La lluvia no cesaba nunca. En general no era mucho más que una llovizna. Cuando el día era excepcionalmente bueno, se reducía a una acuosa bruma. Pero siempre había algo de precipitación. Corbie salía pese a todo, aunque se quejaba a menudo de dolor en su pierna.
—SÍ el tiempo te molesta tanto, ¿por qué sigues aquí? —le preguntó Lance—. Dijiste que creías que tus hijos viven en Ópalo. ¿Por qué no vas allí y los buscas tú mismo? Al menos el clima será decente.
Era una buena pregunta. Corbie todavía tenía que crear una respuesta convincente. Todavía no había hallado ninguna que le convenciera, y mucho menos a sus enemigos que podían preguntar.
No había nada que Corbie temiera hacer. En otra vida, como otro hombre, había desafiado a los propios creadores del infierno sin el menor temor. Espadas y brujería y muerte no podían intimidarle. Sólo la gente, y el amor, podían aterrarle.
—La costumbre, supongo —dijo. Débilmente—. Quizá pudiera vivir en Galeote. Creo. No me llevo bien con la gente, Lance. No me gusta tanto como eso. No podría soportar las Ciudades Joya. ¿Te he dicho alguna vez que hubo un tiempo en el que estuve ahí?
Lance había oído varias veces la historia. Sospechaba que Corbie había estado en muchos más sitios que ahí abajo. Creía que una de las Ciudades Joya había sido el hogar original de Corbie.
—Sí. Cuando empezó el gran empuje rebelde en Forsberg. Me hablaste de haber visto la Torre en tu camino hacia arriba.
—Exacto. Lo hice. La memoria está fallando. Ciudades. No me gustan, muchacho. No me gustan. Demasiada gente. A veces hay demasiada allí. Fue cuando vine por primera vez. Hoy en día la cosa está casi bien. Casi bien. Quizá demasiado jaleo y preocupación a causa de los muertos vivientes que hay por ahí. —Apuntó con la barbilla hacia el Gran Túmulo—. Pero por lo demás casi bien. Puedo hablar con uno o dos de vosotros. Pero que nadie más se me ponga en mi camino.
Lance asintió. Creía entender aún sin entender. Había conocido a otros viejos veteranos. La mayoría tenían sus peculiaridades.
—¡Hey! Corbie. ¿Te topaste alguna vez con la Compañía Negra cuando estuviste ahí arriba?
Corbie se inmovilizó, le miró con tal intensidad que el joven soldado enrojeció.
—Oh… ¿qué ocurre, Corbie? ¿He dicho algo malo?
Corbie reanudó su caminar, sin que su cojera frenara un paso furiosamente creciente.
—Ha sido extraño. Como si estuvieras leyendo mi mente. Sí. Tropecé con ellos. Mala gente. Muy mala gente.
—Mi padre nos contaba historias sobre ellos. Estuvo con ellos durante la larga retirada a Hechizo. El País Ventoso, la Escalera Rota, todas esas batallas. Cuando se licenció después de la batalla en Hechizo regresó a casa. Contaba horribles historias sobre esos tipos.
—Me perdí esa parte. Yo me fui más atrás, en Rosas, cuando Cambiaformas y el Renco perdieron la batalla. ¿Con quién estuvo tu padre? Nunca has hablado mucho de él.
—Con Nocherniego. No hablo mucho de él porque nunca nos hemos llevado demasiado bien.
Corbie sonrió.
—Los hijos nunca suelen llevarse demasiado bien con sus padres. Y quien habla es la voz de la experiencia.
—¿Qué hacía tu padre?
Corbie se echó a reír.
—Era granjero. Más o menos. Pero prefiero no hablar de él.
—¿Qué estamos haciendo aquí fuera, Corbie?
Comprobando la exactitud de las investigaciones de Bomanz. Pero Corbie no podía decirle esto al muchacho. Como tampoco podía pensar en una mentira adecuada.
—Caminamos bajo la lluvia.
—Corbie…
—¿Podemos dejarlo por un rato, Lance? ¿Por favor?
—Claro.
Corbie cojeó todo el camino alrededor del Túmulo, manteniendo una respetuosa distancia, sin hacerse nunca demasiado llamativo. No usaba ningún tipo de equipo. Eso atraería en seguida al coronel Dolce. En vez de ello consultaba mentalmente el plano del hechicero. La cosa llameaba allí con un fuego propio, esos arcanos símbolos TelleKurre brillando con vida propia, salvaje y peligrosa. Estudiando los restos del Túmulo sólo podía hallar un tercio de las referencias del mapa. El resto había desaparecido a causa del tiempo y del clima.
Corbie no era un hombre que tuviera problemas con sus nervios. Pero ahora estaba asustado. Casi al final de su andadura dijo:
—Lance, quiero que me hagas un favor. Quizás un doble favor.
