Nunca me dicen nada. Pero ¿debo quejarme? El secreto es nuestra armadura. No necesitas saber. Toda esa mierda. En nuestro equipo está la regla de hierro de la supervivencia.
Nuestra escolta no estaba allí solamente para ayudarnos a salir de la Llanura del Miedo. Tenían su propia misión. Lo que no me habían dicho era que el cuartel general de Susurro iba a ser atacado.
Susurro no recibió ninguna advertencia. Nuestras ballenas del viento compañeras descendieron lentamente a medida que se aproximaban al borde de la Llanura. Sus mantas descendieron con ellas. Atraparon vientos favorables y se adelantaron. Nosotros subimos más alto, a los puros estremecimientos y jadeos en busca de aire.
Las mantas golpearon primero. De dos en dos y de tres en tres cruzaron la ciudad al nivel de los tejados, soltando sus rayos contra los aposentos de Susurro. Piedras y madera volaron como polvo alrededor de unos cascos al galope. Estallaron fuegos.
Los monstruos del aire superior avanzaron después cuando soldados y civiles salieron a las calles. Desencadenaron sus propios rayos. Pero el auténtico horror eran sus tentáculos.
Las ballenas del viento se atiborraron de hombres y animales. Abrieron en canal casas y fortificaciones. Arrancaron árboles de sus raíces y golpearon a Susurro con sus rayos.
Las mantas, mientras tanto, se elevaron a treinta metros y cayeron de nuevo en parejas o tríos, esta vez para golpear a Susurro mientras ésta respondía.
Su respuesta, cuando lo hizo, aunque abrió un ancho surco horriblemente brillante en el costado de una ballena del viento, iba dirigida hacia las mantas. Aletearon a su alrededor, aunque consiguió derribar a una.
Pasamos por encima, con los destellos y los fuegos iluminando la barriga de nuestro monstruo. Si alguien en medio de aquella tribulación nos vio, dudo que sospechara que estábamos allí. Goblin y Un Ojo no detectaron interés en nada excepto en la supervivencia.
La cosa continuó mientras perdíamos de vista la ciudad. Goblin dijo que habían puesto a Susurro en fuga, demasiado atareada en salvar su culo como para ayudar a sus hombres.
—Me alegra que nunca lanzaran nada de esta mierda sobre nosotros —dije.
—Es una incursión de un solo tiro —indicó Goblin—. La próxima vez estarán preparados.
—Hubiera jurado que lo estarían ahora, después de Orín.
—Tal vez Susurro tenga un problema de ego.
No tal vez. Me había enfrentado a ella. Éste era su punto débil. No debió de hacer preparativos porque creía que la temíamos demasiado. Después de todo, era la más brillante entre los Tomados.
Nuestra poderosa montura aró la noche, dejando atrás las estrellas, con su gran cuerpo gorgoteando, resoplando, zumbando. Empecé a sentirme optimista.
Al amanecer descendimos a un cañón del País Ventoso, otro gran desierto. Al contrario que la Llanura, sin embargo, es normal. Un gran vacío donde el viento sopla todo el tiempo. Comimos y dormimos. Al llegar la noche reanudamos nuestro viaje.
Abandonamos nuestro desierto al sur de Lords, giramos al norte encima del Bosque Nuboso, eludiendo los asentamientos. Más allá del Bosque Nuboso, sin embargo, la ballena del viento descendió. Y nos encontramos a nuestras propias expensas.
Hubiera deseado recorrer todo nuestro camino por el aire. Pero ahí era hasta tan lejos como Linda y las ballenas del viento estaban dispuestas a arriesgarse. Más allá se extendía una región densamente poblada. No podíamos esperar descender allí y pasar las horas diurnas sin ser vistos. De modo que a partir de ahora viajaríamos a la antigua.
La ciudad libre de Rosas estaba a unos ochenta kilómetros de distancia.
Rosas había sido libre a lo largo de toda la historia, una plutocracia republicana. Ni siquiera la Dama había considerado oportuno cambiar la tradición. Una enorme batalla tuvo lugar cerca, durante las campañas del norte, pero el lugar había sido elegido por los Rebeldes, no por nosotros. Perdimos. Durante varios meses Rosas perdió su independencia. Luego la victoria de la Dama en Hechizo terminó con el dominio Rebelde. En resumidas cuentas, aunque no alineada, Rosas era amiga de la Dama.
Una zorra hábil.
Echamos a andar. Nuestro viaje era asunto de todo un día. Ni yo ni Goblin ni Un Ojo estábamos en buena forma. Demasiado haraganear. Demasiado viejos.
—Esto no es prudente —dije cuando nos acercábamos a una de las puertas en la muralla rojo pálido de Rosas hacia el anochecer—. Todos hemos estado aquí antes. Vosotros dos seréis muy recordados, robasteis a la mitad de los ciudadanos.
—¿Robar? —protestó Un Ojo—. ¿Quién robó…?
—Vosotros dos, payasos. Vendiendo esos malditos amuletos que garantizabais que funcionaban cuando íbamos detrás de Rastrillador.
Rastrillador había sido en su tiempo un general Rebelde. Había batido escandalosamente al Renco más al norte; luego la Compañía, con un poco de ayuda de Atrapaalmas, lo había conducido a una trampa en Rosas. Tanto Goblin como Un Ojo habían esquilmado a la población. Un Ojo era viejo en eso. Cuando estábamos en el sur, más allá del Mar de las Tormentas, se había visto implicado en todos los planes más retorcidos que podía idear. La mayoría de sus ganancias mal adquiridas no tardaba en perderlas a las cartas. Es el peor jugador de cartas del mundo.
