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Jean-Marc vuelve al banco apenas visible en la oscuridad en la que lo dejaban las dos farolas de la calle, muy alejadas la una de la otra.

Hizo el gesto de sentarse, pero oyó un aullido que le sobresaltó; un hombre, que entretanto había ocupado el banco, le insultó. Se fue sin protestar. Ya está, ésta es mi nueva condición; tendré que pelearme incluso por un rincón donde dormir.

Se detuvo allí donde, al otro lado de la calzada, frente a él, el farol colgado entre las dos columnas iluminaba la puerta blanca de la casa de donde lo habían echado dos minutos antes. Se sentó en la acera, apoyado en la verja que rodeaba el parque.

Empezó a caer una lluvia fina. Se levantó el cuello de la chaqueta y observó la casa.

De repente, las ventanas se abren una tras otra. Las cortinas rojas, corridas hacia los lados, revolotean bajo la brisa y le permiten ver el techo blanco iluminado. ¿Qué significará eso? ¿Se habrá acabado la fiesta? Pero ¡si no ha salido nadie! Hace unos minutos, ardía en el fuego de los celos y ahora sólo siente miedo, miedo por Chantal. Quiere hacer cualquier cosa por ella, pero no sabe qué y eso es insoportable: no sabe cómo ayudarla y, no obstante, sólo él puede ayudarla, sólo él, porque ella no tiene a nadie en el mundo, a nadie más en ninguna otra parte del inundo.

Con el rostro bañado en lágrimas, se levanta, da unos pasos hacia la casa y grita su nombre.