El clima en Galeote era algo menos que excitante. Más al norte se convertía en pura miseria coagulada, aunque los ingenieros imperiales habían hecho todo lo posible por hacer la carretera del bosque utilizable. Buena parte de ella era camino de rollizos, troncos cortados y embreados y colocados el uno junto al lado del otro. En las zonas donde la nieve era persistente había armazones que soportaban cubiertas de lona.
—Un paisaje realmente sorprendente —dijo Un Ojo.
—Hum. —Se suponía que la preocupación acerca del Dominador tenía que ser cero desde el triunfo de la Dama en Enebro. Esto parecía mucho esfuerzo para mantener un camino abierto.
La nueva carretera avanzaba muchos kilómetros al oeste de la antigua porque el Gran Río Trágico había variado su curso y había seguido haciéndolo. El viaje desde Galeote hasta el Túmulo era veinticinco kilómetros más largo. Los últimos setenta no estaban completamente terminados. Tuvimos que soportarlo.
Encontramos al ocasional comerciante que se encaminaba al sur. Todos sacudían la cabeza y nos decían que perdíamos el tiempo. Las posibles fortunas a obtener se habían evaporado. Las tribus habían cazado a los animales por sus pieles hasta su extinción.
Rastreador se había mostrado preocupado desde que abandonamos Galeote. No podía imaginar por qué. Quizá superstición. El Túmulo sigue siendo un lugar temible para las clases inferiores de Forsberg. El Dominador es el coco que invocan las madres para asustar a los niños. Aunque llevaba desaparecido cuatrocientos años, su huella seguía siendo indeleble.
Nos tomó una semana cubrir los últimos setenta kilómetros. Empezaba a preocuparme el tiempo empleado. Era posible que no consiguiéramos cumplir nuestra misión y regresar a casa antes del invierno.
Apenas habíamos salido del bosque al gran claro del Túmulo cuando me detuve.
—Ha cambiado.
Goblin y Un Ojo se arrastraron detrás de mí.
—Buf —chilló Goblin—. Seguro que sí.
Parecía casi abandonado. Ahora era un pantano, con sólo los puntos más altos del Túmulo propiamente dicho aún identificables. Cuando lo visitamos por última vez, una horda de imperiales estaban limpiando, reparando y estudiando con incansable celo y agitación.
Reinaba un silencio casi absoluto. Eso me preocupaba más que el estado de decadencia del Túmulo. Una lenta y firme llovizna bajo un cielo profundamente gris. Frío. Y ningún sonido.
El camino de rollizos estaba completado allí. Avanzamos. Hasta que entramos en la ciudad, cuyos edificios estaban en su mayor parte sin pintar y como abandonados, no vimos un alma. Una voz llamó:
—Alto y decid a qué habéis venido aquí.
Me detuve.
—¿Dónde estás?
El Perro Matasapos, más que normalmente ambicioso, trotó hasta una estructura abandonada y olisqueó. Un Guardia rezongón salió a la llovizna.
—Aquí.
—Oh. Me sobresaltaste. Me llamo Candela. De Candela, Herrero, Herrero, Sastre e hijos. Comerciantes.
—¿Sí? ¿Y esos otros?
—Ahí dentro están Herrero y Sastre. Ése es Rastreador. Trabaja para nosotros. Somos de Rosas. Oímos decir que el camino al norte estaba abierto de nuevo.
—No escuchéis todo lo que dicen —cloqueó. Supe que estaba de buen humor a causa del tiempo. Era un día espléndido para el Túmulo.
—¿Cuál es el procedimiento? —pregunté—. ¿Dónde podemos ir?
—El Diablo Azul es el único lugar. Les alegrará recibir clientes. Acomodaos. Presentaos mañana al cuartel general.
—Muy bien. ¿Dónde está el Diablo Azul?
Me lo dijo. Hice restallar las riendas. El carro se puso de nuevo en marcha.
—Todo parece muy relajado —dije.
—¿Por dónde podemos escapar? —contraatacó Un Ojo—. Saben que estamos aquí. Sólo hay una salida. Si no jugamos según sus reglas, simplemente le pondrán el corcho a la botella.
El lugar daba esa sensación.
También daba una sensación que iba acorde con el tiempo. Baja. Deprimente. Las sonrisas eran escasas, y en su mayor parte comerciales.
El propietario del Diablo Azul no preguntó nombres, simplemente exigió el pago por adelantado. Los demás comerciantes nos ignoraron, aunque el comercio de pieles, tradicionalmente, es un monopolio de Galeote.