Simplemente no sabe contar.
El plan era que nos alojáramos en alguna miserable posada donde no se hicieran preguntas. Rastreador y yo saldríamos al día siguiente y compraríamos un carro con su tiro. Luego volveríamos por el camino por el que habíamos venido, recogeríamos lo que no habíamos podido llevar con nosotros y rodearíamos la ciudad, encaminándonos al norte.
Ése era el plan. Goblin y Un Ojo no se atuvieron a él.
Regla Número Uno para un soldado: Atente a la misión. La misión está por encima de todo.
Para Goblin y Un Ojo todas las reglas están para ser quebrantadas. Cuando Rastreador y yo regresamos, con el Perro Matasapos vagabundeando detrás de nosotros, era última hora de la noche. Dejamos a un lado el carro. Rastreador se quedó en él mientras yo subía a la habitación.
Ni rastro de Goblin. Ni rastro de Un Ojo.
El propietario me dijo que se habían ido poco después de nosotros, charlando acerca de buscar alguna mujer.
Era culpa mía. Yo estaba al mando. Hubiera debido preverlo. Había sido un largo, largo, largo tiempo. Pagué la estancia de otras dos noches, sólo por si acaso. Luego entregué el carro con sus animales al chico del establo, cené con un silencioso Rastreador, y me retiré a mi habitación con varias jarras grandes de cerveza. Las compartimos: Rastreador, yo y el Perro Matasapos.
—¿Vas a ir en su busca? —preguntó Rastreador.
—No. Si no han vuelto en dos días o el techo se cae encima de nosotros, seguiremos adelante sin ellos. No quiero ser visto a su alrededor. Habrá gente aquí que los recuerde.
Nos emborrachamos agradablemente. El Perro Matasapos parecía capaz de beber tanto o más que nosotros debajo de la mesa. A ese perro le encantaba la cerveza.
A la mañana siguiente nada de Goblin, nada de Un Ojo. Pero gran cantidad de rumores. Entramos tarde en la sala común, después de la multitud de la mañana y antes de la acumulación del mediodía. El dueño no tenía suficientes orejas para escuchar.
—¿Habéis oído el jaleo que se ha armado en el este esa noche?
Gruñí antes de oír nada más. Lo sabía.
—Vaya lo que ha sido. Toda una batalla. Fuegos. Hechicería. Una multitud linchadora. Una excitación como esta vieja ciudad no había visto desde aquella vez en que fueron tras ese general Comosellame que quería la Dama.
Cuando fue a servir a otro cliente le dije a Rastreador:
—Será mejor que nos vayamos ahora.
—¿Qué hay de Goblin y Un Ojo?
—Saben cuidarse de sí mismos. Si los linchan, peor para ellos. No voy a ir husmeando por ahí y hacer que tiren de mi cuello también. Si se salen con bien, ya conocen en plan. Pueden alcanzarnos.
—Creía que la Compañía Negra no dejaba atrás a sus muertos.
—No lo hacemos. —Lo dije, pero mantuve mí determinación de dejar que los hechiceros se cocieran en cuál fuera el jugo que habían preparado. No dudaba de que habían sobrevivido. Se habían metido en problemas antes, un millar de veces. Una buena caminata tendría un efecto saludable en sus ideas acerca de la disciplina de una misión.
Terminada la comida, informé al propietario de que Rastreador y yo nos marchábamos, pero que nuestros compañeros mantenían la habitación. Luego conduje al protestante Rastreador al carro, le hice subir, y cuando el muchacho tuvo el tiro preparado nos encaminamos a la puerta oeste.
Era el camino largo, a través de tortuosas calles, cruzando una docena de puentes en arco que franqueaban canales, pero que conducía lejos de la estupidez de ayer. Mientras recorríamos el camino le conté a Rastreador cómo habíamos engañado a Rastrillador hasta que él mismo se puso la soga al cuello. Lo apreció.
—Ésa era la marca de la Compañía —concluí—. Dejar que el enemigo hiciera algo estúpido. Éramos los mejores cuando se trataba de luchar, pero sólo luchábamos cuando todo lo demás no funcionaba.
—Pero os pagaban por luchar. —Las cosas eran blancas o negras para Rastreador. A veces pienso que había pasado demasiado tiempo en los bosques.
—Se nos pagaba por los resultados. Si podíamos hacer el trabajo sin luchar, mejor que mejor. Lo que haces es estudiar a tu enemigo. Hallas una debilidad, luego trabajas sobre ella. Linda es buena en eso. Aunque trabajar con los Tomados es más fácil de lo que puedes creer. Todos son vulnerables a través de sus egos.
—¿Qué hay de la Dama?
—No sabría decir. Parece como si no tuviera ningún lugar por donde asirla. Un toque de vanidad quizá, pero no veo como aprovecharlo. Quizás a través de su impulso dominador. Haciendo que se extienda demasiado. No lo sé. Es cautelosa. Y lista. Como cuando dominó a los Rebeldes en Hechizo. Mató tres pájaros de una sola pedrada. No sólo eliminado a los Rebeldes, sino que expuso a los Tomados que no eran de fiar y aplastó el intento del Dominador de usarlos para liberarse.
—¿Qué hay de él?
—Él no es un problema. Probablemente, sin embargo, es más vulnerable que la Dama. No parece pensar. Es como un toro. Tan malditamente fuerte que eso es todo lo que necesita. Oh, alguna pequeña astucia, como en Enebro, pero en general todo al estilo golpe de martillo.
Rastreador asintió pensativamente.
—Puede que haya algo en lo que dices.