Para Corbie el desentrañado se produjo rápidamente ahora. Bastaba mantener su mente centrada en el asunto. Pero cada vez se sentía más y más distraído por aquel viejo mapa de seda. Aquellos extraños nombres antiguos. En TelleKurre tenían una resonancia ausente en las lenguas modernas. Atrapaalmas. Tormentosa. Muerdeluna. El Ahorcado. Parecían mucho más poderosos en la antigua lengua.
Pero estaban muertos. Los únicos grandes que quedaban eran la Dama y el monstruo que lo había iniciado todo, ahí fuera bajo tierra.
A menudo acudía a una pequeña ventana y miraba hacia el Túmulo. El diablo bajo tierra. Llamando, quizá. Rodeado por campeones menores, pocos de ellos recordados en las leyendas y pocos que el viejo hechicero identificara. Bomanz había estado interesado sólo en la Dama.
Tantos fetiches. Y un dragón. Y los campeones caídos de la Rosa Blanca, con sus sombras dispuestas en una guardia eterna. Parecía algo mucho más dramático que el debatir de hoy.
Corbie se echó a reír. El pasado era siempre más interesante que el presente. Para aquellos que habían vivido la primera gran lucha debía de haberles parecido mortalmente lento también. Solo en la batalla final se crearon las leyendas y los legados. Unas décadas y unos cuantos días más.
Ahora trabajaba menos, ahora que tenía un buen lugar donde vivir y algo ahorrado. Pasaba más tiempo vagabundeando, en especial por la noche.
Lance acudió una mañana, antes de que Corbie estuviera completamente despierto. Dejó entrar al joven.
—¿Té?
—Estupendo.
—Estás nervioso. ¿Qué ocurre?
—El coronel Dolce quiere verte.
—¿Ajedrez de nuevo? ¿O trabajo?
—Ninguna de las dos cosas. Está preocupado de que andes vagando por ahí por la noche. Le dije que yo iba contigo y que todo lo que hacías era mirar las estrellas y esas cosas. Creo que se está volviendo paranoico.
Corbie sonrió con una sonrisa que no sentía.
—Sólo hace su trabajo. Supongo que mi vida parece extraña. Dejando que pase por mi lado. Perdido dentro de mi propia mente. ¿Crees que algunas veces actúo senil? Toma. ¿Azúcar?
—Por favor. —El azúcar era un lujo. La Guardia no lo proporcionaba.
—¿Hay alguna prisa? ¡Todavía no he comido!
—Él no dijo que la hubiera.
—Estupendo. —Más tiempo para prepararse. Estúpido. Hubiera debido adivinar que sus paseos atraerían la atención. La Guardia era paranoica por diseño.
Corbie preparó gachas de avena y tocino, que compartió con Lance. Aunque estaba bien pagada, la Guardia comía mal. Debido al mal tiempo que se avecinaba la carretera a Galeote era infranqueable. Los intendentes del ejército lo intentaban valientemente, pero a menudo no conseguían pasar.
—Bien, vayamos a ver al hombre —dijo Corbie. Y—: Éste es el último tocino. Será mejor que el coronel piense en fomentar un poco la agricultura y la ganadería locales, sólo por si acaso.
—Han hablado de ello. —Corbie se había hecho amigo de Lance en parte porque había servido en el cuartel general. El coronel Dolce jugaba al ajedrez y hablaba de los viejos tiempos, pero nunca revelaba ningún plan.
—¿Y?
—No hay tierra suficiente. Ni pasto.
—Cerdos. Engordan con bellotas.
—Se necesita gente que los vigile. De otro modo los hombres de las tribus se apoderan de ellos.
—Sí, supongo que sí.
El coronel introdujo a Corbie a sus aposentos privados. Corbie bromeó:
—¿Nunca trabajas? ¿Señor?
—La operación se desarrolla por sí misma. Lleva cuatro siglos haciéndolo, así es como funciona. Tengo un problema, Corbie.
Corbie hizo una mueca.
—¿Señor?
—Las apariencias, Corbie. Éste es un mundo que vive de percepciones. Tú no presentas la apariencia adecuada.
