Subí para mi guardia. No había el menor signo de Elmo y sus hombres. El sol estaba bajo. El menhir había desaparecido. No se oía el menor sonido excepto la voz del viento.
Silencioso estaba sentado en las sombras en el interior de un arrecife de un millar de corales, moteado por la luz del sol que atravesaba las retorcidas ramas. El coral forma una buena cobertura. Pocos de los habitantes de la Llanura se atreven con sus venenos. La guardia corre siempre más peligro a causa de los exotismos nativos que de nuestros enemigos.
Me retorcí y me metí entre las mortíferas espinas, me reuní con Silencioso. Es un hombre alto, delgado, viejo. Sus oscuros ojos parecían enfocados en sueños que ya habían muerto. Deposité mis armas.
—¿Alguna cosa?
Agitó la cabeza, una única y minúscula negativa. Dispuse las almohadas que había traído conmigo. El coral se retorció a nuestro alrededor, ramas y abanicos treparon hasta seis metros de altura. Podíamos ver poco excepto el riachuelo que lo cruzaba y unos pocos menhires muertos, y los árboles andantes en la otra ladera. Un árbol estaba al lado del arroyo, hundiendo sus raíces en el agua. Como si captara mi atención, inició una lenta retirada.
La Llanura visible es yerma. La habitual vida del desierto —líquenes y matorrales espinosos, serpientes y lagartos, escorpiones y arañas, perros salvajes y ardillas terrestres— está presente pero es escasa. La encuentras sobre todo cuando resulta inconveniente. Lo cual puede aplicarse a la vida en la Llanura en general. Encuentras lo realmente extraño tan sólo cuando es de lo más inoportuno. El Teniente afirma que un hombre que intente suicidarse aquí puede pasar años sin sentirse inconfortable.
Los colores predominantes son rojos y pardos, óxidos, ocres, piedras areniscas con tonos vinosos y de sangre como los riscos, con un estrato de naranja aquí y allá. Los corales se encuentran dispersos formando arrecifes blancos y rosas. El auténtico verdor está ausente. Tanto los árboles andantes como los matorrales tienen hojas de un polvoriento color verde grisáceo, en las cuales el verde existe principalmente por aclamación. Los menhires, vivos y muertos, son de un estricto gris parduzco, distinto de cualquier otra piedra nativa de la Llanura.
Una hinchada sombra derivó cruzando las pedregosas laderas de los riscos. Cubría varias hectáreas, era demasiado oscura para ser la sombra de una nube.
—¿Una ballena del viento?
Silencioso asintió.
Cruzó las alturas del aire entre nosotros y el sol, pero no pude divisarla. No había visto ninguna en años. La última vez fue mientras Elmo y yo cruzábamos la Llanura con Susurro, al servicio de la Dama… ¿hacía cuánto tiempo? El tiempo huye, y con poca alegría en él.
—Extrañas aguas bajo el puente, amigo mío. Extrañas aguas ahí abajo.
Asintió pero no dijo nada. Es Silencioso.
No ha pronunciado una palabra en todos los años que le conozco. No en los años que ha estado con la Compañía. Tanto Un Ojo como mi predecesor como Analista dicen que es absolutamente capaz de hablar. Tras toda una serie de indicios acumulados a lo largo de los años, mi firme convicción es que en su juventud, antes de que se alistara, hizo el gran juramento de no hablar nunca. Puesto que la ley de hierro de la Compañía es no hurgar en la vida de un hombre antes de su alistamiento, he sido incapaz de averiguar nada acerca de las circunstancias.
Le he visto llegar casi a hablar, cuando estaba lo bastante furioso o lo bastante divertido, pero siempre se ha dominado en el último instante. Durante largo tiempo los hombres convirtieron en un juego el pincharle, Intentando conseguir que rompiera su voto, pero la mayoría abandonaron rápidamente su esfuerzo. Silencioso tiene un centenar de pequeñas formas de desanimar a un hombre, como llenar su saco de dormir con garrapatas.
Las sombras se alargaron. Las manchas de oscuridad se hicieron más grandes. Finalmente Silencioso se levantó, pasó por encima de mí, regresó al Agujero, una sombra embozada de oscuro moviéndose en la oscuridad. Un hombre extraño, Silencioso. No sólo no habla; no chismorrea. ¿Cómo puedes manejar a un tipo así?
