Los truenos y los relámpagos seguían golpeando por todas partes. El sonido y los destellos penetraban las paredes como si fueran de papel. Dormí inquieto, con los nervios más alterados de lo que deberían. Los otros estaban muertos al mundo. ¿Por qué yo no?

Empezó como una cabeza de alfiler en un rincón, una mota de luz dorada. La mota se multiplicó. Deseé cruzar corriendo la habitación y martillear las cabezas de Goblin y Un Ojo y llamarles mentirosos. Se suponía que el amuleto me mantenía invisible. Débilmente, el más fantasmal de los susurros, como el grito de un fantasma al fondo de una larga y fría caverna:

—Médico. ¿Dónde estás?

No respondí. Sentí deseos de cubrirme la cabeza con la manta, pero no pude moverme.

Ella permaneció difusa, oscilante, incierta. Quizá tenía problemas para verme. Cuando su rostro adquirió momentáneamente sustancia, no miró hacia mí. Sus ojos parecían ciegos.

—Has venido desde la Llanura del Miedo —dijo con aquella voz lejana—. Estás en algún lugar en el norte. Dejaste un amplío rastro. Eres estúpido, amigo mío. Te encontraré. ¿Acaso no lo sabes? No puedes ocultarte. Incluso un vacío puede ser visto.

Ella no tenía la menor idea de dónde estaba yo. Hice lo correcto no respondiendo. Ella deseaba que me traicionara a mí mismo.

—Mi paciencia no es ilimitada, Matasanos. Pero todavía puedes venir a la Torre. Pero hazlo pronto. A tu Rosa Blanca no le queda mucho tiempo.

Finalmente conseguí subirme la manta hasta la barbilla. Qué espectáculo debía de estar dando. Divertido, en retrospectiva. Como un niño pequeño temeroso de los fantasmas.

El resplandor fue desvaneciéndose lentamente. Con él desapareció el nerviosismo que me había atormentado desde nuestro regreso de la casa de Bomanz.

Mientras me tranquilizaba miré al Perro Matasapos. Capté el brillo de un relámpago en un solo ojo abierto.

Bien. Por primera vez tenía un testigo de una de mis visitas. Pero era un perro.

No creo que nadie me creyera respecto a ellas, nunca, excepto que lo que informaba resultaba verificarse siempre como cierto.

Dormí.

Goblin me despertó.

—El desayuno.

Comimos. Hicimos todo un espectáculo de buscar mercados para nuestros artículos, de buscar conexiones a largo plazo para futuros viajes. El negocio no fue bueno, excepto nuestro anfitrión, que se ofreció a comprarnos regularmente nuestros destilados. Había una cierta demanda entre la Guardia Eterna. Los soldados tenían poco que hacer excepto beber.

La hora del almuerzo. Y mientras comíamos y preparábamos nuestros pensamientos para la sesión que iba a seguir, los soldados entraron en la posada. Preguntaron al propietario si alguno de sus huéspedes había salido la otra noche. El buen viejo propietario negó tajantemente la posibilidad. Afirmó que tenía el sueño más ligero del mundo. Se enteraba siempre si alguien entraba o salía.

Aquello fue suficientemente satisfactorio para los soldados. Se marcharon.

—¿A qué se debe esto? —pregunté cuando el propietario pasó por nuestro lado.

—Alguien entró en la casa de Corbie la otra noche —dijo. Sus ojos se entrecerraron. Recordó otras preguntas. Un error por mi parte.

—Curioso —dije—. ¿Por qué querría alguien hacer eso?

—Sí. ¿Por qué? —Siguió con sus asuntos, pero era evidente que estaba pensativo.

Yo también estaba pensativo. ¿Cómo habían detectado nuestra visita? Habíamos sido muy cuidadosos en no dejar huellas.

Goblin y Un Ojo estaban inquietos también. Sólo Rastreador parecía no preocupado. Su única incomodidad era estar allí, cerca del Túmulo.

—¿Qué podemos hacer? —pregunté—. Estamos rodeados y superados en número, y quizás ahora seamos sospechosos. ¿Cómo echamos mano a ese Corbie?

—Eso no es problema —dijo Un Ojo—. El auténtico problema es irnos una vez lo hayamos hecho. Si pudiéramos llamar a una ballena del viento justo a tiempo…

—Dime cómo no es tan difícil.

—A medianoche vamos al recinto de la Guardia, utilizamos el conjuro de sueño, cogemos a nuestro hombre y sus papeles, llamamos de vuelta a su espíritu y lo sacamos de allí. Pero ¿luego qué? ¿Eh, Matasanos? ¿Luego qué?

—¿Adónde vamos? —medité—. ¿Y cómo?

—Hay una respuesta —dijo Rastreador—. El bosque. La Guardia no podrá encontrarnos en el bosque. Si cruzamos el Gran Trágico estaremos a salvo. No disponen de efectivos para una persecución en toda regla.

Me mordisqueé el borde de una uña. Había algo en lo que decía Rastreador. Supuse que conocía el bosque y las tribus lo suficientemente bien como para que sobreviviéramos con la carga de un hombre herido. Pero hacer eso sólo conducía a otros problemas.

Todavía quedaban por cruzar más de mil quinientos kilómetros para alcanzar la Llanura del Miedo. Con el imperio alerta.

—Esperad aquí —les dije a todos, y me marché.

Me apresuré al recinto imperial, entré en la oficina que había visitado antes, me sacudí la lluvia de encima, examiné un mapa en la pared. El muchacho que había registrado nuestra habitación en busca de contrabando se me acercó.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—No lo creo. Sólo quería comprobar unas cosas en el mapa. ¿Es exacto?

