Matasanos:

La mujer se estaba quejando de nuevo. Bomanz se masajeó las sienes. El pulsar no cejaba. Se tapó los ojos.

—Saita, sayta, suta —murmuró, con una furiosa voz ofidia sibilante.

Se mordió la lengua. Uno no hacía una escena sobre su propia esposa. Uno soportaba con humilde dignidad las consecuencias de sus locuras de juventud. ¡Ah, pero qué tentación! ¡Qué provocación!

¡Ya basta, estúpido! Estudia el maldito mapa.

Ni Jazmín ni el dolor de cabeza cedieron.

—¡Jodido infierno! —Dio un manotazo a los pesos en las esquinas del mapa, enrolló la delgada seda alrededor de una delgada varilla de cristal. Deslizó la varilla dentro del asta de una falsa lanza antigua. El asta brillaba a causa del frecuente uso.

—Besand lo descubriría en un minuto —gruñó.

Rechinó los dientes cuando la úlcera dio un mordisco a sus entrañas. Cuanto más se acercaba al final, mayor era el peligro. Sus nervios estaban de punta. Temía que pudiera derrumbarse en la última barrera, que la cobardía lo devorara y hubiera vivido en vano.

Treinta y siete años era un largo tiempo para vivirlo a la sombra del hacha del verdugo.

—Jazmín —murmuró—. Y llama Belleza a una cerda. —Abrió la puerta de par en par, gritó escaleras abajo—: ¿Qué ocurre ahora?

Era lo de siempre. Una duda persistente desconectada con la raíz de la insatisfacción de ella. Una interrupción de los estudios de él como pago por lo que ella imaginaba que era un despilfarro por parte de él de sus vidas.

Hubiera podido convertirse en un hombre importante en Galeote. Hubiera podido tener una gran casa atestada de obsequiosos sirvientes. Hubiera podido vestir ropas de oro. Hubiera podido alimentar sus grasas con carnes de primera calidad en cada comida. En vez de ello había elegido la vida del intelectual, ocultando su nombre y su profesión, arrastrándola a ella hasta este deprimente y solitario lugar junto al Viejo Bosque. No le había proporcionado nada más que escualidez, helados inviernos e indignidades perpetradas por la Guardia Eterna.

Bomanz descendió la estrecha, chirriante, traidora escalera. Maldijo a la mujer, escupió al suelo, deslizó una moneda de plata en su desecada mano, y la empujó fuera con la súplica de que, por una vez, la cena fuera una comida decente. ¿Indignidad?, pensó. Te hablaré de indignidad, vieja corneja. Te diré lo que es vivir con una perpetua quejica, un horrible viejo saco de insípidos sueños juveniles.

—Detente, Bomanz —murmuró—. Ella es la madre de tu hijo. Concédele lo que le corresponde. No te ha traicionado. —Si no otra cosa, todavía compartían la esperanza representada por el mapa de seda. Resultaba difícil para ella esperar, sin saber nada de los progresos de él, sabiendo tan sólo que casi cuatro décadas no habían reportado ningún resultado tangible.

La campanilla de la puerta de la tienda tintineó. Bomanz se revistió de su personalidad de tendero. Se deslizó hacia la entrada, un gordo hombrecillo calvo con las manos llenas de venas azules dobladas sobre su pecho.

—Tokar. —Hizo una ligera inclinación de cabeza—. No te esperaba tan pronto.

Tokar era un comerciante de Galeote, un amigo del hijo de Bomanz, Stancil. Mostraba una actitud aduladora, honesta, irreverente, que hacía que Bomanz lo viera engañosamente como el fantasma de él mismo a una edad más temprana.

—No pensaba volver tan pronto, Bo. Pero las antigüedades hacen furor. Es algo que supera toda comprensión.

—¿Deseas otro lote? ¿Ya? Me vas a dejar sin existencias. —La silenciosa queja inexpresada: Bomanz, esto significa que tendrás que reponer tus existencias. Tiempo perdido para la investigación.

—La Dominación es lo que priva este año. Deja de romperte la cabeza buscando cosas. Aprovecha lo que tengas a mano, eso es todo. El año que viene el mercado puede estar tan frío como los Tomados.