—¿Señor?
—¿Señor? Llámame Corbie.
—Suenas tan serio.
—Es serio.
—Adelante, pues.
—¿Puedo confiar en que mantendrás la boca cerrada?
—Si es necesario.
—Quiero de ti un voto condicional de silencio.
—No entiendo.
—Lance, quiero decirte algo. Por si me ocurriera alguna cosa.
—¡Corbie!
—No soy joven, Lance. Y tengo muchas cosas mal dentro de mí. He pasado por mucho. Siento que se me está acumulando todo en mi interior. No espero irme pronto. Pero ocurren cosas. Si me sucediera algo, hay una cosa que no quiero que muera conmigo.
—Muy bien, Corbie.
—Si te sugiero algo, ¿puedes guardarlo para ti mismo? ¿Aunque creas que quizá no deberías? ¿Puedes hacer algo por mí?
—Lo estás poniendo difícil, no diciéndomelo.
—Lo sé. No es justo. El único otro hombre en el que confío es el coronel Dolce. Y su posición no le permite aceptar esa promesa.
—No será algo ilegal.
—No, estrictamente hablando.
—Supongo.
—No supongas, Lance.
—De acuerdo. Tienes mi palabra.
—Bien. Gracias. Es apreciada, no lo dudes nunca. Dos cosas. Primero, si me ocurre algo, ve a la habitación del primer piso de mi casa. Si he dejado allí un paquete envuelto en piel impermeabilizada sobre la mesa, hazlo llegar hasta un herrero llamado Arena, en Galeote.
El aspecto de Lance era lógicamente dubitativo y desconcertado.
—Segundo, una vez hayas hecho eso, y sólo después, dile al coronel que los muertos vivientes se están agitando.
Lance dejó de andar.
—Lance. —Había una nota de mando en la voz de Corbie que el joven nunca antes había oído.
—Sí. De acuerdo.
—Eso es todo.
—Corbie…
—Nada de preguntas ahora. Dentro de unas semanas quizá pueda explicártelo todo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Ni una palabra ahora. Y recuerda. El paquete a Arena el herrero. Luego la noticia al coronel. Dile lo que te he dicho. Si puedo, le enviaré también una carta al coronel.
Lance se limitó a asentir.
Corbie inspiró profundamente. Habían transcurrido veinte años desde que había intentado el más sencillo conjuro adivinatorio. Nunca había intentado nada del orden de lo que ahora se enfrentaba. Allá en aquellos tiempos antiguos, cuando era otro hombre, o muchacho, la hechicería era una diversión para los jóvenes ricos que preferían jugar a los hechiceros antes que emprender estudios legítimos.
Todo estaba preparado. Las herramientas apropiadas para la tarea del hechicero estaban sobre la mesa en el primer piso de la casa que había construido Bomanz. Era adecuado que siguiera los pasos del viejo.
Tocó el paquete envuelto en piel impermeabilizada que había dejado para Lance, la opaca carta para Dolce, y rezó para que ninguna de las dos cosas llegara a tocar las manos del joven. Pero si lo que sospechaba era cierto, era mejor que el enemigo supiera antes de que el mundo se viera sorprendido.
No quedaba nada por hacer excepto hacerlo. Bebió media taza de té frío, ocupó su asiento. Cerró los ojos, inició un canto que le había sido enseñado cuando era más joven que Lance. No era el método que había usado Bomanz, pero era igual de efectivo.
Su cuerpo no se relajaba, no dejaba de distraerle. Pero finalmente la letargia se cerró sobre él. Su ka liberó sus diez mil anclas sobre su carne.
Parte de él insistía en que era un estúpido por intentar aquello sin las habilidades de un maestro. Pero no tenía el tiempo para el entrenamiento que se requería para ser un Bomanz. Había aprendido todo lo que había podido durante su ausencia del Viejo Bosque.
Libre de la carne, pero conectado por lazos invisibles de los que podía tirar de vuelta. Si su suerte le acompañaba. Se alejó cuidadosamente. Se conformó con exactitud a la regla de los cuerpos. Usó la escalera, la puerta, y las aceras construidas por la Guardia. Mantén el fingimiento de la carne y la carne tardará en olvidar.
El mundo parecía distinto. Cada objeto tenía su aura única. Halló difícil concentrarse en la gran tarea.
Avanzó hacia los límites del Túmulo. Se estremeció bajo el impacto de los viejos conjuros resonantes que mantenían atados al Dominador y a varios esbirros menores. ¡El poder que había allí! Cuidadosamente, recorrió los límites hasta que halló el camino que Bomanz había abierto, aún no completamente curado.
Cruzó la línea.
