Matasanos:

Bomanz miró a través de su teodolito, atisbando por encima de la proa del Gran Túmulo. Retrocedió unos pasos, anotó el ángulo, abrió uno de sus toscos mapas de campo. Aquí era donde había desenterrado el hacha TelleKurre.

—Desearía que las descripciones de Occules no fueran tan vagas. Esto debió de ser el flanco de su formación. El eje de su línea debía de ser paralela a las otras también. Cambiaformas y los caballeros debían de haberse apelotonado allí. Que me maldiga.

El terreno allí se elevaba ligeramente. Bien. Menos agua en el terreno para dañar los artefactos enterrados. Pero la maleza era densa. Robles enanos. Rosas silvestres. Zumaque venenoso. Especialmente zumaque venenoso. Bomanz odiaba esa pestilente planta. Empezó a rascarse con sólo pensar en ella.

—Bomanz.

—¿Qué? —Se dio la vuelta, alzando su rastrillo.

—¡Hey! Tómatelo con calma, Bo.

—¿Qué pasa contigo? Deslizándote de esta manera. No es divertido, Besand. ¿Quieres que rastrille esa sonrisa idiota de tu rostro?

—¡Oooh! Hoy estás desagradable, ¿eh? —Besand era un viejo flaco de aproximadamente la edad de Bomanz. Sus hombros se hundieron, siguiendo el movimiento de su cabeza, que se echó hacia adelante como si estuviera olisqueando un rastro. Grandes venas azules sobresalían en el dorso de sus manos. Manchas hepáticas salpicaban su piel.

—¿Qué demonios esperas? Saltar sobre un hombre saliendo de entre los arbustos.

—¿Arbustos? ¿Qué arbustos? ¿Te está atormentando tu conciencia, Bo?

—Besand, has estado intentando atraparme desde que la luna era verde. ¿Por qué no abandonas? ¿Primero Jazmín me lo pone difícil, luego Tokar me compra todas las existencias de modo que tengo que salir a excavar nuevos artefactos, y ahora tengo que bailar contigo? Márchate. No estoy de humor.

Besand sonrió con una gran sonrisa sesgada, revelando los tocones de sus podridos dientes.

—No te he atrapado, Bo, pero eso no quiere decir que seas inocente. Sólo quiere decir que nunca te he atrapado.

—Si no soy inocente, tienes que ser un maldito estúpido por no haber podido atraparme en cuarenta años. Maldita sea, hombre, ¿por qué demonios no haces la vida más fácil para ambos?

Besand se echó a reír.

—Realmente, pronto vas a tenerme fuera de tus pisadas. Van a sacarme fuera de estos pastos.

Bomanz se reclinó sobre su rastrillo, consideró al Guardia. Besand exudaba un acre olor a dolor.

—¿De veras? Lo siento.

—Apuesto a que sí. Mi reemplazo puede ser lo bastante listo como para atraparte.

—Dale un descanso al asunto. ¿Quieres saber lo que estoy haciendo? Intentando imaginar dónde cayeron los caballeros TelleKurre. Tokar quiere cosas espectaculares. Eso es lo mejor que puedo hacer, sin darte una excusa para colgarme. Pásame esa varita adivinatoria.

Besand se la pasó.

—Robando el montículo, ¿eh? ¿Te lo sugirió Tokar?

Agujas de hielo se clavaron en la espina dorsal de Bomanz. Aquello era más que una pregunta casual.

—¿Tenemos que hacer constantemente esto? ¿No nos conocemos lo suficiente el uno al otro desde hace mucho tiempo como para hacerlo sin jugar al gato y al ratón?

—Me encanta hacerlo, Bo. —Besand lo arrastró hasta el montículo cubierto por la maleza—. Tendríamos que despejar esto. Simplemente no podemos seguir dejándolo así. Pero no hay hombres suficientes, no hay dinero suficiente.

