El septuagenario, con otra silla en la mano, se detiene delante de Chantal: «¿Adónde quiere ir?».
Sorprendida, lo ve ante sí y, en ese momento de gran turbación, siente subir desde las entrañas una fuerte oleada de calor que le invade el vientre, el pecho y le cubre la cara. Está en llamas. Está completamente desnuda, completamente roja, y la mirada del hombre sobre su cuerpo le hace sentir cada parcela de su ardiente desnudez. Con un gesto mecánico lleva la mano hacia el pecho, como si quisiera ocultarlo. En su interior las llamas van consumiendo rápidamente todo valor y toda rebeldía. De repente, se siente cansada. De repente, se siente débil.
Él la toma por el brazo, la lleva hacia la silla y coloca la suya justo delante. Están sentados, solos, frente a frente, muy cerca el uno del otro, en medio del salón vacío.
La fría corriente de aire envuelve el cuerpo sudoroso de Chantal. Ella tiembla y, con una voz endeble y suplicante, pregunta:
—¿No se puede salir de aquí?
—¿Y por qué no quiere usted quedarse aquí conmigo, Anne?
—¿Anne? —El horror la deja helada—. ¿Por qué me llama usted Anne?
—¿No se llama usted así?
—¡Yo no soy Anne!
—¡Pues yo la he conocido siempre con el nombre de Anne!
Desde la habitación de al lado llegan aún algunos martillazos; él vuelve la cabeza en aquella dirección como si dudara en intervenir. Chantal aprovecha ese momento de descuido para intentar comprender: está desnuda, ¡pero siguen desnudándola! ¡Desnudándola de su yo! ¡Desnudándola de su destino! Tras bautizarla con otro nombre, la dejarían sola entre desconocidos a quienes nunca podrá explicar quién es.
Ya no confía en salir de allí. Las puertas están clavadas. Modestamente, tendrá que empezar por el comienzo. Y el comienzo es su nombre. Quiere conseguir ante todo, como mínimo indispensable, que el hombre sentado frente a ella la llame por su nombre, por su verdadero nombre. Es lo primero que le pedirá, que le exigirá. Pero, en cuanto se lo ha propuesto, comprueba que su nombre ha quedado bloqueado en su mente; ya no se acuerda de él.
Presa de un gran pánico, sabe sin embargo que su vida está en juego y que, para defenderse, para luchar, tiene que recobrar a cualquier precio su sangre fría; con encarnizada concentración se esfuerza por acordarse: la habían bautizado con tres nombres, sí, tres, y sólo ha utilizado uno, eso lo sabe, pero ¿cuáles fueron esos nombres y cuál se adjudicó? ¡Dios mío, debió de oír ese nombre millones de veces!
Volvió a surgir el recuerdo del hombre a quien amaba. Si estuviera allí, él la llamaría por su nombre. Tal vez, si recordara su rostro, podría imaginarse la boca que pronuncia su nombre. Ésta le parece una buena pista: llegar a su nombre por medio de ese hombre. Intenta imaginárselo y, una vez más, ve una silueta que se debate en medio de una multitud. Es una imagen difuminada, huidiza, se esfuerza por retenerla, por retenerla y ahondar en ella, por oírla desde el pasado: ¿de dónde habrá venido ese hombre?, ¿cómo se habrá metido en la multitud?, ¿por qué habrá forcejeado?
Se esfuerza por entender ese recuerdo y se le aparece un jardín; es grande, con una casa de campo, donde, entre mucha gente, vislumbra a un hombre bajito, frágil, y recuerda haber tenido con él un hijo, un hijo del que no sabe nada sino que ha muerto…
—¿Dónde anda usted perdida, Anne?
Ella levanta la cabeza y ve a un viejo, sentado frente a ella, que la mira.
—Mi hijo ha muerto —contesta.
El recuerdo es demasiado vago; por eso lo ha dicho en voz alta; cree que así lo hará más real; así piensa retenerlo, como un retazo de su vida que la rehúye.
Él se inclina sobre ella, le toma las manos y dice pausadamente, con una voz cargada de estímulo:
—¡Anne, olvide a su hijo, olvide a los muertos, piense en la vida!
Le sonríe. Luego hace un gran gesto con la mano, como si quisiera señalar algo inmenso y sublime:
—¡La vida! ¡La vida, Anne, la vida!
Esa sonrisa y ese gesto la llenan de espanto. Se levanta. Tiembla. Su voz tiembla:
—¿Qué vida? ¿A qué llama usted vida?
La pregunta que acaba de formular irreflexivamente reclama otra: ¿y si ya fuera la muerte?, ¿y si eso es la muerte?
Arroja a un lado la silla, que rueda por el salón hasta topar contra la pared. Quiere gritar, pero no encuentra las palabras. Un largo «aaaaa» inarticulado brota de su boca.