El sol se estaba poniendo. Todavía seguíamos vivos. Ninguna alfombra de los Tomados había venido planeando desde la Llanura. Habíamos empezado a creer que teníamos una oportunidad.
Algo martilleó en la puerta, un gran golpetear, como el martillo de la condenación. Un Ojo rugió:
—¡Dejadme entrar, maldita sea!
Alguien miró y abrió. Un Ojo entró.
—¿Y bien? —preguntó Goblin.
—No lo sé. Demasiados imperiales. Demasiados pocos Rebeldes, Deseaban discutirlo.
—¿Cómo pasaste?
—Caminando —restalló. Luego, menos beligerante—: Secretos del oficio, Matasanos.
Hechicería. Por supuesto.
El Teniente hizo una pausa para escuchar el informe de Un Ojo, reanudó su incesante deambular. Observé a los imperiales. Había indicaciones de que estaban perdiendo la paciencia.
Evidentemente Un Ojo apoyaba mis sospechas con las evidencias directas. Él, Goblin y Silencioso empezaron a complotar.
No estoy seguro de lo que hicieron. Nada de polillas, pero los resultados fueron similares. Un gran grito generalizado, ahogado pronto. Pero teníamos a tres doctores brujos en vez de dos. El hombre extra buscó al imperial, que anuló el conjuro.
Un hombre echó a correr hacia la ciudad, envuelto en llamas. Goblin y Un Ojo aullaron victoriosos. Apenas dos minutos más tarde una pieza de artillería estalló en llamas. Luego otra. Observé atentamente a nuestros hechiceros.
Silencioso seguía completamente enfrascado. Pero Goblin y Un Ojo se lo estaban pasando en grande. Temí que fueran demasiado lejos, que los imperiales atacaran con la esperanza de abrumarlos.
Vinieron, pero más tarde de lo que esperaba. Aguardaron hasta la caída de la noche. Y entonces fueron mucho más cautelosos de lo que exigía la situación. Mientras tanto, el humo empezó a alzarse de las arruinadas murallas del Orín. La misión de Un Ojo había tenido éxito. Alguien estaba haciendo algo. Algunos de los imperiales cesaron su avance y se apresuraron a regresar para ocuparse de aquello.
Cuando salieron las estrellas le dije a Rastreador:
—Supongo que pronto sabremos si el Teniente tenía razón.
Me miró como desconcertado.
Los cuernos imperiales dejaron oír sus señales. Las compañías avanzaron hacia el muro. Ambos preparamos nuestros arcos, buscando blancos que eran difíciles en la oscuridad, aunque había un poco de luna. De pronto preguntó:
—¿Cómo es ella, Matasanos?
—¿Qué? ¿Quién? —dejé escapar.
—La Dama. Dicen que la conociste.
—Sí. Hace mucho tiempo.
—¿Y bien? ¿Cómo es? —Soltó una flecha. Un grito respondió al sonido de su cuerda. Parecía perfectamente calmado. Sin pensar en ningún momento que podía morir en pocos minutos. Eso me inquietó.
—Más o menos como tú esperarías —respondí. ¿Qué podía decirle? Mis contactos con ella ya no eran más que vagos recuerdos—. Dura y hermosa.
La respuesta no le satisfizo. Nunca satisface a nadie. Pero es la mejor que puedo proporcionar.
—¿Cuál es su aspecto?
—No lo sé, Rastreador. Yo estaba mortalmente asustado. Y ella le hizo cosas a mí mente. Vi una mujer joven y hermosa. Pero eso puedes verlo en cualquier parte.
Su arco actuó de nuevo, fue respondido por otro grito. Se encogió de hombros.
—Sólo preguntaba. —Empezó a usar el arco más rápidamente. Los imperiales estaban cerca ahora.
Lo juro, nunca fallaba. Yo lanzaba mi flecha cuando veía algo, pero… Tiene ojos de búho. Todo lo que yo veía era sombras entre sombras.
Goblin, Un Ojo y Silencioso hacían lo que podían. Sus hechicerías pintaban el campo con pequeñas llamaradas de corta vida y gritos. Pero lo que podían hacer no era suficiente. Algunas escaleras golpearon contra el muro. La mayoría fueron rechazadas. Pero unos pocos hombres consiguieron subir. Luego algunas docenas más. Dispersé flechas a la oscuridad, casi al azar, tan rápidamente como pude, luego desenvainé la espada.
El resto de los hombres hicieron lo mismo.
El Teniente gritó:
—¡Está aquí!
Eché una ojeada a las estrellas. Sí. Una enorme sombra había aparecido sobre nuestras cabezas. Se estaba posando. El Teniente había acertado.
