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Estaba en el pasillo con un único pensamiento: encontrar el rellano donde, en un perchero, había dejado su ropa. Pero las puertas que intentaba abrir estaban cerradas a cal y canto. Finalmente, entró al salón por la gran puerta abierta; le pareció extrañamente grande y vacío: la negra con la blusa verde ya había empezado a limpiar con su gran aspirador. De toda la gente de la velada sólo quedaban unos señores charlando de pie y en voz baja; iban vestidos y no prestaban atención alguna a Chantal, quien, percatándose de su desnudez repentinamente inoportuna, los observaba con timidez. Otro señor, de unos setenta años, con un albornoz blanco y pantuflas, se dirigió hacia ellos para hablarles.

Ella se devanaba los sesos para descubrir por dónde podía salir, pero en esa atmósfera metamorfoseada, con ese despoblamiento inesperado, la disposición de las habitaciones le parecía transfigurada y ya no era capaz de orientarse. Vio la puerta de la sala de al lado abierta de par en par, la misma en la que la rubia con saliva en la boca había intentado ligársela; al cruzar el umbral, la sala estaba vacía; se detuvo y buscó otra puerta; no la había.

Volvió al salón y comprobó que, entretanto, los señores se habían ido. ¿Por qué no habré estado más alerta? ¡Habría podido seguirles! Tan sólo permanecía allí el septuagenario con su albornoz. Sus miradas se cruzaron y ella lo reconoció; en la exaltación de una repentina confianza, fue hacia él:

—Le he llamado, ¿se acuerda? Usted me dijo que viniera, ¡pero cuando llegué no le encontré!

—Ya lo sé, ya lo sé, perdóneme, ya no tomo parte en esos juegos infantiles —le dijo amablemente, pero sin prestarle atención.

Se dirigió hacia las ventanas y las abrió una tras otra. Una fuerte corriente de aire recorrió el salón.

—Me alegra mucho encontrar a alguien a quien conozco —dijo Chantal agitada.

—Hay que ventilar toda esta peste.

—Dígame cómo puedo encontrar el rellano. Tengo allí toda mi ropa.

—No se impaciente —dijo él, y fue hacia un rincón del salón, donde, olvidada, había una silla; se la llevó—. Siéntese. Me ocuparé de usted en cuanto esté libre.

La silla está colocada en medio del salón. Dócilmente, Chantal se sienta. El septuagenario va hacia la negra y desaparece con ella en otra habitación. Allí empieza ahora a roncar el aspirador; en medio de ese mido, Chantal oye la voz del septuagenario dando órdenes y luego golpes de martillo. ¿Un martillo?, se pregunta sorprendida. ¿Quién trabajará allí con un martillo? ¡Ella no ha visto a nadie! ¡Alguien ha debido de llegar! Pero ¿por dónde habrá entrado?

La corriente de aire levanta las cortinas rojas de las ventanas. Desnuda, Chantal tiene frío. Una vez más, oye martillazos y, asustada, comprende: ¡están clavando todas las puertas! ¡Ella nunca saldrá de allí! La invade una sensación de inmenso peligro. Se levanta de la silla, da tres o cuatro pasos, pero, sin saber adonde ir, se detiene. Quiere pedir socorro. Pero ¿quién puede prestarle ayuda? En ese momento de extrema angustia, vuelve a ella la imagen de un hombre que lucha contra la multitud para alcanzarla. Alguien le tuerce un brazo en la espalda. No ve su rostro, sólo su cuerpo doblado en dos. Dios mío, quisiera recordarlo con mayor precisión, evocar sus rasgos, pero no lo consigue, sabe tan sólo que es el hombre a quien ama y ahora es lo único que le importa. Ella lo ha visto en esta ciudad, no puede estar lejos. Quiere encontrarlo lo antes posible. Pero ¿cómo? ¡Las puertas están clavadas! Luego ve una cortina roja que revolotea cerca de una ventana. ¡Las ventanas! ¡Están abiertas! ¡Tiene que ir hacia una ventana! ¡Tiene que gritar en la calle! ¡Podrá incluso saltar afuera si la ventana no es demasiado alta! Otro martillazo.

Y otro. Ahora o nunca. El tiempo trabaja en contra suya. Es la última oportunidad para actuar.