—¿No podríais hacerlo ahora? Ahí es donde desearía cavar, creo. En el zumaque venenoso.

—Oh. Cuidado con el zumaque venenoso, Bo —rió Besand. Cada verano Bomanz se abría camino a través de numerosas aflicciones botánicas—. Acerca de Tokar…

—No trato con gente que desea quebrantar la ley. Ésa ha sido siempre mi regla. Nadie me importuna ya.

—Oblicuo pero aceptable.

La varita de Bomanz se estremeció.

—Voy a meterme en mierda de oveja. Directamente en medio.

—¿Seguro?

—Mírala saltar. Deben de haberlos enterrado en un gran agujero.

—Acerca de Tokar…

—¿Qué hay acerca de él, maldita sea? Si deseas colgarlo, adelante. Sólo dame tiempo de contactar con alguien distinto que pueda hacer que el negocio siga funcionando.

—No deseo colgar a nadie, Bo. Sólo quiero advertirte. Corre un rumor en Galeote que dice que es un Resurreccionista.

Bomanz dejó caer su varita. Engulló una bocanada de aire.

—¿De veras? ¿Un Resurreccionista?

El Monitor lo escrutó intensamente.

—Es sólo un rumor. Los oigo de todas clases. Pensé que quizá desearas saberlo. Estamos tan unidos como pueden estarlo dos hombres en estos lugares.

Bomanz aceptó la rama de olivo.

—Sí. Honestamente, nunca ha insinuado nada al respecto. ¡Huau! Es una auténtica carga que depositar sobre un hombre. —Una carga que merecía profunda meditación—. No le digas a nadie lo que descubrí. Ese ladrón de Men fu…

Besand se echó a reír de nuevo. Su risa tenía una cualidad sepulcral.

—Te gusta tu trabajo, ¿verdad? —dijo Bomanz—. Quiero decir, incordiar a la gente que no se atreve a volverse contra ti.

—Cuidado, Bo. Puedo arrastrarte a la sala de interrogatorios. —Besand se dio la vuelta, se alejó a grandes zancadas.

Bomanz se echó a reír a sus espaldas. Por supuesto, a Besand le gustaba su trabajo. Le permitía jugar a ser un pequeño dictador. Podía hacerle cualquier cosa a cualquiera sin tener que responder por ello.

Una vez el Dominador y sus esbirros cayeron y fueron enterrados en sus túmulos detrás de barreras levantadas por los más espléndidos magos de su época, la Rosa Blanca decretó que fuera apostada una guardia eterna. Una guardia que no perteneciera a nadie, encargada de impedir la resurrección del mal no muerto debajo de los túmulos. La Rosa Blanca comprendía la naturaleza humana. Siempre habría aquéllos que verían un beneficio en usar o seguir al Dominador. Siempre habría adoradores del mal que deseaban ver liberado a su campeón.

Los Resurreccionistas aparecieron casi antes de que la hierba empezara a brotar sobre los túmulos.

¿Tokar un Resurreccionista?, pensó Bomanz. ¿No tengo ya suficientes problemas? Ahora Besand montará su tienda en mi bolsillo.

Bomanz no tenía el menor interés en revivir las viejas maldades. Simplemente deseaba establecer contacto con una de ellas a fin de iluminar varios antiguos misterios.

Besand estaba fuera de la vista. Volvería a paso rápido todo el camino hasta sus aposentos. Allá tendría tiempo para efectuar algunas observaciones prohibidas. Bomanz realineó su teodolito.

El Túmulo no tenía el aspecto de albergar una gran maldad, sólo de abandono. Cuatrocientos años de vegetación e intemperie habían reestructurado aquella obra en su tiempo maravillosa. Los túmulos y el místico paisaje se habían perdido por completo en medio de la maleza que los cubría. La Guardia Eterna ya no tenía los medios para cumplir con un mantenimiento adecuado, el Monitor Besand luchaba en una desesperada acción de retaguardia contra el propio tiempo.