Ahora todo lo que teníamos que hacer era subir a bordo.
Algunos de los hombres más jóvenes echaron a correr hacia el campo de desfiles. Las maldiciones del Teniente no les retuvieron. Como tampoco lo hicieron los gritos y las amenazas de Elmo. El Teniente nos aulló al resto que les siguiéramos.
Goblin y Un Ojo lanzaron algo desagradable. Por un momento creí que era algún demonio cruelmente conjurado. Parecía bastante repugnante. Y se lanzó contra los imperiales. Pero, como buena parte de su magia, era ilusión, no sustancia. El enemigo no tardó en comprenderlo.
Pero nos dio una ligera ventaba. Los hombres alcanzaron el campo de desfiles antes de que los imperiales se recuperaran. Rugieron, seguros de que por fin nos tenían.
Alcancé la ballena del viento en el momento en que tocaba el suelo. Silencioso me sujetó por el brazo cuando empezaba a subir. Me señaló los documentos que habíamos cogido.
—¡Oh, maldita sea! No hay tiempo.
Los hombres pasaron junto a mí durante aquel momento de indecisión. Entonces lancé espada y arco hacia arriba y empecé a recoger fardos y a tirárselos a Silencioso, que consiguió a alguien para que los trasladara arriba.
Un grupo de imperiales cargó contra nosotros. Fui a coger una espada abandonada, vi que no podría alcanzarla a tiempo, pensé: Oh, mierda… No ahora; no aquí.
Rastreador se situó entre ellos y yo. Su hoja era como algo surgido de una leyenda. Mató a tres hombres en un abrir y cerrar de ojos, hirió a otros dos antes de que los imperiales decidieran que se enfrentaban a alguien preternatural. Tomó la ofensiva, aunque todavía estaba superado por el número. Nunca he visto una espada ser usada con tanta habilidad, estilo, economía y gracia. Formaba parte de él, era una extensión de su voluntad. Nada podía resistírsele. Por un momento pude creer en las antiguas historias acerca de espadas mágicas.
Silencioso me dio un puntapié en la rabadilla, me hizo un signo perentorio: «Deja de mirar con la boca abierta y muévete». Lancé hacia arriba los últimos dos fardos, empecé a escalar el monstruo.
Los hombres a los que se enfrentaba Rastreador recibieron refuerzos. Se retiró. Desde arriba alguien empezó a lanzar flechas. Pero no creí que pudiera conseguirlo. Pateé a un hombre que se había situado detrás de él. Otro ocupó su lugar, saltó hacia mí…
El Perro Matasapos surgió de la nada. Clavó sus mandíbulas en la garganta de mi atacante. El hombre gorgoteó, respondió como lo hubiera hecho de haber sido atacado por una serpiente venenosa. Duró sólo un segundo.
El Perro Matasapos se apartó. Retrocedí unos pasos, intentado todavía guardar las espaldas de Rastreador. Me siguió. Sujeté su mano y tiré de él.
Hubo horribles gritos y aullidos entre los imperiales. Estaba demasiado oscuro para ver por qué. Supuse que Un Ojo, Goblin y Silencioso se estaban; ganando su paga.
Rastreador pasó por mi lado, se agarró firmemente, me ayudó a subir. Trepé unos pasos, miré hacia abajo.
El suelo se hallaba ya a unos cinco metros de distancia. La ballena del viento estaba subiendo rápido. Los imperiales miraban a su alrededor con las bocas abiertas. Acabé de subir hasta arriba.
Miré de nuevo hacia abajo mientras alguien tiraba de mí hasta un lugar seguro. Varios cientos de metros ya. Estábamos subiendo aprisa. No era extraño que mis manos estuvieran frías.
El frío, sin embargo, no fue la razón de que me tendiera, temblando.
Después de que me pasara el acceso pregunté:
—¿Hay alguien herido? ¿Dónde está mi equipo médico?
¿Dónde, me pregunté, estaban los Tomados? ¿Cómo habíamos podido resistir todo un día sin ninguna visita de nuestro bienamado enemigo el Renco?
En nuestro regreso a casa observé más cosas que cuando nos encaminamos al norte. Sentí la vida debajo de mí, el gruñir y el zumbar dentro del monstruo. Observé las mantas preadolescentes mirando desde sus lugares de alojamiento entre los apéndices que formaban como bosques en algunas partes del lomo de la ballena. Y vi la Llanura a una luz diferente, con la luna alta para iluminarla.
