Si te pones furioso y le das el portazo a Linda, puedes perderte muchas cosas. A Elmo, Un Ojo, Goblin, Otto, todos esos tipos, les gusta azuzarme. No estaban dispuestos a darme ninguna información. Los demás tampoco. Ni siquiera Rastreador, al que parecía que le había caído bien y que charlaba conmigo más que todos los demás juntos, dejaba caer la menor alusión. Así que, cuando se hizo de día, fui arriba sumido en una ignorancia total.
Había empaquetado el equipo de campaña habitual. Nuestras tradiciones son las de la infantería pesada, aunque en estos días normalmente cabalgamos. Todos somos demasiado viejos para cargar cuarenta kilos de equipo. Arrastré los míos hasta la caverna que sirve como establo y huele como el abuelo de todos ellos… y descubrí que no había ningún animal ensillado. Bien, sí, uno. El de Linda.
El muchacho del establo se limitó a sonreír cuando le pregunté qué pasaba.
—Ya han salido —dijo—. Señor.
—¿De veras? Jodidos bastardos. ¿Están jugando conmigo? Ya veremos. Será mejor que empiecen a recordar quién lleva los Anales aquí. —Bufé y protesté durante todo el camino por entre las sombras prelunares que acechaban alrededor de la boca del túnel. Allá encontré al resto del grupo, todos preparados, con un equipo ligero y una bolsa de comida seca.
—¿Qué haces, Matasanos? —preguntó Un Ojo con una risa reprimida—. Parece como si cargaras con todas tus posesiones. ¿Eres una tortuga? ¿Llevas tu casa a las espaldas?
Y Elmo:
—No nos trasladamos, muchacho, sólo vamos de incursión.
—Sois un puñado de sádicos, ¿lo sabéis? —Penetré en la débil luz. Faltaba media hora para que se pusiera la luna, A lo lejos, los Tomados planeaban en la noche. Aquellos hijos de puta estaban decididos a mantener una atenta vigilancia. Más cerca se había reunido toda la horda de menhires. Parecían un camposanto surgido del desierto de tantos que eran. También había un montón de árboles andantes.
Más aún, aunque no había ninguna brisa, pude oír pensar al Viejo Padre Árbol. Sin duda eso significaba algo. Un menhir hubiera podido explicarlo. Pero las piedras mantienen la boca cerrada acerca de sí mismas y de las especies colegas. Especialmente acerca del Padre Árbol. La mayoría de ellos ni siquiera admitirán que existe.
—Será mejor que aligeres tu carga, Matasanos —dijo el Teniente. Tampoco se explicó.
—¿Vas a ir también? —pregunté, sorprendido.
—Ajá. Muévete. No tenemos mucho tiempo. Las armas y el equipo médico de campaña serán suficientes. Rápido.
Me crucé con Linda cuando bajaba. Me sonrió. Pese a lo gruñón que me sentía, le devolví la sonrisa. No puedo irritarme con ella. La conozco desde que era una niña. Desde que Cuervo la rescató de los esbirros del Renco hacía tanto tiempo, en las campañas de Forsberg. No puedo ver la mujer que es ahora sin recordar la niña que fue. Me he vuelto sentimental y blando.
Me dicen que sufro de un rasgo romántico inhabilitador. Mirando hacia atrás, casi me siento inclinado a estar de acuerdo. Todas esas estúpidas historias que escribí acerca de la Dama. La luna estaba en el borde del mundo cuando regresé arriba. Un susurro de excitación recorrió los hombres. Linda estaba ahí arriba con ellos, montada a horcajadas sobre su preciosa yegua blanca, yendo de un lado para otro, haciendo gestos a aquéllos que comprendían sus signos. Arriba, los puntos luminiscentes que son característicos de los tentáculos de las ballenas del viento derivaban más bajos de lo que nunca había oído hablar. Excepto en las historias de horror acerca de ballenas hambrientas dejando caer sus tentáculos para arrastrarlos sobre el suelo, llevándose consigo toda planta y animal que se cruzara en su camino.
—¡Hey! —dije—. Será mejor que vigilemos. Esa mamona está descendiendo. —Una enorme sombra cubrió miles de estrellas. Y se estaba expandiendo. Las mantas hormigueaban a su alrededor. Grandes, pequeñas, medianas… más de las que nunca había visto.
Mi exclamación suscitó risas. Me mosqueó. Recorrí el grupo de hombres, pinchándoles acerca de los equipos médicos que esperaba que llevaran en una misión. Cuando terminé estaba de mejor humor. Todos los llevaban.
La ballena del viento seguía descendiendo.
La luna desapareció. Al instante mismo en que lo hizo los menhires empezaron a moverse. Unos momentos más tarde empezaron a brillar de nuestro lado. El lado alejado de los Tomados.
Linda cabalgó siguiendo el sendero que señalaban. Cuando pasaba junto a un menhir la luz de éste se apagaba. Sospeché que se dirigía al extremo más alejado de la línea.
No tuve tiempo de comprobarlo. Elmo y el Teniente nos condujeron a lo largo de una línea propia. Arriba, la noche estaba llena con los chillidos y el aleteo de las mantas que luchaban en busca de espacio para volar.