Sin embargo es uno de mis más antiguos y queridos amigos. Expliquen esto.
—Bien, Matasanos. —La voz era tan hueca como la de un fantasma. Me sobresaltó. Una risa maliciosa matraqueó por entre el arrecife de coral. Un menhir se había deslizado hasta mí. Me volví ligeramente. Permanecía erguido en medio del sendero que había tomado Silencioso, feo en sus Cuatro metros de altura. Un enano en su especie.
—Hola, roca.
Tras divertirse a mi costa, ahora me ignoró. Permaneció tan silencioso como una piedra. Ja–ja.
Los menhires son nuestros principales aliados en la Llanura. Son nuestros interlocutores con las demás especies sintientes. Sin embargo, nos dejan saber lo que está ocurriendo sólo cuando les interesa.
—¿Qué ocurre con Elmo? —pregunté.
Nada.
¿Son mágicos? Supongo que no. De otro modo no podrían sobrevivir dentro de la nada que irradia Linda. Pero ¿qué son? Misterios. Como la mayor parte de las extrañas criaturas de aquí fuera.
—Hay forasteros en la Llanura.
—Lo sé. Lo sé.
Las criaturas nocturnas estaban empezando a salir. Puntos luminiscentes se deslizaban y picaban sobre nosotros. La ballena del viento cuya sombra había visto llegó lo suficientemente al este como para mostrarme su reluciente vientre. Pronto descendería, arrastrando zarcillos para arrapar cualquier cosa que se pusiera en su camino. Se alzó brisa.
Aromas de salvia hormiguearon en mis fosas nasales. El aire rió quedamente y susurró y murmuró y silbó en el coral. Desde algo más lejos llego el tintinear de las campanillas de viento que son las hojas del Viejo Padre Árbol.
Es único. El primero o el último de su especie, no lo sé. Allá se alza, siete metros de alto y tres de ancho, meditando al lado del arroyo, irradiando algo parecido al temor, con sus raíces plantadas en el centro geográfico de la Llanura. Silencioso, Goblin y Un Ojo han intentado desentrañar su significado. No han llegado a ninguna parte. Los escasos hombres de las tribus salvajes de la Llanura lo adoran. Dicen que lleva allí desde los albores. Da esa sensación de que el tiempo no cuenta para él.
Se alzó la luna. Mientras permanecía adormecida y preñada sobre el horizonte creí ver algo que la cruzaba. ¿Un Tomado? ¿O una de las criaturas de la Llanura?
Surgió un alboroto en la boca del Agujero, Gruñí. No necesitaba aquello. Goblin y Un Ojo. Durante medio minuto, de una forma muy poco caritativa, deseé que no hubieran vuelto.
—Ya basta con eso. No quiero seguir oyendo esa mierda.
Goblin se asomó desde fuera del coral, sonrió, me desafió a hacer algo. Parecía descansado, recuperado. Un Ojo preguntó:
—¿Te sientes quisquilloso, Matasanos?
—Malditamente quisquilloso, sí. ¿Qué estáis haciendo aquí fuera?
—Necesitábamos un poco de aire fresco. —Inclinó hacia un lado la cabeza, contempló la línea de riscos. Bien. Estaba preocupado por Elmo.
—Estará bien —dije.
—Lo sé.
Un Ojo añadió:
—Te mentí. Nos envió Linda. Sintió agitarse algo en el borde oeste de la nada.
—¿Oh?
—No sé lo que era, Matasanos. —De pronto estaba a la defensiva. Apenado. Lo hubiera sabido de no ser por Linda. Estaba como estaría yo despojado de todo mi instrumental médico. Incapaz de hacer aquello para lo que había sido entrenado toda su vida.
—¿Qué es lo que vas a hacer?
—Encender un fuego.
—¿Qué?
El fuego rugió. Un Ojo se volvió tan ambicioso que arrastró hasta ahí dentro maleza muerta suficiente como para abastecer a media legión. Las llamas hicieron retroceder la oscuridad hasta que pude ver a cincuenta metros más allá del arroyo. Los últimos árboles andantes se habían ido. Probablemente olieron la llegada de Un Ojo.
Él y Goblin arrastraron al interior un árbol caído de tipo normal. Dejamos a los andantes tranquilos, excepto para enderezar a los torpes que tropiezan con sus propias raíces. No es que eso ocurra a menudo. Tampoco viajan mucho.