Nada crecía bien en el Túmulo. La vegetación era retorcida y atrofiada. Así, las formas de los montículos y los menhires y fetiches que mantenían atados a los Tomados quedaban a menudo ocultas.

Bomanz había pasado toda una vida identificando cuál montículo era cual, quién yacía allí, y dónde se alzaba cada menhir y fetiche. Su mapa maestro, su tesoro de seda, estaba casi completo. Ya casi podía desentrañar el laberinto. Estaba tan cerca de ello que se sentía tentado a intentarlo antes de hallarse realmente preparado. Pero no era un estúpido. Tenía intención de seguir ordeñando la dulce leche de la más negra de las vacas. No se atrevía a cometer ningún error. Tenía a Besand en una mano, la vieja y venenosa iniquidad en la otra.

Pero si tenía éxito… Ah, si tenía éxito. Si establecía contacto y extraía los secretos… Los conocimientos del hombre se verían espectacularmente ampliados. Él se convertiría en el más poderoso de los magos vivos. Su fama correría con el viento. Jazmín tendría todo lo que le reprochaba que había tenido que prescindir en su vida de sacrificios. Si establecía contacto.

¡Lo conseguiría, maldita sea! Ni el miedo ni las dolencias de la edad le frenarían ahora. Unos pocos meses y conseguiría la última clave.

Bomanz había vivido durante tanto tiempo sus mentiras que a menudo se mentía a sí mismo. Incluso en sus momentos más honestos nunca había confesado su motivo más poderoso, su aventura intelectual con la Dama. Era ella quien lo había intrigado desde el principio, ella a la que intentaba contactar, ella la que convertía la literatura en algo interminablemente fascinante. De todos los señores de la Dominación ella era la más sombría, la más rodeada por el mito, la menos afectada por los hechos históricos. Algunos eruditos la llamaban la mayor belleza que jamás hubiera vivido, afirmando que simplemente verla era caer en sus embrujos. Algunos la calificaban de la auténtica fuerza motivadora de la Dominación. Unos pocos admitían que esas pruebas documentales eran en realidad poco más que fantasías románticas. Otros no admitían nada mientras permanecían demostrablemente embelesados. Bomanz se había sentido perpetuamente absorto desde que era un estudiante.

De vuelta a su buhardilla, desplegó su mapa de seda. Este día no había sido una completa pérdida. Había localizado un menhir hasta entonces desconocido y había identificado los conjuros que anclaba. Y había descubierto el emplazamiento TelleKurre. Eso podía permitirle comprar el cordero y las judías.

Miró fijamente el mapa, como si la pura voluntad pudiera conjurar la información que necesitaba.

Había dos diagramas. El superior era una estrella de cinco puntas dentro de un círculo ligeramente más grande. Ésta había sido la forma del Túmulo recién construido. La estrella se había alzado una braza por encima del terreno circundante, retenido por muros de piedra caliza. El círculo representaba la orilla exterior de un foso, cuya tierra había sido usada para construir los túmulos, la estrella y un pentágono dentro de la estrella. Hoy el foso era poco más que terreno pantanoso. Los predecesores de Besand habían sido incapaces de mantener un trato con la Naturaleza.

Dentro de la estrella, marcando las puntas donde se encuentran los brazos, había un pentágono de otra braza de altura. También había sido conservado, pero las paredes se habían desmoronado y se habían llenado de maleza. En el centro del pentágono, sobre un eje norte–sur, estaba el Gran Túmulo donde dormía el Dominador.

En las puntas de la estrella de aquel mapa, siguiendo desde arriba la dirección de las manecillas del reloj, Bomanz había dibujado los números impares del uno al nueve. Acompañando cada uno de ellos había un nombre: Atrapaalmas, Cambiaformas, Nocherniego, Tormentosa, Roehuesos. Los ocupantes de los cinco túmulos exteriores habían sido identificados. Los cinco puntos interiores estaban numerados con números pares, empezando en el pie derecho del brazo de la estrella que apuntaba al norte. En el cuatro estaba el Aullador, en el octavo el Renco. Las tumbas de tres de los Diez que Fueron Tomados permanecían sin identificar.

