—¿Nunca mejorará este tiempo? —se quejó Un Ojo. Durante una semana habíamos avanzado penosamente hacia el norte, abrumados por aguaceros diarios. Los caminos eran malos y prometían volverse peores. Practicando mí forsberger con los granjeros al borde del camino, supe que este tiempo llevaba siendo común desde hacía años. Hacía que llevar las cosechas a la ciudad resultara difícil y, peor aún, permitía que el cereal enfermase. Ya había habido un brote de danza del fuego en Galeote, una enfermedad que podía rastrearse hasta el centeno infectado. También había gran abundancia de insectos. En especial mosquitos.
Los inviernos, aunque anormalmente abundantes en nieve y lluvia, eran más suaves que cuando estuvimos estacionados allí. Los inviernos suaves no eran un buen augurio para el control de las plagas. Por otra parte, las especies de caza habían disminuido porque no podían pastar en la nieve profunda.
Ciclos. Sólo ciclos, me aseguraban los viejos del lugar. Los malos inviernos vienen después del paso del gran cometa. Pero incluso ellos piensan que éste es un ciclo entre ciclos.
El clima de hoy es ya el más impresionante de todos los tiempos.
—Pacto —dijo Goblin, y no se refería a las cartas. Esa fortaleza, que la compañía había tomado a los Rebeldes, se alzaba allá delante. El camino serpenteaba bajo sus ceñudas murallas. Yo me sentía turbado, como siempre cuando nuestro camino nos acercaba a un bastión imperial. Pero esta vez no había ninguna necesidad. La Dama se sentía tan confiada acerca de Forsberg que la gran fortaleza se alzaba abandonada. De hecho, cerrada, parecía destartalada. Sus vecinos la estaban robando pieza a pieza, según la costumbre de los campesinos de todo el mundo. Supongo que es la única retribución que reciben por sus impuestos, aunque puede que tengan que aguardar generaciones para que la tortilla se dé la vuelta.
—Mañana Galeote —dije mientras dejábamos el carro fuera de una posada unos cuantos kilómetros más allá de Pacto—. Y esta vez no habrá problemas, ¿me habéis oído?
Un Ojo tuvo la delicadeza de parecer avergonzado. Pero Goblin estaba dispuesto a discutir.
—No te preocupes —le dije—. Haré que Rastreador te arrastre y te ate. No estamos jugando.
—La vida es un juego, Matasanos —dijo Un Ojo—. Te la tomas demasiado malditamente en serio. —Pero se comportó, tanto aquella noche como al día siguiente, cuando entramos en Galeote.
Hallé un lugar muy alejado de las zonas que habíamos frecuentado antes. Daba hospedaje a comerciantes y viajeros que estaban poco tiempo. No despertamos ninguna atención en especial. Rastreador y yo mantuvimos vigilados a Goblin y Un Ojo. No parecían inclinados a volver a hacer estupideces.
Al día siguiente fui en busca de un herrero llamado Arena. Rastreador me acompañó. Goblin y Un Ojo se quedaron atrás, frenados por las más terribles amenazas que me pude inventar.
No fue difícil encontrar el taller de Arena. Era un miembro antiguo de su oficio, muy conocido por sus colegas. Seguimos direcciones. Nos condujeron a través de calles familiares para mí. Allí la Compañía había vivido algunas aventuras.
Se las conté a Rastreador mientras caminábamos. Señalé:
—Ha habido mucha reconstrucción desde entonces. Arrasamos un tanto en lugar.
El Perro Matasapos se escurrió entre nuestras piernas, como hacía a menudo cuando se retrasaba. Se detuvo de pronto, miró suspicazmente a su alrededor, dio unos cuantos pasos tentativos, se sentó sobre su barriga.
—Problemas —dijo Rastreador.
—¿De qué tipo? —No se veía nada obvio.
—No lo sé. No sabe hablar. Simplemente adopta su actitud de vigila–hay–problemas.
—De acuerdo. No cuesta nada ser cautelosos. —Entramos en un lugar que vendía y reparaba guarniciones. Rastreador habló de necesitar una silla de montar para un cazador de animales grandes. Yo me quedé en el umbral vigilando la calle.