Al día siguiente alguna gente del lugar vino a examinar nuestras mercancías. Había cargado cosas que había oído que se vendían bien, pero conseguimos pocas ventas. Tan sólo el licor suscitó algunas ofertas. Pregunté cómo ponerme en contacto con las tribus.
—Espera. Vienen cuando vienen.
Hecho esto, fui al cuartel general de la Guardia. No había cambiado, aunque el recinto que lo rodeaba parecía más abandonado.
El primer hombre que encontré era uno que recordaba. Había tenido unos asuntos con él.
—Me llamo Candela —dije—. De Candela, Herrero, Herrero, Sastre e Hijos, de Rosas. Comerciantes. Me dijeron que me presentara aquí.
Me miró de una forma extraña, como si algo le estuviera reconcomiendo. Estaba recordando algo. No deseaba que le preocupara como puede hacerlo una cavidad en un diente. Podía llegar a obtener una respuesta.
—Ha habido algunos cambios desde que estuve aquí con el ejército.
—Todo es una ruina —gruñó—. Una ruina. Peor cada día. ¿Y crees que le importa a alguien? Vamos a pudrirnos aquí. ¿Cuántos sois en tu grupo?
—Cuatro. Y un perro.
Un mal movimiento. Frunció el ceño. No tenía sentido del humor.
—¿Nombres?
—Candela. Un Herrero. Sastre. Rastreador. Trabaja para nosotros. Y el Perro Matasapos. Hay que llamarle por su nombre completo o se ofende.
—Eres un tipo divertido, ¿eh?
—Hey, no te ofendas. Pero este lugar necesita un poco de luz del sol.
—Sí. ¿Sabes leer?
Asentí.
—Las reglas están en ese cartel de ahí. Tienes dos elecciones. Obedécelas. O muérete. ¡Lance!
Un soldado apareció de una oficina de atrás.
—¿Sí, sargento?
—Un nuevo comerciante. Ve a comprobar. ¿Has dicho que estás en el Diablo Azul, Candela?
—Sí. —La lista de las reglas no había cambiado. Era el mismo papel, casi demasiado descolorido como para poder leerlo. Básicamente decía que uno no debía inmiscuirse con el Túmulo. Inténtalo, y si él no te mata lo haremos nosotros.
—¿Señor? —dijo el soldado—. Cuando quieras.
—Estoy listo.
Regresamos al Diablo Azul. El soldado examinó por encima nuestras cosas. Lo único que le intrigó fue mi arco y el hecho de que todos fuéramos bien armados.
—¿Para qué tantas armas?
—Nos han hablado de problemas con los hombres de las tribus.
—Han exagerado. Sólo roban. —Goblin y Un Ojo no atrajeron ninguna atención especial. Me sentí complacido—. Ya has leído las reglas. Ateneos a ellas.
—Las conozco de hace tiempo —dije—. Estuve destinado aquí cuando estuve en el ejército.
Me miró con los ojos ligeramente entrecerrados, asintió, se fue.
Todos suspiramos. Goblin retiró el conjuro de ocultación del equipo que él y Un Ojo habían traído. El rincón vacío detrás de Rastreador se llenó de cosas.
—Podría volver —protesté.
—No deseamos mantener ningún conjuro más tiempo del que sea estrictamente necesario —dijo Un Ojo—. Puede haber alguien por ahí capaz de detectarlo.
—Sí, claro. —Abrí una rendija lo postigos de nuestra única ventana. Las bisagras chirriaron—. Hay que engrasarlas —sugerí. Estudié la ciudad. Estábamos en el segundo piso del edificio más alto fuera del complejo de la Guardia. Desde allí se podía ver la casa de Bomanz—. Chicos. Mirad esto.
Miraron.
—Está en una maldita buena forma, ¿eh? —Cuando la había visto por última vez era un firme candidato a la demolición. El miedo supersticioso la había mantenido sin usar. Recordé haber husmeado dentro de ella en varias ocasiones—. ¿Te apetece un paseo, Rastreador?
—No.
—Como quieras… —Me pregunté si tendría enemigos allí—. Pero me sentiría mejor si vinieras conmigo.
Se ciñó la espada. Salimos de la habitación, bajamos las escaleras, nos metimos en la calle… si aquella extensión de lodo podía llamarse así. El camino de rollizos llegaba sólo hasta el recinto, con un ramal que se prolongaba hasta el Diablo Azul. Más allá sólo había pasarelas de tablas.