—¿Quién está en este maldito punto seis? —murmuró Bomanz. Golpeó un puño contra la mesa—. ¡Maldita sea! —Cuatro años y no había conseguido acercarse a aquel nombre. La máscara que ocultaba aquella identidad era una barrera sustancial que no podía derribar. Todo lo demás era simple aplicación técnica, un asunto de anular conjuros protectores, luego contactar con el grande en el montículo central.

Los hechiceros de la Rosa Blanca habían dejado volúmenes alardeando de sus éxitos en su arte, pero ni una palabra de dónde yacían sus víctimas. Así era la naturaleza humana. Besand alardeaba de los peces que atrapaba, del cebo que usaba, y raras veces conseguía el auténtico trofeo.

Debajo de la estrella de su mapa Bomanz había trazado otro dibujo que reflejaba el montículo central. Era un rectángulo orientado sobre un eje norte–sur rodeado y lleno de hileras de símbolos. En cada esquina había una representación de un menhir que, en el Túmulo, era un pilar de cuatro metros de alto rematado por una cabeza de búho con dos caras. Una cara miraba hacia dentro, la otra hacia fuera. Los menhires formaban los pilares angulares que anclaban la primera línea de conjuros que protegían el Gran Túmulo.

A lo largo de los lados estaba la línea de pilares, pequeños círculos que representaban postes fetiche de madera. La mayoría se habían podrido y habían caído, y sus conjuros habían caído con ellos. La Guardia Eterna no tenía ningún hechicero en sus filas capaz de restablecerlos o reemplazarlos.

Dentro del montículo propiamente dicho había símbolos alineados en tres rectángulos de tamaño declinante. Los más exteriores parecían peones, los siguientes caballeros, y los más interiores elefantes. La cripta del Dominador estaba rodeada por hombres que habían dado sus vidas para llevarle ahí abajo. Los fantasmas formaban la línea intermedia entre la antigua maldad y un mundo capaz de llamarla de nuevo. Bomanz no anticipaba ninguna dificultad en pasar por entre ellos. En su opinión, los fantasmas estaban allí para desalentar a los vulgares ladrones de tumbas.

Dentro de los tres rectángulos Bomanz había dibujado un dragón con la cola en la boca. La leyenda decía que un gran dragón yacía enroscado alrededor de la cripta, más vivo que la Dama o el Dominador, durmiendo su sueño ligero a lo largo de los siglos mientras aguardaba un intento de llamar al mal atrapado.

Bomanz no tenía ninguna forma de enfrentarse al dragón, pero tampoco la necesitaba. Su intención era comunicarse con la cripta, no abrirla.

¡Maldita sea! Si tan sólo pudiera poner sus manos sobre un viejo amuleto de los Guardias… Los primitivos Guardias habían llevado amuletos que les habían permitido penetrar en el Túmulo para ocuparse de su mantenimiento. Los amuletos todavía existían, aunque ya no eran usados. Besand llevaba uno. Los otros los mantenía ocultos.

Besand. Aquel maldito loco. Aquel sádico.

Bomanz consideraba al Monitor como su conocido más cercano… pero nunca un amigo. No, nunca un amigo. Era un triste comentario sobre su vida el que el hombre más cercano a él fuera el que saltaría a la menor oportunidad para torturarle o colgarle.

¿Qué era aquello acerca del retiro? ¿Alguien más allá de aquel bosque olvidado había reclamado el Túmulo?

—¡Bomanz! ¿Vas a venir a comer?

Bomanz murmuró imprecaciones y enrolló el mapa.

