Mi primera falsa suposición fue que el Renco estaría en casa cuando llamamos. La maniobra de Linda contra los Tomados había obviado eso. Hubiéramos debido recordar que los Tomados estaban en contacto unos con otros a través de largas distancias, mente a mente. El Renco y Beneficio pasaron cerca cuando avanzábamos hacia el norte.
—¡Abajo! —chilló Goblin cuando estábamos a ochenta kilómetros del borde de la Llanura—. Tomados. Que nadie se mueva.
Como siempre, el viejo Matasanos se consideró la excepción a la regla. Por los Anales, por supuesto. Me arrastré más cerca del borde de nuestra monstruosa montura, atisbé en la noche. Muy abajo, dos sombras seguían nuestro mismo camino. Una vez nos hubieron pasado recibí una imprecación de Elmo, el Teniente, Goblin, Un Ojo y todos los demás que quisieron. Retrocedí hasta situarme al lado de Rastreador. Se limitó a sonreírme y a encogerse de hombros.
Fue volviendo cada vez más a la vida a medida que se acercaba la acción.
Mi segunda falsa suposición fue que la ballena del viento nos dejaría en el borde de la Llanura. Me alcé de nuevo a medida que nos acercábamos, ignorando las obscenas imprecaciones lanzadas en mí dirección. Pero la ballena del viento no redujo su altitud. No descendió durante muchos minutos más. Empecé a balbucear estupideces cuando volví a mi lugar al lado de Rastreador.
Tenía abierto su hasta ahora misterioso estuche. Contenía un pequeño arsenal. Comprobó sus armas. Un cuchillo de hoja larga no le complació. Empezó a aplicarle piedra de afilar.
¿Cuántas veces había hecho lo mismo Cuervo en el breve año que pasó con la Compañía?
El descenso de la ballena fue repentino. Elmo y el Teniente pasaron entre nosotros, diciéndonos que cuando bajáramos de ella lo hiciéramos aprisa. Elmo dijo:
—Permanece cerca de mí, Matasanos. Tú también, Rastreador. Un Ojo. ¿Captas algo ahí abajo?
—Nada. Goblin tiene preparado su hechizo de sueño. Sus centinelas deberían de estar durmiendo cuando nos posemos.
—A menos que no lo estén y hagan sonar las alarmas —murmuré. Maldita sea, ¿por qué siempre tengo que ver las cosas por el lado más oscuro?
No hubo problemas. Tomamos tierra. Los hombres se dejaron caer por el costado. Se dispersaron como si hubieran ensayado aquella parte. Puede que lo hicieran mientras yo estaba compadeciéndome.
Yo no podía hacer nada excepto lo que me dijo Elmo.
Aquello me recordó otra incursión a unos acuartelamientos, hacía tiempo, al sur del Mar de las Tormentas, cuando fuimos reclutados por la Dama. Habíamos masacrado las Cohortes Urbanas de la Ciudad Joya de Berilo, nuestros hechiceros los habían mantenido roncando mientras nosotros los pasábamos por las armas.
No fue un trabajo que me gustara, lo juro. La mayoría de ellos eran simples muchachos que se habían alistado por tener algo mejor que hacer. Pero eran el enemigo, y estábamos haciendo un gran gesto. Un gesto mayor que el que había supuesto que podía ordenar Linda, o tener en mente.
El cielo empezó a iluminarse. Ningún hombre de todo un regimiento, excepto quizá unos cuantos que se habían ausentado sin permiso, sobrevivió. Una vez terminado el desfile principal a lo largo y ancho del recinto, que se extendía fuera de Orín propiamente dicho, Elmo y el Teniente empezaron a gritar instrucciones. Aprisa, aprisa. Hay más cosas que hacer. Este pelotón a romper las estelas de los Tomados. Ese pelotón a saquear el cuartel general del regimiento. Otro a reunir todo lo necesario para incendiar los edificios. Otro aún para registrar los aposentos del Renco en busca de documentos. Aprisa, aprisa. Tenemos que habernos ido antes de que regresen los Tomados. Linda no puede distraerles eternamente.
Alguien lo estropeó todo. Naturalmente. Siempre ocurre. Alguien incendió uno de los acuartelamientos antes de tiempo. Se alzó humo.
Pronto supimos que allá en Orín había otro regimiento. Al cabo de pocos minutos un escuadrón de caballos galopaba hacia nosotros. Y de nuevo, alguien más había fallado. Las puertas no estaban aseguradas… Casi sin advertencia, los jinetes estaban entre nosotros.
Los hombres gritaron. Las armas entrechocaron. Las flechas volaron. Los caballos relincharon. Los hombres de la Dama salieron, dejando la mitad de sus efectivos atrás.
Ahora Elmo y el Teniente tenían realmente prisa. Esos chicos iban a pedir pronto ayuda.