—Ellos no están… Quizá me esté haciendo demasiado viejo, Tokar. Ya no me gustan las trifulcas con Besand. Infiernos. Hace diez años hubiera ido en su busca. Una buena pelea mata el aburrimiento. Cavar también me agota. Estoy cansado. Sólo deseo sentarme en el umbral de mi casa y ver pasar la vida… —Mientras charlaba, Bomanz fue disponiendo sus mejores espadas antiguas, sus piezas de armadura, sus amuletos de soldado, y un escudo casi perfectamente conservado. Una caja de puntas de flecha con rosas grabadas en ellas. Un par de lanzas arrojadizas de hoja ancha, antiguas cabezas de lanzas montadas sobre reproducciones de astas.

—Puedo enviarte algunos hombres. Muéstrales dónde deben cavar. Te pagaré tu comisión. No tendrás que hacer nada. Ésa es un hacha malditamente espléndida, Bo. ¿TelleKurre? Podría vender toda una carga de armas TelleKurre.

—En realidad es UchiTelle. —Un retortijón de su úlcera—. No. Nada de ayudas. —Eso era lo último que necesitaba. Un puñado de jóvenes listos y ambiciosos mirando por encima de su hombro mientras él efectuaba sus Cálculos de campo.

—Sólo era una sugerencia.

—Lo siento. No me hagas caso. Jazmín me ha estado dando la lata esta mañana.

Suavemente, Tokar preguntó:

—¿Has encontrado algo conectado con los Tomados?

Con la facilidad que daban las décadas, Bomanz disimuló, fingiendo horror.

—¿Los Tomados? ¿Crees que estoy loco? No lo tocaría ni siquiera aunque consiguiera pasarlo más allá del Monitor.

Tokar esbozó una sonrisa conspiradora.

—Por supuesto. No deseamos ofender a la Guardia Eterna. Sin embargo… Hay un hombre en Galeote que pagaría bien cualquier cosa que pudiera ser adscrita a uno de los Tomados. Vendería su alma por algo que hubiera pertenecido a la Dama. Está enamorado de ella.

—Era famosa por eso. —Bomanz eludió la mirada del otro hombre más joven que él. ¿Cuánto había revelado Stance? ¿Era ésta una de las expediciones de pesca de Besand? Cuanto más viejo se hacía Bomanz, menos le gustaba el juego. Sus nervios no podían soportar esta doble vida. Estaba tentado de confesar sólo por el alivio que aquello le proporcionaría.

¡No, maldita sea! Había invertido demasiado. Treinta y siete años. Cavando y raspando a cada minuto. Eludiendo y fingiendo. La más abyecta pobreza. No. No iba a renunciar. No ahora. No cuando estaba tan cerca.

—En cierto modo, yo también la amo —admitió—. Pero no he abandonado el buen sentido. Gritaría llamando a Besand si descubriera algo. Tan fuerte que me oirías desde Galeote.

—De acuerdo. Lo que tú digas —sonrió Tokar—. Ya basta de suspense. —Extrajo una cartera de piel—. Cartas de Stancil.

Bomanz tomó la cartera.

—No he sabido nada de él desde la última vez que estuviste aquí.

—¿Puedo empezar a cargar, Bo?

—Por supuesto. Adelante. —Con aire ausente, Bomanz tomó su lista de inventario de un casillero—. Marca lo que te lleves.

Tokar se echó a reír suavemente.

—Esta vez todo, Bo. Simplemente dime un precio.

—¿Todo? La mitad no es más que basura.

—Ya te lo he dicho, la Dominación es lo que priva.

—¿Viste a Stance? ¿Cómo está? —Se hallaba a medio leer la primera carta. Su hijo no tenía nada sustancial que relatar. Sus misivas estaban llenas de trivialidades cotidianas. Cartas de compromiso. Cartas de un hijo a sus padres, incapaces de franquear el abismo sin tiempo.

—Asquerosamente sano. Aburrido con la universidad. Sigue leyendo. Hay una sorpresa.

—Tokar ha estado aquí —dijo Bomanz. Sonrió, danzó sobre un pie, luego sobre el otro.

—¿Ese ladrón? —Jazmín frunció el ceño—. ¿Recordaste hacer que te pagara? —Su grueso y colgante rostro estaba encajado en un perpetuo gesto de desaprobación. Generalmente su boca estaba abierta en la misma actitud.

