El Túmulo se extiende muy al norte de Hechizo, junto al Viejo Bosque tan citado en las leyendas de la Rosa Blanca. Corbie llegó a la ciudad el verano después de que el Dominador fracasara en escapar de su tumba a través de Enebro. Halló a los esbirros de la Dama con una moral alta. La gran maldad en el Gran Túmulo ya no era de temer. Los restos de los Rebeldes habían sido derrotados. El imperio ya no tenía más enemigos de importancia. El Gran Cometa, heraldo de todas las catástrofes, no regresaría en décadas.

Sólo quedaba un solitario foco de resistencia, una niña que afirmaba ser la reencarnación de la Rosa Blanca. Pero era una fugitiva, que huía con los restos de la traidora Compañía Negra. Nada que temer allí. Los abrumadores recursos de la Dama podían aplastarlos.

Corbie llegó cojeando carretera arriba procedente de Galeote, solo, una bolsa a la espalda, un bastón fuertemente agarrado. Afirmaba ser un veterano tullido de las campañas del Renco en Forsberg. Quería trabajo. Había montones de trabajo para un hombre no demasiado orgulloso. La Guardia Eterna estaba bien pagada. Muchos contrataban trabajadores serviles para que se ocuparan de parte de sus tareas.

Por aquel entonces había un regimiento de guarnición en el Túmulo. Incontables civiles orbitaban su recinto. Corbie se desvaneció entre ellos. Cuando compañías y batallones fueron transferidos a otra parte, ya formaba parte establecida del paisaje.

Lavaba platos, cepillaba caballos, limpiaba establos, llevaba mensajes, barría suelos, pelaba verduras, hacía cualquier tarea que le reportara unos pocos cobres. Era un hombre tranquilo, alto, sombrío, meditabundo, que no tenía amigos especiales, pero que tampoco se ganaba enemigos. Raras veces socializaba.

Tras unos pocos meses pidió y recibió permiso para ocupar una destartalada casa rehuida desde hacía tiempo por la gente porque en su tiempo había pertenecido a un hechicero de Galeote. A medida que el tiempo y los recursos se lo permitieron, restauró el lugar. Y como el hechicero antes que él, prosiguió la misión que lo había traído al norte.

Diez, doce, catorce horas al día, Corbie trabajaba en la ciudad, luego iba a casa y trabajaba un poco más. La gente se preguntaba cuándo descansaba.

Si había algo que señalaba a Corbie era que se negaba a adoptar completamente su papel. La mayoría de trabajadores serviles tenían que soportar un montón de abusos personales. Corbie no lo aceptaba. Si alguien se metía con él, sus ojos se volvían tan fríos como el helado invierno. Sólo un hombre siguió presionando a Corbie después de recibir esa mirada. Corbie le dio una paliza con una firme y despiadada eficiencia.

Nadie sospechaba que llevara una doble vida. Fuera de su casa era Corbie el hombre para todo, nada más. Vivía su papel hasta lo más profundo de su corazón. Cuando estaba en casa, en las horas más públicas, era Corbie el renovador, creando una nueva casa a partir de una antigua. Sólo en las horas de madrugada, cuando todo el mundo excepto las patrullas nocturnas dormía, se convertía en Corbie el hombre con una misión.

Corbie el renovador halló un tesoro en una pared de la cocina del hechicero. Lo llevó arriba, donde Corbie el investigador surgió de las profundidades.

El trozo de papel tenía una docena de palabras garabateadas por una mano temblorosa. La clave de un cifrado.

Aquel flaco y grave rostro que no sonreía nunca fundió su hielo. Unos ojos oscuros chispearon. Unos dedos encendieron una lámpara. Corbie se sentó, y durante una hora no miró a nada. Luego, aún sonriendo, fue abajo y salió a la noche. Alzó una mano en amistoso saludo cada vez que encontraba a la patrulla nocturna.

Ahora era conocido. Nadie cuestionó su derecho a cojear por las calles y a contemplar la rueda de las constelaciones.

Regresó a su casa cuando sus nervios se calmaron. Allá no le esperaba el sueño. Esparció papeles, empezó a estudiar, a descifrar, a traducir, a escribir una carta–historia que no alcanzaría su destino hasta después de muchos años.