Las cosas estaban mal. Mucho peor de lo que sospechábamos. Esos tipos de la Guardia eran más que paranoicos. Quiero decir, no tenían la menor idea de quiénes éramos. Pero no estaban dispuestos a que esto los detuviera.

De pronto se presentó medio pelotón. Ruidos de metal en la puerta. Nada de charla. Rostros hoscos. Teníamos problemas.

—No creo que vayan a soltarnos —dijo Goblin.

—Fuera —nos indicó un sargento.

Salimos. Todos menos Rastreador. Rastreador se limitó a quedarse sentado allí. Intenté una broma:

—Echa en falta a su perro.

Nadie se rió.

Uno de los guardias pinchó el brazo de Rastreador. Rastreador se tomó largo tiempo para volverse y mirar al hombre con un rostro carente de toda emoción.

—No debería de haber hecho esto —dije al Guardia.

—Cállate —restalló el sargento. Y al Guardia—: Tú, haz que se mueva.

El hombre que había pinchado a Rastreador intentó hacerlo de nuevo.

Hubiera podido parecer un palmada cariñosa en movimiento lento. Rastreador giró la mano alrededor del puño que avanzaba, aferró la muñeca, la rompió. El Guardia chilló. Rastreador lo arrojó a un lado. Su rostro permanecía igual de inexpresivo. Su mirada siguió al hombre tardíamente. Parecía empezar a preguntarse lo que ocurría.

Los otros Guardias se quedaron mirando con la boca abierta. Luego un par saltaron dentro de la celda, con las armas desnudas.

—¡Hey! ¡Tomáoslo con calma! —grité—. Rastreador…

Aún sumido en una especie de nada mental, Rastreador agarró sus armas, las arrojó a un rincón, y vapuleó sin el menor esfuerzo a los dos hombres. El sargento estaba debatiéndose entre el ultraje y la maravilla.

Intenté ablandarle.

—No es un tipo muy brillante. No se puede ir a él de este modo. Hay que explicarle las cosas lentamente, dos o tres veces.

—¡Yo se lo explicaré! —Empezó a enviar al resto de sus hombres al interior de la celda.

—Lo pondrás furioso, sólo conseguirás que alguien resulte muerto. —Hablé rápido mientras me preguntaba qué demonios ocurría con Rastreador y su maldito perro. Cuando el perro no estaba, Rastreador se convertía en un débil mental. Con tendencias homicidas.

El sargento dejó que el sentido común se sobrepusiera a su ira.

—Mantenlo bajo control.

Lo intenté. Sabía que el futuro inmediato no presentaba buenas perspectivas debido a la actitud de los soldados, pero no estaba abiertamente preocupado. Goblin y Un Ojo podían manejar cualquier problema que se desarrollara. Lo que había que hacer ahora era mantener intactas nuestras cabezas y nuestras vidas.

Deseaba atender a los tres soldados heridos, pero no me atreví. Simplemente mirar a Un Ojo y Goblin podía proporcionar indicios suficientes para que el otro lado llegara a imaginar finalmente quiénes éramos. No tenía sentido proporcionarles más. Me concentré en Rastreador. Una vez conseguí que se enfocara en mí no fue difícil acceder a él, calmarle, explicarle que íbamos a ir a algún lugar con los soldados.

Dijo:

—No deberían de haberme hecho eso, Matasanos. —Sonaba como un niño al que han herido los sentimientos. Hice una mueca. Pero los Guardias no reaccionaron al nombre.

Nos rodearon, todos con las manos sobre las armas, excepto los que intentaban llevar a sus compañeros heridos al médico de caballos que servía como médico de la Guardia. Algunos de ellos ansiaban devolver de alguna forma el golpe. Tuve trabajo en mantener a Rastreador tranquilo.

El lugar al que nos llevamos no me animó. Era un sótano húmedo debajo del cuartel general. Parecía una caricatura de una cámara de torturas. Sospeché que estaba pensada para intimidarnos. Habiendo visto la auténtica tortura y los auténticos instrumentos de tortura, reconocí la mitad del equipo como espurio o inusualmente anticuado. Pero también había algunos instrumentos que podían hacer buen servicio. Intercambié miradas con Goblin y Un Ojo.