—¿Señor?
—Tuvimos un visitante el mes pasado. De Hechizo.
—No lo sabía.
—Nadie lo sabía. Excepto yo. Fue lo que podrías llamar una prolongada inspección por sorpresa. Se producen ocasionalmente. —Se aposentó tras su mesa de trabajo, echó a un lado el tablero de ajedrez sobre el que habían jugado tantas veces. Extrajo una larga hoja de papel típico del sur de un compartimento junto a su rodilla derecha. Corbie atisbo una escritura alambricada.
—¿Un Tomado? ¿Señor?
Corbie nunca daba el apelativo de señor a nadie excepto tras pensárselo. Esto inquietaba a Dolce.
—Sí. Con carta blanca de la Dama. No abusó de ello. Pero hizo recomendaciones. Y mencionó a gente cuyo comportamiento consideraba inaceptable. Tu nombre era el primero de la lista. ¿Qué demonios haces, vagabundeando por ahí toda la noche?
—Pensar. No puedo dormir. La guerra me hizo algo. Las cosas que vi… Las guerrillas. No deseas irte a dormir porque ellos pueden atacar. Y si te duermes, sueñas con sangre. Hombres y campos ardiendo. Animales y niños chillando. Eso era lo peor. Los bebés llorando. Todavía oigo llorar a los bebés. —Exageraba muy poco. Cada vez que se iba a la cama tenía que hacerlo pasando junto al llanto de los bebés.
Dijo la mayor parte de la verdad y la envolvió con un poco de mentiras imaginativas. Bebés llorando. Los bebés que lo atormentaban eran los suyos, inocentes abandonados en un momento de miedo al compromiso.
—Lo sé —respondió Dolce—. Lo sé. En Orín la gente mataba a sus hijos, antes de permitir que los capturáramos. Los hombres más duros del regimiento lloraron cuando vieron a las madres arrojar a sus hijos desde las murallas, luego saltar tras ellos. Nunca me he casado. No tengo hijos. Pero, sé lo que quieres decir. ¿Tú tienes hijos?
—Un hijo —dijo Corbie, con voz a la vez suave y tensa en un cuerpo que casi se estremeció de dolor—. Y una hija. Eran gemelos. Hace mucho tiempo y muy lejos.
—¿Y qué fue de ellos?
—No lo sé. Espero que aún sigan vivos. Deberían de tener más o menos la edad de Lance.
Dolce alzó una ceja, pero dejó que la observación se deslizara por su lado.
—¿Y su madre?
Los ojos de Corbie se convirtieron en hierro. Hierro candente, como el de marcar.
—Muerta.
—Lo siento.
Corbie no respondió. Su expresión sugería que él no lo sentía.
—¿Comprendes lo que digo, Corbie? —preguntó Dolce—. Uno de los Tomados reparó en ti. Eso nunca es saludable.
—Capto el mensaje. ¿Quién era?
—No puedo decirlo. Cuál de los Tomados era podría ser de interés para los Rebeldes.
Corbie bufó.
—¿Qué Rebeldes? Los eliminamos en Hechizo.
—Quizá. Pero está esa Rosa Blanca.
—Pensé que iban a atraparla.
—Sí. Las historias que oyes. Que la tendrán encadenada antes de que termine el mes. Están diciendo eso desde la primera vez que oímos hablar de ella. Es ligera de pies. Quizá demasiado ligera. —La sonrisa de Dolce se desvaneció—. Al menos no estaré aquí la próxima vez que llegue el cometa. ¿Brandy?
—Sí.
—¿Ajedrez? ¿O tienes trabajo?
—No en estos momentos. Haré una partida.
A media partida, Dolce dijo:
—Recuerda lo que te he dicho, ¿eh? El Tomado dijo que se iba. Pero no hay ninguna garantía de ello. Podría estar en cualquier lado detrás de unos arbustos, vigilando.
—Prestaré más atención a lo que haga.
Lo haría. Lo último que deseaba era a un Tomado interesado en él. Había ido demasiado lejos para echarlo ahora todo a perder.