a pocos metros de la celda nos tropezamos con la Dama.
Sí. Mi mensaje había llegado a su destino. En aquel momento había creído que el breve contacto que había establecido había suscitado tan sólo una respuesta de mis propios deseos. Pero ahí estaba.
Los imperiales echaron a correr. ¿Tan terrible es para su propia gente?
Susurro mantuvo su terreno.
Fuera lo que fuese lo que se cruzó entre ellas, lo hizo más allá de las palabras. Susurro me ayudó a ponerme en pie, me empujó al interior de la celda. Su rostro era piedra, pero sus ojos eran puras brasas.
—Lo siento. Frustrada de nuevo —croé, y caí sobre mi camastro.
Era pleno día cuando se cerró la puerta. Era de noche cuando desperté y la vi de pie a mi lado, con su disfraz de belleza.
—Te lo advertí —dijo.
—Sí. —Intenté sentarme. Me dolía todo el cuerpo, tanto por el maltrato como por empujar a un cuerpo viejo más allá de sus límites antes de mi captura.
—Tranquilo. No hubiera venido si mis intereses no lo hubieran exigido.
—De otro modo no te hubiera llamado.
—De nuevo me haces un favor.
—Sólo en interés de la autoconservación.
—Es posible, como dicen, que hayas saltado de la sartén al fuego. Susurro perdió muchos hombres hoy. ¿Ante qué?
—No lo sé. Goblin y Un Ojo… —Me callé. Maldita cabeza brumosa. Maldita voz compasiva. Ya había dicho demasiado.
—No fueron ellos. No poseen la habilidad de llamar a nada como eso. Vi los cuerpos.
—Entonces no lo sé.
—Te creo. Aún así… He visto heridas como ésas antes. Te las mostraré antes de que partamos para la Torre. —¿Había habido alguna vez una duda respecto a eso?—. Cuando efectúes tu examen, reflexiona en el hecho de que la última vez que unos hombres murieron de esa forma mi esposo gobernaba el mundo.
Nada de esto me preocupaba. Estaba preocupado por mi propio futuro.
—Él ha empezado ya a moverse. Mucho antes de lo que esperaba. ¿Nunca permanecerá tendido quieto y me dejará hacer mi trabajo?
Algunas sumas empezaban a acumularse. Un Ojo diciendo que algo había salido. Cuervo siendo atrapado debido a ello…
—Mierda, Cuervo, estúpido, lo hiciste de nuevo. —Por su cuenta, intentando ayudar a Linda, había estado a punto de dejar que el Dominador consiguiera salir en Enebro—. ¿Qué hiciste esta vez?
¿Por qué la cosa debería seguir y proteger a Un Ojo y los demás?
—Entonces, ¿éste es Cuervo?
Cagada Número Dos para Matasanos. ¿Por qué no puedo mantener mi maldita bocaza cerrada?
Se inclinó sobre él, apoyó una mano en su frente. Observé desde debajo de mis ceñudas cejas, los ojos desenfocados. No podía mirarla directamente a ella. Tenía el poder de hacer tambalearse las piedras.
—Regresaré pronto —dijo, encaminándose a la puerta—. No temas. Estarás seguro en mi ausencia.
La puerta se cerró.
—Por supuesto —murmuré—. Seguro de Susurro, quizá. Pero ¿cuán seguro de ti? —Miré la celda a mi alrededor, preguntándome si podía terminar de alguna forma con mi vida.
Susurro me llevó fuera a ver la carnicería allá donde perros e imperiales habían alcanzado a Un Ojo y Goblin. No era agradable, lo juro. Lo último que vi parecido antes fue cuando nos enfrentamos al forvalaka en Berilo, donde nos unimos a la Dama. Me pregunté si aquel monstruo habría vuelto y estaba rastreando de nuevo a Un Ojo. Pero lo había matado durante la Batalla de Hechizo, ¿verdad?
Pero el Renco sobrevivió…
Infiernos, sí, lo hizo. Y dos días después de que la Dama se fuera —yo estaba encerrado en la vieja fortaleza en Pacto, según supe— hizo su aparición. Una pequeña visita amistosa, sólo en honor de los viejos tiempos.
Capté su presencia antes de verlo realmente. Y el terror casi me abrumó.
¿Cómo había sabido…? Susurro. Casi con toda seguridad Susurro.
Vino a mi celda, flotando en una alfombra en miniatura. Su nombre ya no lo describía realmente. No podía ir a ninguna parte sin esa alfombra. No era más que la sombra de un ser humano, una ruina animada por la brujería y una loca y ardiente voluntad.
Flotó al interior de mi celda, se mantuvo suspendido en el aire, examinándome. Hice todo lo posible por no parecer intimidado, fracasé.
El fantasma de una voz se agitó en el aire.