—No me gusta este lugar —dijo Rastreador—. Quiero ir fuera. Quiero ver al Perro Matasapos.

—Tranquilo. Saldremos dentro de muy poco.

Goblin sonrió con su famosa sonrisa, aunque un poco torcida. Sí. Saldríamos de allí pronto. Quizá con los pies por delante, pero saldríamos.

El coronel Dolce estaba allí. No pareció complacido por nuestra reacción al escenario que había preparado. Dijo:

—Quiero hablar con vosotros. Antes no habéis parecido muy ansiosos por charlar. ¿Es mejor este ambiente?

—No exactamente. Sin embargo, le hace a uno reconsiderar las cosas. ¿Es éste el castigo por pisarles los talones a los caballeros comerciantes de Galeote? No me había dado cuenta de que tenían las bendiciones de la Guardia para su monopolio.

—Nada de juegos, señor Candela. Respuestas directas. Ahora. O mis hombres harán que tus próximas horas sean extremadamente desagradables.

—Pregunta. Pero tengo la mala sensación de que no tengo las respuestas que quieres oír.

—Entonces ésa será tu desgracia.

Miré a Goblin. Había entrado en una especie de trance.

El coronel dijo:

—No te creo cuando dices que sólo sois unos simples comerciantes. El esquema de vuestras preguntas indica un interés desacostumbrado hacia un hombre llamado Corbie y su casa. Corbie, déjame señalarlo, es sospechoso de ser o un agente Rebelde o un Resurreccionista. Háblame de él.

Lo hice, casi completamente y con toda sinceridad:

—Nunca había oído hablar de él hasta que llegamos aquí.

Pienso que me creyó. Pero sacudió lentamente la cabeza.

—Entiendo —dije—. No me crees ni siquiera aunque sabes que estoy diciendo la verdad.

—Pero ¿cuánta verdad dices? Ésa es la cuestión. La Rosa Blanca compartimenta su organización. Puede que no tengas ni idea de quién era Corbie y pese a todo hayas venido en su busca. ¿Lleva algún tiempo fuera de contacto?

Era agudo el mamón.

Mí rostro debía de ser demasiado estudiadamente inexpresivo. Asintió para sí mismo, nos escrutó a los cuatro, clavó su atención en Un Ojo.

—El hombre negro. Un tanto extraño, ¿no?

Me sorprendió que no extrajera más partido del color de la piel de Un Ojo. Los hombres negros eran extremadamente raros al norte del Mar de las Tormentas. Había muchas posibilidades de que el coronel jamás hubiera visto a uno antes. Que un hombre negro, muy viejo, es una de las piedras angulares de la Compañía Negra no es exactamente un secreto.

No respondí.

—Empezaremos con él. Parece el menos resistente.

—¿Quieres que los mate, Matasanos? —preguntó Rastreador.

—Quiero que mantengas la boca cerrada y te quedes quieto, eso es lo que quiero. —Maldita sea. Pero Dolce no pareció captar tampoco el nombre. O eso, o yo era menos famoso de lo que creía, lo cual hacía que mi ego se deshinchara un poco.

Dolce pareció sorprendido de que Rastreador se mostrara tan confiado.

Señaló a Un Ojo.

—Llevadlo al potro.

Un Ojo dejó escapar una risita y extendió sus manos hacia los hombres que se le acercaban. Goblin rió también. Su regocijo inquietó a todos. A mí en absoluto, porque conocía su sentido del humor.

Dolce me miró directamente a los ojos.

—¿Encuentran esto divertido? ¿Por qué?

—Si no piensas utilizar pronto un rasgo de comportamiento civilizado, no vas a tardar en descubrirlo.

Estuvo tentado a retroceder unos pasos, pero decidió que nos estábamos marcando un farol colosal.

Llevaron a Un Ojo al potro. Sonrió y se subió él mismo al instrumento de tortura. Goblin chilló:

—He aguardado treinta años para verte en una de esas cosas. Maldita sea mi suerte si alguien no hace girar el torno cuando llegue finalmente el momento.