Mientras dispersábamos a los imperiales, la ballena del viento se elevó. Quizá media docena de hombres consiguieron trepar a bordo. Se alzó sólo lo suficiente para no chocar contra los tejados, luego se encaminó hacia el sur. Todavía no había luz suficiente para traicionar con claridad su presencia.
Pueden imaginarse los gritos y las maldiciones. Incluso el Perro Matasapos halló las energías suficientes para gruñir. Dejé caer mi culo sobre un parapeto, me quedé sentado allí sacudiendo derrotado la cabeza. Unos cuantos hombres dispararon flechas tras el monstruo. Ni siquiera las notó.
Rastreador se reclinó en el parapeto a mi lado. Gruñí:
—Uno no pensaría jamás que una cosa tan grande pudiera ser tan gallina. —Quiero decir, una ballena del viento puede destruir una ciudad.
—No adjudiques motivos a una criatura que no entiendes. Tienes que ver su razonamiento.
—¿Qué?
—No razonamiento. No sé la palabra correcta. —Me recordó a un niño de cuatro años luchando con un concepto difícil—. Está fuera de las tierras que conoce. Más allá de unos límites que sus enemigos creen que no puede franquear. Huye por miedo de ser vista y traicionar así su secreto. Nunca ha trabajado con hombres. ¿Cómo puede recordar nada de eso en un momento desesperado?
Probablemente tenía razón. Pero por el momento yo estaba más interesado en él que en su teoría. A ésa podía llegar con sólo pensar un poco en ello. Él hacía que pareciera una enorme pieza de razonamiento increíblemente difícil.
Me interrogué acerca de su mente. ¿Era sólo algo más que un tonto? ¿Era este acto propio de un Cuervo producto de su simpleza antes que de su personalidad?
El Teniente estaba de pie en el campo de desfiles, las manos en las caderas, contemplando la ballena del viento abandonarnos en la palma de la mano del enemigo. Al cabo de un minuto gritó:
—¡Oficiales! ¡Reuníos! —Cuando lo hubimos hecho dijo—: No lo tenemos todo perdido. Tal como lo veo, tenemos una esperanza. Ese gran bastardo se pondrá en contacto con los menhires cuando vuelva. Y ellos decidirán que vale la pena rescatarnos. Así que todo lo que tenemos que hacer es resistir hasta la caída de la noche. Y esperar.
Un Ojo emitió un ruido obsceno.
—Creo que será mejor que echemos a correr.
—¿Sí? ¿Y dejar que los imperiales nos sigan el rastro? ¿Cuán lejos estamos de casa? ¿Crees que podemos conseguirlo con el Renco y sus colegas a nuestras espaldas?
—También lo estarán si nos quedamos aquí.
—Quizá. Y quizá estén atareados ahí fuera. Al menos, si nos quedamos aquí, sabrán dónde encontrarnos. Elmo, vigila los muros. Ve si podemos contenerlos. Goblin, Silencioso, apagad esos fuegos. El resto de vosotros, coged todos los documentos de los Tomados. ¡Elmo! Aposta centinelas. Un Ojo. Tu trabajo es pensar en cómo podemos obtener ayuda de Orín. Matasanos. Échale una mano. Tú conoces a quienes tenemos aquí. Vamos. Moveos.
Es un buen hombre el Teniente. Sabe mantener su sangre fría cuando, como todos nosotros, lo que deseaba hacer era correr en círculos y gritar.
En realidad no teníamos ninguna oportunidad. Éste era el fin de todo, Aunque contuviéramos las tropas de la ciudad, estaban Beneficio y el Renco. Goblin, Un Ojo y Silencioso no eran de ningún valor contra ellos. El Teniente sabía eso también. No había hecho que unieran sus cabezas para pensar en alguna sorpresa.
No pudimos controlar el fuego. Los barracones de los acuartelamientos tuvieron que arder hasta apagarse por sí mismos. Mientras atendía a dos hombres heridos, los otros transformaron el recinto en algo tan defendible como podían hacer treinta hombres. Terminada mi tarea, fui a hurgar entre los documentos del Renco. No encontré nada inmediatamente interesante.
—¡Un centenar de hombres están saliendo de Orín! —gritó alguien.
—¡Haced que este lugar parezca abandonado! —restalló el Teniente. Los hombres se escurrieron por todos lados.
Yo me subí al muro para echar una rápida ojeada a la maleza al norte de nosotros. Un Ojo estaba ahí fuera, arrastrándose hacia la ciudad, esperando contactar con los amigos de Encordador.
Incluso después de haber sido triplemente diezmada en los grandes asedios y ocupada durante años, Orín permanecía firme en su odio hacia la Dama.