Estaban peleándose acerca de quién debía efectuar qué parte de su trabajo. Dejaron caer el árbol.
—En marcha —dijo Goblin, y en un momento no había la menor señal de ellos. Desconcertado, escruté la oscuridad. No vi nada, no oí nada.
Descubrí que tenía problemas en permanecer despierto. Me dediqué a partir el árbol muerto para tener algo que hacer. Entonces capté lo extraño a mi alrededor.
Me detuve a medio partir un tronco. ¿Cuánto tiempo hacía que los menhires se estaban reuniendo? Conté catorce en los límites de la luz. Creaban largas y profundas sombras.
—¿Qué ocurre? —pregunté, con los nervios un poco alterados.
—Hay forasteros en la Llanura.
Maldita tonada la que cantaban. Me aposenté cerca del fuego, de espaldas a él, arrojando madera por encima del hombro para alimentar las llamas. La luz se extendió. Conté otros diez menhires. Al cabo de un tiempo dije:
—Eso no es exactamente ninguna noticia.
—Viene uno.
Eso era nuevo. Y hablando con pasión, algo de lo que no había sido testigo nunca antes. Una, dos veces, creí captar un parpadeo de movimiento, pero no pude estar seguro. La luz del fuego es engañosa. Apilé más leña.
Un movimiento, seguro. Más allá del arroyo. Una forma humana viniendo hacia mí, lentamente. Cautelosamente. Fingí aburrimiento. Se acercó más. Llevaba una silla de montar cruzada en su hombro derecho y sujetaba una manta con su mano izquierda. En su derecha llevaba un largo estuche de madera, cuyo pulido resplandecía a la luz del fuego. Tenía dos metros de largo y diez por veinte centímetros de ancho. Curioso.
Me di cuenta del perro cuando cruzaron el arroyo. Un perro cruzado, lamoso, escuálido, casi todo él de un color blanco sucio pero con un círculo negro alrededor de un ojo y unas pocas motas negras en sus flancos. Cojeaba, manteniendo una de las patas delanteras siempre alejada del suelo. El fuego se reflejó en sus ojos. Ardían con un color rojo brillante.
El hombre medía más de metro ochenta, tendría quizá treinta años. Se movía ágilmente incluso en su cautela. Tenía músculos sobre músculos. Su harapienta camisa revelaba unos brazos y un pecho cruzados de cicatrices. Su rostro estaba vacío de emoción. Su mirada se cruzó con la mía cuando le acercó al fuego, sin sonreír ni traicionar ningún intento no amistoso.
Sentí que me rozaba ligeramente un helor. Parecía resistente, pero no lo suficiente como para cruzar la Llanura del Miedo solo.
Lo primero era negociar la situación. Orto acudiría pronto a relevarme. El fuego lo alertaría. Vería al desconocido, se ocultaría y avisaría al Agujero.
—Hola —dije.
Se detuvo, intercambió una mirada con el perro. El animal avanzó lentamente, olisqueando el aire, escrutando la noche a su alrededor. Se detuvo a unos metros de distancia, se sacudió como si estuviera mojado, se tendió sobre su barriga en el suelo.
El desconocido avanzó hasta situase a su lado.
—Puedes dejar tu carga —invité.
Depositó su silla de montar, bajó su estuche, se sentó. Estaba rígido. Tuvo problemas en cruzar las piernas.
—¿Perdiste tu caballo?
Asintió.
—Se rompió una pata. Al oeste de aquí, ocho, diez kilómetros. Perdí el sendero.
Hay senderos que cruzan la Llanura. Algunos de ellos la Llanura los honra como seguros. A veces. Según una fórmula conocida sólo por sus habitantes: Sin embargo, tan sólo alguien desesperado o estúpido se aventura a solas por ellos. Este hombre no parecía un idiota.
El perro emitió un sonido como un bufido. El hombre le rascó las orejas.
—¿Adónde ibas?
—A un lugar llamado la Fortaleza.
Es el nombre de leyenda, el nombre propagandístico, del Agujero. Una calculada pizca de glamour para las tropas en lugares lejanos.
—¿Tu nombre?
—Rastreador. Éste es el Perro Matasapos.
—Encantado de conocerte. Rastreador. Matasapos.
El perro gruñó. Rastreador dijo:
—Tienes que usar su nombre completo. Perro Matasapos.