Era otro mundo, descarnado y cristalino a veces, luminiscente otras, destellando y brillando en algunos lugares. Al oeste se extendían lo que parecían charcos de lava. Más allá, el destellar y girar de una tormenta de cambio iluminaba el horizonte. Supongo que estábamos cruzando sus efectos residuales. Más tarde, en las profundidades de la Llanura, el desierto se volvía más mundano.
Nuestra montura no era la ballena del viento cobarde. Ésta era más pequeña y su olor era menos fuerte. También era más enérgica, y menos tentativa en sus movimientos.
A unos treinta kilómetros de casa Goblin chilló:
—¡Tomados! —y todo el mundo se echó de bruces. La ballena ascendió. Miré por encima de su costado.
Tomados, seguro, pero no interesados en nosotros. Había mucho rugir y destellar allá abajo. Extensiones de desierto estaban en llamas. Vi las largas arrastrantes sombras de árboles andantes moviéndose, las mantas cruzando la luz. Los propios Tomados iban a pie, excepto uno desesperado en el aire luchando contra las mantas. El que estaba en el aire no era el Renco. Hubiera reconocido su andrajosa figura incluso a aquella distancia.
Susurro, seguramente. Intentando escoltar a los otros fuera de territorio enemigo. Estupendo. Estarían atareados durante unos cuantos días.
La ballena del viento empezó a descender. (Por el bien de estos Anales desearía que la mayor parte de este trayecto hubiera tenido lugar de día para poder registrar más detalles). Al poco rato se posó. Desde el suelo un menhir llamó:
—Bajad. Aprisa.
Saltar al suelo fue más problemático que subir a bordo. Los heridos se dieron cuenta ahora de que estaban heridos. Todo el mundo estaba rígido y cansado. Y Rastreador no se movía.
Estaba catatónico. Nada lo había alcanzado. Pero simplemente estaba sentado allí, mirando al infinito.
—¿Qué demonios? —exclamó Elmo—. ¿Qué le ocurre?
—No lo sé. Quizás esté herido. —Me sentía desconcertado. Y más aún cuando lo arrastré hasta donde había un poco de luz para poder examinarle. Físicamente no le ocurría nada. Se había salido de la aventura sin ningún rasguño.
Linda salió. Hizo signos:
—Tenías razón, Matasanos. Lo siento. Pensé que sería un golpe tan osado que prendería en todo el mundo. —A Elmo le preguntó—: ¿Cuántas bajas?
—Cuatro hombres. No sé si fueron muertos o simplemente huyeron. —Parecía avergonzado. La Compañía Negra no deja a sus hermanos atrás.
—El Perro Matasapos —dijo Rastreador—. Nos dejamos al Perro Matasapos.
Un Ojo hizo un gesto despectivo. Rastreador se levantó furioso. No había rescatado nada excepto su espada. Su magnífico estuche y su arsenal se habían quedado en Orín con su perro.
—Vamos, vamos —restalló el Teniente—. Tranquilos. Un Ojo, ve abajo. Matasanos, mantén un ojo en este hombre. Pregúntale a Linda si los hombres que se marcharon ayer volvieron aquí.
Lo hicimos Elmo y yo.
Su respuesta no fue tranquilizadora. La gran ballena del viento cobarde los dejó a mil quinientos kilómetros al norte, según los menhires. Al menos bajó hasta el suelo antes de dejarlos caer de su lomo.
Caminaban de regreso a casa. Los menhires prometieron protegerles de la retorcida maldad natural de la Llanura.
Todos bajamos discutiendo al agujero. No hay nada como el fracaso para hacer saltar chispas.
El fracaso, por supuesto, puede ser relativo. El daño que causamos fue considerable. Las repercusiones tendrían eco durante largo tiempo. Los Tomados tenían que sentirse muy frustrados. Nuestra captura de tantos de sus documentos les obligaría a reestructurar su plan de campaña. Pero, aún así, la misión había sido insatisfactoria. Ahora los Tomados sabían que las ballenas del viento eran capaces de ir más allá de sus límites tradicionales. Ahora los Tomados sabían que disponíamos de recursos más allá de los que habían sospechado.
Cuando haces una jugada, no muestras todas tus cartas hasta después de la apuesta final.
Rebusqué a mi alrededor y hallé los papeles capturados, los llevé a mis aposentos. No sentía deseos de participar en la conferencia post–mortem. Estaba seguro de que me pondría desagradable… aunque todo el mundo estuviera ahora de acuerdo conmigo.
Enfundé mis armas, encendí una lámpara, tomé uno de los fajos de documentos, me volví hacia mi mesa de trabajo. Y ahí estaba otro de aquellos paquetes procedentes del oeste.