Los imperiales eran cuidadosos. Enviaron exploradores alrededor del muro del recinto. Enviaron unos pocos hombres más cerca para prender fuego. Sólo después de una hora de cautelosas maniobras cruzaron la medio abierta puerta.
El Teniente dejó que entraran quince de ellos antes de dejar caer el rastrillo. Ésos fueron recibidos con una tormenta de flechas. Luego fuimos al muro y lanzamos más andanadas a los agrupados fuera. Otra docena cayeron. Los demás se retiraron más allá del alcance de los arcos. Allá se reunieron y gruñeron e intentaron decidir qué hacer a continuación.
Rastreador permaneció cerca durante todo aquel tiempo. Le vi lanzar sólo cuatro flechas. Cada una atravesó un imperial. Puede que no fuera brillante, pero sí sabía usar un arco.
—Si son listos —le dije—, establecerán una línea de piquetes y aguardarán al Renco. No tiene sentido que se dejen abatir cuando pueden acabar con nosotros.
Rastreador gruñó. El Perro Matasapos abrió un ojo, gruñó también en lo más profundo de su garganta. Allá al fondo, Goblin y Silencioso tenían juntas sus cabezas, alzándolas alternativamente para mirar fuera. Imaginé que estaban complotando algo.
Rastreador se puso en pie, gruñó de nuevo. Yo también miré. Más imperiales abandonaban Orín. Cientos más.
No ocurrió nada durante una hora, excepto que aparecieron más y más tropas. Nos rodearon.
Goblin y Silencioso desencadenaron su hechicería. Tomó la forma de una nube de polillas. No pude discernir de dónde provenían. Simplemente se agruparon alrededor de los dos. Cuando habían alcanzado quizás el número de un millar, partieron aleteando.
Durante un tiempo hubo un montón de gritos allá fuera. Cuando murió, me arrastré hasta el ceñudo Goblin y le pregunté:
—¿Qué ha ocurrido?
—Alguien con un toque de talento —chirrió—. Alguien tan bueno como nosotros.
—¿Tenemos problemas?
—¿Problemas? ¿Nosotros? Lo tenemos dominado, Matasanos. Los tenemos pillados. Sólo que ellos todavía no lo saben.
—Quiero decir…
—No devolverá el golpe. No quiere agotarse. Nosotros somos dos y él sólo uno.
Los imperiales empezaron a reunir piezas de artillería. El recinto no había sido construido para resistir un bombardeo.
Pasó el tiempo. El sol trepó por el cielo. Miramos hacia allá. ¿Cuándo llegaría la condenación en una alfombra volante?
Seguro de que los imperiales no atacarían de inmediato, el Teniente hizo que algunos de nosotros reuniéramos nuestro botín en el campo de desfiles, listo para ser embarcado en una ballena del viento. Lo creyera o no, insistía en que seríamos evacuados después de anochecer. No consideraba la posibilidad de que los Tomados llegaran primero.
Mantenía alta la moral.
El primer proyectil cayó una hora después del mediodía. Una bola de fuego se estrelló a una decena de metros del muro. Otra trazó un arco y aterrizó al otro lado. Cayó en el campo de desfiles, silbó, petardeó.
—Van a asarnos —le murmuré a Rastreador. Llegó un tercer proyectil, Ardió alegremente, pero también en el campo de desfiles.
Rastreador y el Perro Matasapo se pusieron en pie y miraron por encima del muro, el perro tenso sobre sus patas traseras. Al cabo de un momento Rastreador volvió a sentarse, abrió su estuche de madera, extrajo media docena de largas flechas. Se puso en pie de nuevo, miró hacia las máquinas de artillería, con una flecha preparado en su arco.
Era una gran distancia, aunque alcanzable incluso con mi arma. Pero yo hubiera podido estar practicando todo el día y no acercarme ni una sola vez.
Rastreador se sumió en un estado de concentración que casi parecía un trance. Alzó y tensó su arco hasta que la madera tocó casi la punta de su flecha, la soltó.
Un grito rodó pendiente arriba. Los artilleros se reunieron alrededor de uno de ellos.
Rastreador soltó flechas rápida y eficientemente. Diría que en un momento determinado tenía cuatro en el aire al mismo tiempo. Cada una halló su blanco. Luego se sentó.
—Ya está —dijo.
—¿Ya está qué?
—No hay más flechas buenas.
—Quizá eso sea suficiente para desanimarles.
Lo fue. Por un tiempo. Casi el tiempo suficiente para que retrocediera un poco y dispusieron algunos manteletes protectores. Luego los proyectiles empezaron a llegar de nuevo. Uno de ellos alcanzó un edificio. El calor era desagradable.
El Teniente recorría inquieto el muro. Me uní a su silenciosa plegaria de que los imperiales no se cansaran y se lanzaran contra nosotros. No habría forma de detenerles.