No vi nada inusual. La cantidad normal de gente que iba y venía enfrascada en sus asuntos habituales. Pero al cabo de un momento observé que la herrería de Arena no tenía clientes. Que ninguno de los sonidos propios de una herrería brotaban de ella. Se suponía que él debía de estar supervisando a un pelotón de aprendices y obreros.
—Hey. Propietario. ¿Qué le ha ocurrido al herrero de ahí delante? La última vez que estuvimos aquí nos hizo algunos trabajos. El lugar parece vacío.
—Los chicos grises es lo que ha ocurrido. —Pareció incómodo. Los chicos grises son los imperiales. Las tropas del norte visten de gris—. El estúpido no aprendió de antes. Estaba metido en la Rebelión.
—Lástima. Era un buen herrero. ¿Qué es lo que hace que la gente normal se meta en política? La gente como nosotros ya tenemos bastantes problemas intentando ganarnos la vida.
—Estoy de acuerdo, hermano. —El guarnicionero sacudió la cabeza—. Te diré una cosa. Si necesitas que te hagan algún trabajo de herrería, busca en otro sitio. Los chicos grises han estado merodeando por aquí, cogiendo a la gente que vagabundea por el lugar.
Casi en aquel momento un imperial giró por el lado de la herrería y cruzó hasta un puesto de pasteles y golosinas.
—Malditamente torpe —dije—. Y burdo.
El guarnicionero me miró de reojo. Rastreador me cubrió bien, haciéndole volver a su negocio. No es tan tonto como parece, observé. Quizá sólo no sociable.
Más tarde, después de que Rastreador expresara su deseo de pensarse el trato que el guarnicionero le había ofrecido, nos fuimos. Rastreador preguntó:
—¿Y ahora qué?
—Podemos traer a Goblin y a Un Ojo después de anochecer, usar su conjuro del sueño, entrar y ver lo que vemos. Pero no parece probable que los imperiales hayan dejado nada interesante. Podemos averiguar qué han hecho con Arena e intentar localizarle. O podemos seguir hasta el Túmulo.
—Suena lo más seguro.
—Por otra parte, no sabremos hacia qué nos encaminamos. El hecho de que Arena haya sido detenido puede que no signifique nada. Mejor hablar con los otros. Catalogar nuestros recursos.
Rastreador gruñó.
—¿Cuánto tiempo pasará antes de que ese tipo empiece a sospechar? Cuanto más piense en ello, más se dará cuenta de que en lo que estábamos interesados era en la herrería.
—Quizá. No voy a preocuparme por ello.
Galeote es una ciudad como la mayoría de las de respetable tamaño. Atestada. Llena de distracciones. Comprendía por qué Goblin y Un Ojo se habían sentido seducidos por Rosas. La última ciudad importante que la Compañía se había atrevido a visitar era Humero. Hacía seis años. Desde entonces todo había sido malos tiempos y las ciudades más pequeñas que se puede llegar uno a imaginar. Yo mismo tuve que luchar contra las tentaciones. Conocía lugares de interés en Galeote.
Rastreador me llevó en línea recta. Nunca he conocido a un hombre menos interesado en las trampas que tientan a los hombres.
Goblin creía que debíamos poner a dormir a los imperiales, formularles la pregunta. Un Ojo deseaba salir de la ciudad. Su solidaridad había perecido como la escarcha a la salida del sol.
—Lógicamente —dijo—, pondrán una guardia más fuerte después de oscurecer. Pero si os llevamos hasta allí ahora, seguro que alguien os reconoce.
—Entonces encuentra a ese viejo tipo que trajo la primera carta —dijo Goblin.
—Buena idea. Pero piensa en ello. Suponiendo que tuviera una suerte perfecta, sigue siendo un largo camino desde aquí. No le llevaron parte del camino como a nosotros. No. Nos iremos. Galeote me está poniendo nervioso. —Demasiadas tentaciones, demasiadas posibilidades de ser reconocidos. Y simplemente demasiada gente. El aislamiento ha crecido en mí ahí fuera de la Llanura.
Goblin quería discutir. Había oído que las extensiones del norte eran terribles.
—Lo sé —dije—. También sé que el ejército está construyendo una nueva carretera hasta el Túmulo. Y que han llevado su extremo norte lo suficientemente lejos como para que los comerciantes la estén usando.
No más discusiones. Deseaban marcharse de allí tanto como yo. Sólo Rastreador parecía reluctante ahora. Él, que era el primero que había pensado que lo mejor era irse.