Fingimos curiosear. Le conté a Rastreador historias acerca de mi última visita, la mayoría casi verdaderas. Intentaba adoptar el papel de una persona forastera, voluble y extrovertida. Me pregunté si no estaría malgastando el tiempo. No vi a nadie interesado en lo que yo pudiera decir.
La casa de Bomanz había sido restaurada amorosamente. Sin embargo, no parecía estar ocupada. O guardada. O conservada como monumento. Curioso. A la hora de cenar se lo pregunté a nuestro anfitrión. Ya me había etiquetado como un estúpido nostálgico. Nos dijo:
—Un viejo tipo se mudó a ella hará unos cinco arios. Tullido. Hacía trabajos para la Guardia. Arregló el lugar en sus tiempos libres.
—¿Qué le ocurrió?
—Mientras estaba en casa, calculo que hará cuatro meses, sufrió un ataque al corazón o algo así. Lo encontraron aún vivo pero como un vegetal. Lo llevaron al recinto. Por todo lo que sé, todavía está ahí. Lo alimentan como a un bebé. Ese chico que estuvo aquí para inspeccionaros es a quien tenéis que preguntar. Él y Corbie eran amigos.
—Corbie, ¿eh? Gracias. Otra jarra.
—Vamos, Matasanos —dijo Un Ojo en voz baja—. Olvida la cerveza. Ese tipo se la hace él mismo. Es terrible.
Tenía razón. Pero yo me estaba preparando para pensar intensamente.
Teníamos que entrar en esa casa. Eso significaba movimientos nocturnos y habilidades de hechicero. Significaba también nuestro mayor riesgo desde que Goblin y Un Ojo se comportaron estúpidamente en Rosas.
Un Ojo le preguntó a Goblin:
—¿Crees que estamos ante una disociación?
Goblin se mordió el labio.
—Habrá que verlo.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—Tendría que ver al hombre para estar seguro, Matasanos, pero lo que le ocurrió a ese Corbie no suena como un ataque al corazón.
Goblin asintió.
—Suena como alguien que se salió de su cuerpo y quedó atrapado fuera.
—Quizá podamos arreglar las cosas para verle. ¿Qué hay de la casa?
—Lo primero es asegurarnos de que nadie merodea por ella. Como quizá el fantasma de Bomanz.
Ese tipo de charla me pone nervioso. No creo en fantasmas. O no quiero creer.
—Si quedó atrapado fuera, o fue sacado, hay que preguntarse cómo y por qué. El hecho de que fue ahí donde vivió Bomanz ha de ser tenido en cuenta. Algo que quedó de su época pudo haber atrapado a ese Corbie. Y puede ser lo que nos ocurra a nosotros si no vamos con cuidado.
—Complicaciones —gruñí—. Siempre las complicaciones.
Goblin rió burlonamente.
—Tú vigila por ti —dije—, o puede que acabe vendiéndote al mejor postor.
Una hora más tarde llegó una salvaje tormenta. Aulló y martilleó la posada. El techo filtró parte de la lluvia. Cuando le informé de eso, nuestro anfitrión empezó a echar pestes, aunque no contra mí. Evidentemente hacer reparaciones no era fácil bajo las condiciones del momento, pero eran necesarias si no se quería que el lugar se deteriorase completamente.
—La maldita leña para el fuego es lo peor —se quejó—. No podemos dejarla fuera. O bien queda enterrada bajo la nieve o se empapa tanto de la maldita agua que no puedes secarla fuera. En un mes este lugar estará lleno de ella del suelo al techo. Al menos llenar el lugar hace que sea menos difícil de calentar.
Hacia medianoche, después de que la Guardia hubiera cambiado guardias y el nuevo turno hubiera tenido tiempo de sentirse aburrido y soñoliento, nos deslizamos fuera. Goblin se aseguró de que todo el mundo dentro de la posada estuviera dormido.
El Perro Matasapos trotaba delante, buscando posibles testigos. Sólo encontró uno. Goblin se ocupó también de él. En una noche como aquélla no había nadie fuera. Deseé que yo tampoco.
—Asegúrate de que nadie pueda ver ninguna luz —dije una vez nos hubimos deslizado dentro—. Creo que deberíamos empezar por arriba.
—Yo —protestó Un Ojo— más bien creo que primero deberíamos averiguar si hay alguna presencia o alguna trampa.
Volví la vista hacia la puerta. No había pensado en aquello antes de entrar.