—Veremos quién gira ese torno sobre quién, ombligo de mono —respondió Un Ojo.

Siguieron cruzándose bromas. Rastreador y yo permanecíamos quietos en pie, como postes. Los imperialistas empezaban a mostrarse cada vez más inquietos. Dolce, evidentemente, se preguntaba si no debería hacer bajar a Un Ojo y trabajarme a mí.

Ataron a Un Ojo. Goblin cloqueó, bailó una pequeña giga.

—Estiradlo hasta que mida tres metros de alto, chicos —dijo—. Y seguiréis teniendo un enano mental.

Alguien lanzó un golpe contra Goblin con el dorso de la mano. Goblin se inclinó sólo ligeramente. Cuando el hombre retiró su mano, tras fallar completamente y haber sido rozado tan sólo ligeramente por una mano protectora, contempló completamente asombrado su extremidad.

Diez mil puntos de sangre habían aparecido en ella. Formaban un dibujo. Casi un tatuaje. Y ese tatuaje mostraba dos serpientes entrelazadas, cada una con los colmillos enterrados en el cuello de la otra. Si lo que tienen las serpientes detrás de la cabeza es cuello.

Una distracción. La reconocí como tal, por supuesto. Tras el primer momento, me concentré en Un Ojo. Simplemente sonrió.

Los hombres que tenían que estirar su cuerpo hasta dislocar sus articulaciones avanzaron unos pasos al cabo de un momento, azotados por el gruñido de su coronel. Dolce se sentía malditamente incómodo ahora. Tenía la sospecha de que se enfrentaba a algo extraordinario, pero se negaba a ser intimidado.

Cuando los torturadores pusieron sus manos sobre el torno, el desnudo vientre de Un Ojo pareció hincharse. Y una gran araña de aspecto desagradable se arrastró fuera de su ombligo. Surgió formando una pelota, impulsándose con sólo dos patas, luego desplegó las otras alrededor de un cuerpo de la mitad de tamaño de mi pulgar. Se echó a un lado y otra brotó detrás. La primera caminó a lo largo de la pierna de Un Ojo, hacia el hombre que sujetaba el torno al cual estaban atados los tobillos del hechicero. Los ojos del hombre se fueron haciendo más y más grandes. Se volvió hacia su oficial al mando.

Un silencio absoluto llenó el sótano. No creo que los imperiales se acordaran siquiera de respirar.

Otra araña se arrastró fuera del ahora hinchado vientre de Un Ojo. Y otra. Y el vientre pareció disminuir sólo un poco cada vez. Su rostro cambió, adoptando rápidamente el que podría tener una araña cuando la miras desde realmente cerca. La mayoría de la gente no tiene el nervio necesario para soportarlo.

Goblin rió quedamente.

—¡Dad vueltas al torno! —rugió Dolce.

El hombre a los pies de Un Ojo lo intentó. La primera araña se deslizó palanca arriba hasta llegar a su mano. Chilló, sacudió espasmódicamente la mano, arrojó al arácnido a las sombras.

—Coronel —dije con una voz tan pragmática como pude conseguir—, esto ya ha ido demasiado lejos. No dejemos que nadie resulte herido.

Ellos eran toda una multitud y nosotros sólo cuatro, y Dolce deseaba realmente apoyarse en ello. Pero varios hombres se estaban dirigiendo ya hacia la salida. La mayoría se estaban apartando de nosotros. Todo el mundo miraba a Dolce.

Maldito Goblin. Tenía que dejar mostrar su entusiasmo. Chilló:

—Espera, Matasanos. Ésta es una posibilidad que sólo se presenta una vez en la vida. Deja que estiren un poco a Un Ojo.

Vi la luz iluminarse detrás de los ojos de Dolce, aunque intentó ocultarlo.

—Maldita sea, Goblin. Ya la has cagado. Vamos a tener que hablar sobre todo esto cuando haya acabado. Coronel. ¿Qué hacemos? La situación está en mis manos. Como sabe muy bien ahora.

Eligió lo mejor que podía hacer.

—Suéltalo —le dijo al hombre que estaba más cerca de Un Ojo.