El Sueño vino aquella noche. Algo sirénico lo llamó. Era joven de nuevo, soltero, caminando a grandes zancadas por el camino que pasaba junto a su casa. Una mujer le saludó con la mano. ¿Quién era? No la conocía. No le importó. La amaba. Riendo, corrió hacia ella… Sus pasos flotaron. Sus esfuerzos no le llevaron más cerca. El rostro de ella se entristeció. Su silueta se desvaneció…

—¡No te vayas! —llamó—. ¡Por favor! —Pero ella desapareció, y se llevó consigo su sol.

Una vasta noche sin estrellas devoró su sueño. Flotaba en un claro dentro de un bosque invisible. Lentamente, lentamente, un difuso algo plateado silueteó los árboles. Una gran estrella con una larga cola plateada. La contempló crecer hasta que su cola cruzó todo el cielo.

Un hormigueo de incertidumbre. Una sombra de miedo.

—¡Viene directamente hacia mí! —Se encogió, se cubrió el rostro con los brazos. La bola de plata llenó el cielo. Tenía un rostro. El rostro de la mujer…

—¡Bo! ¡Para ya! —Jazmín le dio otro codazo.

Se sentó en la cama.

—¿Eh? ¿Qué?

—Estabas gritando. ¿De nuevo esa pesadilla?

Escuchó el martilleo de su corazón, suspiró. ¿Podía resistir mucho más? Era un hombre viejo.

—La misma. —Volvía a él a intervalos impredecibles—. Esta vez fue más intensa.

—Quizá debieras ver a un médico de sueños.

—¿Aquí fuera? —Bufó disgustado—. No necesito ningún médico de sueños.

—No. Probablemente sólo es tu conciencia. Remordiéndote por engañar a Stancil para que volviera de Galeote.

—Yo no engañé… Vuelve a dormirte. —Para su sorpresa, ella se dio la vuelta, no deseosa por una vez de seguir con la discusión.

Se quedó mirando a la oscuridad. Esta vez había sido tan claro. Casi demasiado obvio. ¿Había algún significado oculto detrás de la advertencia del sueño contra sus manipulaciones?

Lentamente, lentamente, el talante del inicio del sueño volvió a él. Aquella sensación de ser llamado, de hallarse a sólo un paso intuitivo del deseo de su corazón. Le hacía sentir bien. Su tensión se fue relajando. Se durmió sonriendo.

Besand y Bomanz observaban a los Guardias limpiar la maleza del lugar de Bomanz. De pronto Bomanz escupió:

—¡No la quemes, idiota! Deténle, Besand.

Besand sacudió la cabeza. Un Guardia con una antorcha retrocedió del montón de maleza.

—Hijo, no se quema el zumaque venenoso. El humo dispersa el veneno.

Bomanz se estaba rascando. Y se preguntaba por qué su compañero se mostraba tan razonable. Besand hizo una mueca.

—Te hace sentir picores sólo pensar en ello, ¿eh?

—Sí.

—Aquí está tu otro picor. —Señaló. Bomanz vio a su competidor Men fu observar desde una distancia segura. Gruñó.

—Nunca he odiado a nadie, pero él me tienta. Carece de ética, no tiene escrúpulos ni conciencia. Es un ladrón y un mentiroso.

—Lo conozco, Bo. Y es una suerte para ti el que lo conozca.

—Déjame preguntarte algo, Besand. Monitor Besand. ¿Por qué no le incordias a él de la forma en que lo haces conmigo? ¿Qué quieres decir con eso de la suerte?

—Te acusó de tendencias Resurreccionistas. No le acoso porque sus muchas virtudes incluyen la cobardía. No tiene el valor de recuperar artefactos proscritos.

—¿Y yo sí? ¿Esa pequeña verruga me ha calumniado? ¿Me ha acusado de crímenes capitales? Si yo no fuera un hombre viejo…

—Sé que tienes los redaños para hacerlo. Tranquilo. Simplemente nunca te he atrapado poniendo en evidencia esa inclinación.