—Ha llegado tu hora. Va a ser un prolongado y doloroso final a tu relato. Y yo disfrutaré hasta el último momento.
—Lo dudo. —Tenía que mantener las apariencias—. A mamá no le gustará que te inmiscuyas con su prisionero.
—Ella no está aquí, médico. —Empezó a derivar hacia atrás—. Empezaremos pronto. Tras un poco de tiempo para la reflexión. —Un asomo de risita loca derivó detrás de él. No estuve seguro de si la fuente era él o Susurro. Ella estaba en el pasillo, observando.
Una voz dijo:
—Pero ella está aquí.
Se quedaron helados. Susurro se puso pálida. El Renco pareció doblarse sobre sí mismo.
La Dama se materializó de la nada, apareciendo primero como un conjunto de destellos dorados. No dijo nada más. Los Tomados tampoco hablaron, porque no había nada que pudieran decir.
Quise intercalar una de mis observaciones, pero prevaleció la mejor parte del valor. Intenté hacerme pequeño. Una cucaracha. Algo en lo que nadie reparara.
Pero las cucarachas resultan aplastados por los pies descuidados…
Finalmente la Dama dijo:
—Renco, se te dio una misión. Nada en tus instrucciones te permite abandonar tu mando. Sin embargo, eso es lo que has hecho. De nuevo. Y los resultados son los mismos que cuando fuiste subrepticiamente a Rosas para sabotear a Atrapaalmas.
El Renco se encogió aún más.
Eso había sido hacía un maldito tiempo. Uno de nuestros hábiles turnos contra los Rebeldes de por aquel entonces. Lo que ocurrió fue que los Rebeldes atacaron el cuartel general del Renco mientras estaba lejos de su puesto intentando minar a Atrapaalmas.
Así que Linda estaba armando jaleo en la Llanura.
Mi espíritu se elevó. Era la confirmación de que el movimiento no se había derrumbado.
—Iros —dijo la Dama—. Y tened en cuenta esto. No habrá más comprensión. A partir de ahora viviremos bajo férreas reglas tal como las hizo mi esposo. La próxima vez será la última vez. Para vosotros o para cualquiera que me sirva. ¿Habéis entendido? ¿Renco? ¿Susurro?
Habían entendido. Tuvieron mucho cuidado de decirlo así con abundantes palabras.
Había allí comunicación por debajo del nivel de las meras palabras, no accesible para mí, porque se marcharon absolutamente convencidos de que la continuidad de sus existencias dependía de una obediencia total e incuestionada no sólo a la letra sino también al espíritu de sus órdenes. Se marcharon con aire aplastado.
La Dama desapareció en el momento mismo que se cerró la puerta de mi celda.
Apareció en carne y hueso poco antes de la caída de la noche. Su furia aún hervía. Me había enterado por los chismorreos de los guardias que Susurro tenía órdenes de volver también a la Llanura. Las cosas se habían puesto mal ahí fuera. Los Tomados en la escena no podían hacerse con la situación.
—Dales fuerte, Linda —murmuré—. Dales fuerte. —Estaba esforzándome duramente en resignarme a cual fuese el destino que tenía preparado para mí aquella tienda de los horrores.
Los guardias me sacaron de la celda poco después de anochecer. Trajeron también a Cuervo. No hice preguntas. Tampoco las hubieran respondido.
La alfombra de la Dama descansaba en el patio principal de la fortaleza. Los soldados colocaron a Cuervo en ella, lo ataron. Un hosco sargento me hizo señas de subir a bordo. Lo hice, sorprendiéndole con el hecho de saber cómo hacerlo. Tenía el corazón en los talones. Sabía cuál era mi destino.
La Torre.
Aguardé media hora. Finalmente llegó. Parecía pensativa. Incluso un poco alterada e insegura. Ocupó su lugar en el borde delantero de la alfombra. Nos elevamos.
Cabalgar una ballena del viento es más confortable y pone mucho menos a prueba los nervios. Una ballena del viento tiene sustancia, tiene escala.
Nos elevamos quizá trescientos metros y avanzamos hacia el sur. Dudo que hiciéramos más de cincuenta kilómetros por hora. Iba a ser un largo vuelo, a menos que decidiera interrumpirlo.
Al cabo de una hora me miró. Apenas podía discernir sus rasgos. Dijo:
—Visité el Túmulo, Matasanos.
No respondí, no sabía lo que esperaba como respuesta.
—¿Qué es lo que habéis hecho? ¿Qué ha liberado tu gente?
—Nada.
Miró a Cuervo.
—Quizás haya una forma. —Y al cabo de un tiempo—: Conozco la cosa que está libre… Duerme, médico. Hablaremos en otra ocasión. —Me eché a dormir. Y cuando desperté estaba en otra celda. Y supe, por los uniformes, que mi nueva prisión era la Torre en Hechizo.