Al instante atrajo la atención de todo espíritu, benigno y maligno, encadenado dentro del Túmulo. Había muchos más de los que había esperado. Muchos más de los que indicaba el mapa del hechicero. Esos símbolos de soldados que rodeaban el Gran Túmulo… No eran estatuas. Eran hombres, soldados de la Rosa Blanca, que habían sido situados como guardias–espíritus constantemente de guardia entre el mundo y el monstruo que podía devorarlo. Qué impulso debía de haberles guiado. Qué dedicación a su causa.
El camino serpenteaba por entre los antiguos lugares de descanso de los viejos Tomados, círculo exterior, círculo interior, girando y girando. Dentro del círculo interior vio las auténticas formas de varios monstruos menores que habían servido en la Dominación. El camino se extendía como un sendero de pálida bruma plateada. Detrás de él la bruma se hizo más densa, su paso fortalecía el camino.
Allá delante, conjuros más fuertes. Y todos esos hombres que habían ido bajo tierra para rodear al Dominador. Y más allá de ellos, el miedo más grande. La cosa dragón que, en el mapa de Bomanz, yacía enroscada alrededor de la cripta en el corazón del Gran Túmulo.
Los espíritus le chillaron en TelleKurre, en UchiTelle, en lenguajes que no conocía y en lenguas vagamente parecidas a algunas que aún se hablaban. Una y todas le maldijeron. Una y todas las ignoró. Había una cosa en una cámara debajo del montículo más grande. Tenía que ir a ver si yacía tan inquieta como sospechaba.
El dragón. Oh, por todos los dioses que nunca fueron, ese dragón era real. Real, vivo, de carne, pero lo captaba y lo veía a él. El camino plateado se curvaba más allá de sus mandíbulas, a través del hueco entre dientes y cola. Le golpeó con una palpable voluntad. Pero no le detuvo.
No más guardianes. Sólo la cripta. Y el hombre–monstruo dentro de ella estaba encadenado. Había sobrevivido a lo peor…
El viejo demonio debía de estar durmiendo. ¿No lo había derrotado la Dama en su intento de escapar a través de Enebro? ¿No lo había vuelto a colocar ahí abajo en su sitio?
Era una tumba como muchas otras alrededor del mundo. Quizás un poco más rica. La Rosa Blanca había encadenado a sus oponentes con estilo. Pero no había sarcófagos. Ahí. Esa mesa vacía era donde debería de haber yacido la Dama.
La otra albergaba a un hombre dormido. Un hombre grande y apuesto, pero con la marca de la bestia en él, incluso en reposo. Un rostro lleno de ardiente odio, de la furia de la derrota.
Oh, bueno. Sus sospechas carecían de fundamento. El monstruo dormía…
El Dominador se sentó. Y sonrió. Su sonrisa fue la cosa más retorcida que Corbie hubiera visto nunca. Luego el muerto viviente extendió una mano en un gesto de bienvenida. Corbie echó a correr.
Una risa burlona le persiguió.
El pánico era una emoción enteramente no familiar. Raras veces la había experimentado. No podía controlarla. Sólo fue vagamente consciente de pasar el dragón y los espíritus llenos de odio de los soldados de la Rosa Blanca. Apenas captó a las criaturas del Dominador más allá, todas aullando con deleite.
Incluso en medio de su pánico se aferró al brumoso camino. Sólo dio un paso en falso…
Peto fue suficiente.
La tormenta estalló sobre el Túmulo. Era la más furiosa en el recuerdo de cualquier ser vivo. Los rayos golpeaban con la ferocidad de ejércitos celestes, martillos y lanzas y espadas de fuego hendiendo cielo y tierra. La lluvia era incesante e impenetrable.
Un poderoso rayo golpeó el Túmulo. Tierra y maleza volaron un centenar de metros por el aire. La tierra se estremeció. La Guardia Eterna corrió aterrada a sus armas, segura de que el viejo demonio había roto sus cadenas.
En el Túmulo dos grandes formas, una a cuatro patas, la otra bípeda, destacaron en el destello residual del golpe del rayo. Por un momento ambas corrieron a lo largo de un serpenteante camino, sin dejar huellas ni en el agua ni en el lodo. Cruzaron los límites del Túmulo, huyeron hacia el bosque.
Nadie las vio. Cuando la Guardia alcanzó el Túmulo, llevando armas y linternas y miedo como grandes cargas de plomo, la tormenta se había desvanecido. Los rayos habían cesado su retumbante bramar. La lluvia se había reducido a lo normal.
El coronel Dolce y sus hombres pasaron horas recorriendo los límites del Túmulo. Nadie encontró nada.
La Guardia Eterna regresó a sus barracones maldiciendo a los dioses y al tiempo.
En el primer piso de la casa de Corbie, el cuerpo de Corbie siguió respirando, una inspiración cada cinco minutos. Su corazón apenas latía. Pasaría largo tiempo muriendo sin su espíritu.