—Ya no. El río ha variado su curso más de un kilómetro hacia ese lado. Y la mayor parte de la llanura de aluvión ya no está cubierta de bosque. Todo fue arrastrado por las aguas.

—Hummm. —Apoyé los dedos en el mapa, haciendo estimaciones.

—¿Para qué quieres saberlo?

—Negocios —mentí—. Oí que podíamos contactar con una de las tribus más grandes alrededor de un lugar llamado las Rocas del Águila.

—Eso son setenta kilómetros. No podréis conseguirlo. Os matarán y se quedarán con todo lo que llevéis. La única razón de que no ataquen a la Guardia y la carretera es que ambas tienen la protección de la Dama. Si este invierno que se avecina es tan malo como los últimos, sin embargo, ni siquiera eso los detendrá.

—Hummm. Bueno, era una idea. ¿Tú eres el que llaman Lance?

—Sí. —Sus ojos se entrecerraron suspicazmente.

—He oído decir que te ocupas de un cierto tipo… —dejé la frase en suspenso. La reacción del otro no fue la que esperaba—. Bueno, eso es lo que dicen por la ciudad. Gracias por el consejo. —Salí. Pero temí haberlo estropeado todo.

Pronto supe que lo había estropeado.

Un pelotón al mando de un mayor se presentó en la posada sólo unos minutos después de mi regreso. Nos pusieron a todos bajo arresto antes de que supiéramos lo que estaba ocurriendo. Goblin y Un Ojo apenas tuvieron tiempo de lanzar conjuros de ocultación sobre su equipo.

Nos hicimos los ignorantes. Maldijimos y gruñimos y nos quejamos. No sirvió de nada. Nuestros captores sabían menos que nosotros por qué habíamos sido arrestados. Simplemente seguían órdenes.

La expresión del propietario de la posada me hizo estar seguro de que había informado de nosotros como sospechosos. Supuse también que Lance había dicho algo acerca de mi visita que había inclinado la balanza hacia un lado. Fuera como fuese, íbamos camino de nuestras celdas.

Diez minutos después de que la puerta se cerrara resonante tras nosotros se presentó el comandante en jefe de la Guardia Eterna en persona. Suspiré aliviado. No había estado allí antes. Al menos no era nadie que conociéramos. Por lo tanto, él tampoco podía conocernos a nosotros.

Habíamos tenido tiempo de preparar lo que íbamos a decir utilizando el habla de los sordos. Todos menos Rastreador. Pero Rastreador parecía perdido dentro de sí mismo. No habían permitido que su perro lo acompañara. Se había puesto furioso a causa de ello. Asustó terriblemente a los tipos que nos arrestaron. Durante un minuto creyeron que iban a tener que reducirlo por la fuerza.

El comandante nos estudió, luego se presentó.

—Soy el coronel Dolce. Mando la Guardia Eterna. —Lance flotaba tras él, ansioso—. He pedido que os trajeran aquí porque algunos aspectos de vuestro comportamiento han sido… inusuales.

—¿Hemos quebrantado inadvertidamente alguna regla no reflejada públicamente en el cartel?

—En absoluto. En absoluto. El asunto es enteramente circunstancial. Lo que podríamos llamar una cuestión de intención no declarada.

—Me he perdido, señor.

Empezó a pasear arriba y abajo por el pasillo fuera de nuestra celda. Arriba y abajo.

—Aquí se aplica el viejo dicho de que las acciones hablan más fuerte que las palabras. Tengo informes sobre vosotros de distintas fuentes. Acerca de vuestra excesiva curiosidad por asuntos no conectados con vuestro negocio.

Hice lo mejor que pude por parecer desconcertado.

—¿Qué hay de inusual en hacer preguntas en un lugar nuevo? Mis asociados no han estado nunca antes aquí. Han pasado años desde que yo estuve por última vez. Las cosas han cambiado. De todos modos, sigue siendo uno de los lugares más interesantes del imperio.

—También uno de los más peligrosos, comerciante. Candela, ¿no es así? Señor Candela, estuviste en tu tiempo de servicio aquí. ¿En qué unidad?

Eso podía contestarlo sin vacilar.

—Cresta de Dragón. Coronel Lot. Segundo batallón. —Estuve allí, después de todo.

—Sí. La brigada mercenaria de Las Rosas. ¿Cuál era la bebida favorita del coronel?

Oh, muchacho.

—Yo era piquero, coronel. No bebía con el brigadier.

—Correcto. —Siguió paseando arriba y abajo. No pude decir si mi respuesta había funcionado o no. Cresta de Dragón no había sido una unidad famosa y con historia como la Compañía Negra. ¿Quién demonios iba a recordar nada de ella? Al cabo de un tiempo—: Debéis comprender mi posición. Con esa cosa enterrada ahí, la paranoia se convierte en un riesgo ocupacional. —Señaló en dirección al lugar donde debía de estar el Gran Túmulo. Luego se marchó a largas zancadas.

—¿Qué demonios era todo eso? —preguntó Goblin.

—No lo sé. Y no estoy seguro de que quiera descubrirlo. Sea como sea, nos hemos metido en un gran problema. —Eso en beneficio de quien pudiera estar escuchando.

Goblin captó la indirecta.

—Maldita sea, Candela, te dije que no deberíamos de haber subido hasta aquí. Te dije que la gente de Galeote debía de tener algún acuerdo con la Guardia.

Un Ojo quiso intervenir. Me ponían realmente furioso. Hice seña de utilizar a partir de entonces tan sólo el habla de los dedos, decidido a esperar a que el coronel se presentara de nuevo.

De todos modos, no teníamos muchas otras elecciones.