Mantuve un rostro serio sólo porque era un hombre tan grande, hosco; y de aspecto duro.
—¿Qué es esa Fortaleza? —pregunté—. Nunca oí hablar de ella.
Alzó unos ojos duros y oscuros del perro, sonrió.
—He oído decir que está cerca de Divisas.
¿Dos veces en un solo día? ¿Era el día de los pares? No. No era ni malditamente probable. Tampoco me gustaba el aspecto del hombre. Me recordaba demasiado a nuestro antiguo hermano Cuervo. Hielo y hierro. Puse cara de desconcierto. Soy bueno en ella.
—¿Divisas? Eso es nuevo para mí. Tiene que estar en alguna parte malditamente lejos por el este. ¿Y para qué vas allí?
Sonrió de nuevo. Su perro abrió un ojo, me lanzó una mirada ominosa. No confiaban en mí.
—Llevo mensajes.
—Entiendo.
—Sobre todo un paquete. Dirigido a alguien llamado Matasanos.
Sorbí la saliva acumulada entre mis dientes, escruté lentamente la oscuridad de los alrededores. El círculo de luz se había reducido, pero el número de menhires no había disminuido. Me pregunté acerca de Goblin y Un Ojo.
—Ese nombre lo tengo oído —dije—. Es una especie de sierrahuesos. —El perro me lanzó de nuevo aquella mirada. Esta vez, decidí, era sarcástica.
Un Ojo brotó de la oscuridad detrás de Rastreador, la espada lista para efectuar el trabajo sucio. Pero maldita sea, avanzó en silencio. Hechicería o no.
Mi gesto de sorpresa lo descubrió. Rastreador y su perro miraron hacia atrás. Ambos se sobresaltaron de ver a alguien allí. El perro se levantó. El pelo de su cuello se erizó. Luego se tendió de nuevo en el suelo, tras girar lo suficiente como para poder tenernos a ambos dentro de su campo de visión.
Pero entonces apareció Goblin, igual de silencioso. Sonreí. Rastreador miró hacia allá. Sus ojos se entrecerraron. Parecía pensativo, como un hombre que acaba de descubrir que está en una partida de cartas con tramposos más hábiles de lo que había esperado. Goblin dejó escapar una risita.
—Quiere entrar, Matasanos. Digo que lo llevemos abajo.
La mano de Rastreador se estremeció hacia el estuche que había cargado. Su animal gruñó. Rastreador cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo estaba otra vez al control. Su sonrisa regresó.
—Matasanos, ¿eh? Entonces he hallado la Fortaleza.
—La has hallado, amigo.
Lentamente, para no alarmar a nadie, Rastreador tomó un paquete envuelto en piel impermeabilizada de la bolsa de su silla de montar. Era el gemelo del que había recibido hacía tan sólo medio día. Me lo ofreció. Me lo metí dentro de la camisa.
—¿Dónde lo obtuviste?
—En Galeote. —Contó la misma historia que el otro mensajero.
Asentí.
—¿Y has venido hasta tan lejos?
—Sí.
—Entonces deberíamos llevarle dentro —le dije a Un Ojo. Captó mi significado. Pondríamos a este mensajero cara a cara con el otro. Veríamos si brotaban chispas. Un Ojo sonrió.
Miré a Goblin. Aprobó la idea.
Ninguno nos sentíamos completamente tranquilos con Rastreador. No estoy seguro de por qué.
—Vamos —dije. Me levanté apoyándome en mi arco.
Rastreador observó el arma. Empezó a decir algo, se calló. Como si la hubiera reconocido. Sonreí mientras me daba la vuelta. Quizá pensaba que le había puesto a malas con la Dama.
—Sígueme.
Lo hizo. Y Goblin y Un Ojo le siguieron a él, sin que ninguno de los dos le ayudara con sus cosas. Su perro cojeó a su lado, con el hocico clavado al suelo. Antes de entrar miré hacia el sur, preocupado. ¿Cuándo volvería Elmo a casa?
Pusimos a Rastreador y al perro en una celda vigilada. No protestaron. Fui a mis aposentos tras despertar a Otto, que se había retrasado. Intenté dormir, pero aquel maldito paquete estaba allí encima de la mesa, chillando.
No estaba seguro de querer leer su contenido.
Él ganó la batalla.