—Trajo cartas de Stance. Toma. —Le ofreció el paquete. Era incapaz de contenerse—. Stance viene a casa.

—¿A casa? No puede. Tiene su puesto en la universidad.

—Se toma un semestre sabático. Viene a pasar el verano.

—¿Para qué?

—Para vernos. Para ayudar con la tienda. Para tener un poco de tranquilidad y acabar su tesis.

Jazmín gruñó. No leyó las cartas. No había perdonado a su hijo el que compartiera el interés de su padre en la Dominación.

—Para lo que viene es para ayudarte a husmear en lugares donde se supone que no deberías husmear, ¿verdad?

Bomanz lanzó miradas furtivas a las ventanas de la tienda. La suya era una existencia de justificable paranoia.

—Es el Año del Cometa. Los fantasmas de los Tomados se alzarán para llorar la muerte de la Dominación.

Aquel verano marcaría el décimo regreso del cometa que había aparecido en el momento de la caída del Dominador. Los Diez Que Fueron Tomados se manifestarían intensamente.

Bomanz había sido testigo de un paso el verano en que vino al Viejo Bosque, mucho antes del nacimiento de Stancil. El Túmulo había tenido un aspecto impresionante con el deambular de los fantasmas.

La excitación contrajo sus entrañas. Jazmín no se daba cuenta de ello, pero éste era el verano. El final de la larga búsqueda. Sólo le faltaba una clave. Si la encontraba podría establecer contacto, podría empezar a sacar en vez de introducir.

Jazmín rió irónicamente.

—¿Por qué me metí en esto? Mi madre me advirtió.

—Es de Stancil de quien estamos hablando, mujer. De nuestro único hijo.

—Ah, Bo, no me llames vieja dama cruel. Por supuesto que lo recibiré con los brazos abiertos. ¿Acaso no le quiero también?

—No te hará ningún daño demostrarlo. —Bomanz examinó los restos de su inventario—. No queda nada excepto lo peor de la basura. Estos viejos huesos duelen ante el solo pensamiento de lo que tendré que volver a cavar.

Le dolían los huesos, pero su espíritu estaba ansioso. Reabastecer la tienda era una excusa plausible para vagar por los alrededores del Túmulo.

—No hay mejor momento que ahora para empezar.

—¿Intentas echarme de la casa?

—Eso no heriría mis sentimientos.

Con un suspiro, Bomanz escrutó su tienda. Unas pocas piezas carcomidas por el tiempo, armas rotas, un cráneo que no podía ser atribuido porque carecía de la inserción triangular característica de los soldados de la Dominación. Los coleccionistas no estaban interesados en los huesos de los soldados de infantería o de los seguidores de la Rosa Blanca.

Curioso, pensó. ¿Por qué nos sentimos tan intrigados por el mal? La Rosa Blanca era más heroica que el Dominador o los Tomados. Había sido olvidada por todo el mundo excepto los hombres del Monitor, Cualquier campesino puede nombrar a la mitad de los Tomados. El Túmulo, donde yace intranquilo el mal, está protegido, y la tumba de la Rosa Blanca está perdida.

—Ni aquí ni allí —gruñó Bomanz—. Es hora de ir al campo. Aquí. Aquí. La pala. La varita adivinadora. Sacos… Quizá Tokar tenga razón. Quizá debiera buscar ayuda. Cepillos. Ayuda para transportar las cosas. Teodolito. Mapas. No debo olvidar nada de eso. ¿Qué otra cosa? Cintas de reclamación. Por supuesto. Ese retorcido Men fu.

Metió cosas en una bolsa y colgó equipo en todo su cuerpo. Recogió espada y rastrillo y teodolito.

—Jazmín. ¡Jazmín! Abre esa maldita puerta.

Atisbo por entre las cortinas que enmascaraban su sala de estar.

—Hubieras debido abrirla primero, mentecato. —Cruzó la tienda—. Uno de esos días, Bo, vas a tener que organizarte. Probablemente el día después de mi funeral. Salió tambaleante a la calle, gruñendo:

—Me organizaré el día que tú mueras. Puedes creerlo, maldita sea. Te quiero en el terreno antes de que cambies de opinión.