Había arañas cubriendo todo el cuerpo de Un Ojo. Ahora estaban saliendo de su boca y de sus orejas. Se había entusiasmado y había estado sacando todo lo que se puede imaginar, todo tipo de arácnidos, todos grandes y revulsivos. Los hombres de Dolce se negaban a acercársele.

Le dije a Rastreador:

—Ve a la puerta. No dejes que nadie salga. —No tuvo problema en comprender eso. Solté a Un Ojo. Tuve que estar recordándome constantemente que los arácnidos eran ilusiones.

Ilusiones: sentí el cosquilleo de diminutas patitas… Demasiado tarde me di cuenta de que las legiones de Un Ojo avanzaban hacia Goblin.

—¡Maldita sea, Un Ojo! ¡Crece! —El hijo de puta no estaba satisfecho con engañar a los imperiales. Tenía que jugar con Goblin también. Me volví hacia Goblin—. Si haces una maldita cosa para implicarte en esto, me ocuparé de que nunca más vuelvas a abandonar el Agujero. Coronel Dolce. No puedo decir que haya disfrutado con tu hospitalidad. Si tú y tus hombres queréis pasar a este lado. Resulta que tenemos que irnos.

Reluctante, Dolce hizo un gesto. La mitad de sus hombres se negaron a dirigirse hacia las arañas.

—Un Ojo. Se han acabado los juegos. Es hora de salir de aquí vivos. ¿Te importa?

Un Ojo hizo un gesto. Sus tropas de ocho patas corrieron a las sombras detrás del potro, donde desaparecieron en ese loco olvido del que brotan tales cosas. Un Ojo trotó hasta situarse al lado de Rastreador. Ahora se sentía arrogante. Durante semanas íbamos a oír cómo nos había salvado. Si vivíamos lo suficiente para poder escapar aquella noche.

Indiqué a Goblin que se reuniera con ellos, luego yo hice lo mismo. Les dije a Goblin y Un Ojo:

—No quiero ningún sonido para escapar de esta habitación. Y quiero esa puerta sellada como si formara parte de la pared. Luego quiero saber dónde podemos encontrar a ese personaje Corbie.

—Eso está hecho —dijo Un Ojo. Guiñó su ojo y añadió—: Hasta otra, coronel. Ha sido divertido.

Dolce evitó formular ninguna amenaza. Era un hombre sensato.

Descubrir la habitación tomó a los hechiceros diez minutos, que encontré desmesuradamente largos. Empecé a sentirme ligeramente suspicaz, pero olvidé esa idea cuando dijeron que habían terminado y que el hombre que buscábamos estaba en otro edificio cercano.

Hubiera debido atenerme a mis sospechas.

Cinco minutos más tarde estábamos a la puerta del edificio donde se suponía que estaba Corbie. No habíamos encontrado ninguna dificultad en llegar hasta allí.

—Un segundo, Matasanos —dijo Un Ojo. Miró al edificio que acabábamos de abandonar, chasqueó los dientes.

Todo el maldito lugar se desmoronó hacia dentro.

—Maldito bastardo —susurré—. ¿Por qué has hecho esto?

—Ahora ya no hay nadie que sepa quiénes somos.

—¿Y qué importaba que lo supieran?

—También le hemos cortado la cabeza a la serpiente. Habrá tanta confusión que podríamos largarnos con las joyas de la Dama si quisiéramos.

—¿Ah, sí? —Tenía que haber alguien que supiera que habíamos sido traídos allí. Se harían preguntas si nos veían deambulando por aquel lugar—. Dime, oh genio. ¿Localizaste los documentos que quiero antes de que echaras abajo el lugar? Si están ahí dentro, tú eres el que vas a tener que cavar para recuperarlos.

Su rostro se hundió.

Sí. Esperaba eso. Porque éste es mi tipo de suerte. Y así es como es Un Ojo. Nunca piensa detenidamente las cosas.

—Primero nos ocuparemos de Corbie —dije—. Adentro.

Cuando cruzamos la puerta encontramos a Lance que salía para averiguar qué había sido todo aquel estrépito.