La ballena del viento se posó a horcajadas sobre el arroyo.
Dios mío, era grande. ¡Grande! No tenía ni idea… Se extendía desde el coral encima del arroyo y a lo largo de otros doscientos metros. Cuatrocientos, quinientos metros de largo en total. Y de setenta a cien de ancho.
Un menhir habló. No pude desentrañar sus palabras. Pero los hombres empezaron a avanzar.
Al cabo de un minuto mis peores sospechas se confirmaron. Estaban trepando al flanco de la criatura, sobre su lomo, donde normalmente se posaban las mantas.
Olía. Olía como ninguna otra cosa que haya olido antes, y fuerte. Intensamente, se podría decir. No era necesariamente un mal olor, pero sí era abrumador. Y era extraña al tacto. No peluda, escamosa, córnea. No exactamente legamosa, pero sí esponjosa y resbaladiza, como unos intestinos expuestos al aire. Estaba llena de sujeciones. Nuestros dedos y nuestras botas no iban a tener ningún problema.
El menhir murmuró y gruñó como un viejo sargento primero, lanzando órdenes y retransmitiendo quejas de la ballena del viento. Tuve la impresión de que la ballena del viento era del tipo quejicoso por naturaleza. No le gustaba este ejército más de lo que me gustaba a mí. No puedo decir que la culpara.
Ahí arriba había más menhires, todos precariamente en equilibrio. Cuando llegué, un menhir me dijo que fuera hasta otro de su clase. Ése me dijo que me sentara a unos seis metros de distancia. Los últimos hombres subieron a bordo sólo unos momentos más tarde.
Los menhires desaparecieron. Empecé a sentirme extraño. Al primer momento pensé que era porque la ballena se estaba elevando. Cuando volé con la Dama o Susurro o Atrapaalmas, mi estómago estuvo en constante rebelión. Pero ésta era una desazón distinta. Necesité un tiempo para comprender que era una ausencia.
La nada de Linda se estaba desvaneciendo. Había estado tanto tiempo conmigo que se había convertido en parte de mi vida…
¿Qué estaba ocurriendo?
Estábamos subiendo. Noté el cambio en la brisa. Las estrellas se volvieron más brillantes. Luego, de pronto, todo el norte se iluminó.
Las mantas estaban atacando a los Tomados. Un montón de ellas. El golpe fue una completa sorpresa, por mucho que los Tomados debieran captar su presencia. Pero las mantas estaban actuando de una forma extraña…
Oh, infiernos, pensé. Los están empujando hacia nosotros…
Sonreí. No hacia nosotros. Hacia Linda y su nada, en un lugar inesperado.
En el momento en que se me ocurrió este pensamiento vi el destello de la hechicería, vi una alfombra tambalearse, derivar hacia el este. Un enjambre de mantas se congregó a su alrededor.
Quizá Linda no era tan estúpida como yo había pensado. Tal vez esos Tomados pudieran ser vencidos. Una pequeña ventaja, por supuesto, si nada más salía bien.
Pero ¿qué estábamos haciendo? Los rayos iluminaron a mis compañeros. Los más cercanos a mí eran Rastreador y el Perro Matasapos. Rastreador parecía aburrido. Pero el Perro Matasapos estaba más alerta de lo que nunca; lo había visto. Estaba sentado, observando todo el despliegue. La única otra vez en que no lo había visto echado sobre su barriga era a la hora de comer.
Su lengua colgaba fuera de su boca. Jadeaba. Si hubiera sido humano, hubiera dicho que estaba sonriendo.
El segundo Tomado intentó impresionar a las mantas con su poder. Fue inmensamente superado por el número. Y debajo, Linda se estaba moviendo. Ese segundo Tomado entró de pronto en su nada. Cayó. El enjambre de mantas lo persiguió.
Ambos sobrevivirían a su toma de tierra. Pero entonces se encontrarían a pie en el corazón de la Llanura, que esta noche había tomado partido. Sus posibilidades de salir a pie eran más bien desalentadoras.
La ballena del viento estaba ahora a unos seiscientos metros de altura, avanzando hacia el nordeste, ganando velocidad. ¿Cuán lejos estaba el borde de la Llanura más cercano a Orín? ¿Tres mil kilómetros? Estupendo. Podíamos cubrir la distancia antes del amanecer. Pero ¿y los últimos cincuenta kilómetros más allá de la llanura?
Rastreador empezó a cantar. Su voz era suave al principio, su canción extraña. Los soldados de los países del norte la han cantado a lo largo de generaciones. Era una endecha, una canción prefuneraria cantada en memoria de aquellos que iban a morir. La había oído en Forsberg, cantada por ambos bandos. Otra voz se le unió. Luego otra, y otra. Quizá quince hombres la conocían, o cuarenta o así.
La ballena del viento viró hacia el norte. Muy, muy abajo, la Llanura del Miedo se deslizaba hacia atrás, completamente invisible.
Empecé a sudar, aunque el aire a aquellas alturas era frío.