Bomanz hizo girar los ojos.

—Vaya. Las acusaciones veladas…

—No tan veladas, amigo mío. Hay una laxitud moral en ti, una no voluntad de aceptar la existencia del mal, que apesta como un viejo cadáver. Dale rienda suelta y te atraparé, Bo. Hay mucha gente astuta, pero siempre termina traicionándose a sí misma.

Por un instante Bomanz pensó que su mundo se estaba haciendo pedazos. Luego se dio cuenta de que Besand estaba lanzando el anzuelo. El Monitor era un pescador dedicado. Estremecido, dijo:

—Me enferma tu sadismo. Si realmente sospecharas algo, habrías caído sobre mí como una serpiente sobre una mierda. Las legalidades nunca han significado nada para vosotros los Guardias. Probablemente mientes acerca de Men fu. Colgarías a tu propia madre basándote en la palabra de un villano mucho más lamentable que él. Estás enfermo, Besand. ¿Sabes eso? Enfermo. De aquí. —Se palmeó la sien—. No puedes relacionar nada sin crueldad.

—Estás tensando de nuevo tu suerte, Bo.

Bomanz reculó. Miedo y temperamento habían estado hablando. A su propia extraña manera Besand le había demostrado una tolerancia especial. Era como si él fuera necesario para la salud emocional del Monitor. Besand necesitaba una persona, fuera de la Guardia, a la cual no victimizar. Alguien cuya inmunidad le pagara en una especie de validación… ¿Soy un símbolo de la gente a la que defiende? Bomanz soltó un bufido. Aquello era demasiado.

Ese asunto acerca de retirarse. ¿Dijo más de lo que yo oí? ¿Está anulando todas sus apuestas porque se marcha? Quizá sienta una debilidad hacia las personas que burlan la ley. Quizá desee salirse a lo grande.

¿Y acerca del nuevo hombre? ¿Otro monstruo, no afectado por la telaraña que he tejido delante de los ojos de Besand? ¿Quizás alguien que vendrá como entra el toro en el coso? Y Tokar, el posible Resurreccionista… ¿cómo encaja en el conjunto?

—¿Qué ocurre? —preguntó Besand. La preocupación coloreó sus palabras.

—La úlcera me está matando. —Bomanz se masajeó las sienes, esperando que no acudiera también el dolor de cabeza.

—Planta tus marcadores. Men fu puede adelantársete en cualquier momento.

—Sí. —Bomanz tomo media docena de estacas de su bolsa. Cada una llevaba una tira de tela amarilla. Las plantó. La costumbre dictaba que el terreno así delimitado era suyo para su explotación.

Men fu, sin embargo, podía efectuar incursiones nocturnas o lo que fuera, y Bomanz no tendría ningún recurso legal. Las reclamaciones no tenían peso legal, sólo a nivel privado. Los antiguos mineros ejercían sus propias sanciones.

A Men fu no le importaba ninguna de las sanciones excepto la violencia. Nada alteraba sus actitudes de ladrón.

—Me gustaría que Stancil estuviera aquí —dijo Bomanz—. Podría vigilar durante la noche.

—Le gruñiré un poco. Eso siempre es bueno, al menos por unos cuantos días. He oído que Stance volvía a casa.

—Sí. Para el verano. Estamos emocionados. No lo vemos desde hace cuatro años.

—Es amigo de Tokar, ¿verdad?

Bomanz se volvió en redondo.

—¡Maldito seas! ¡Nunca abandonas!, ¿eh? —Habló suavemente, con una rabia genuina, sin los gritos y las maldiciones y los gestos dramáticos de su habitual semirrabia.

—De acuerdo, Bo. Lo dejaré correr.

—Sí, será mejor. Será malditamente mejor. No quiero verte arrastrándote tras él todo el verano. No lo permitiré, ¿entiendes?

—He dicho que lo dejaré correr.