La imagen de una juerga acompañaba a Chantal desde hacía mucho tiempo, en sus sueños confusos, en su imaginería e incluso en sus conversaciones con Jean-Marc, quien un día (un día muy lejano) le había dicho: Me gustaría participar contigo en alguna juerga, pero con una condición: en el momento del goce cada uno de los participantes se convertirá en un animal, uno en cordero, el otro en vaca, el otro en cabra, de tal manera que la orgía dionisiaca se convierta en una pastoral en la que quedaríamos solos, rodeados de animales, como un pastor y una pastora. (Esta fantasía idílica le divertía: pobres juerguistas precipitándose hacia la casa del vicio ignorando que saldrán de ella convertidos en vacas).
Chantal está rodeada de gente desnuda y es entonces cuando hubiera preferido los corderos a los humanos. Al no querer ver a nadie más, cierra los ojos: pero detrás de sus párpados sigue viéndolos, con sus órganos que se empinan y se encogen, grandes y delgados. Es como si estuviera en un terreno plagado de gusanos que se alzan, se encorvan, se retuercen y vuelven a caer. Luego ya no ve gusanos, sino serpientes; está asqueada, pero sigue excitada. Sólo que con esa excitación no le dan ganas de hacer el amor, sino al contrario, cuanto más se excita más asco le da su propia excitación pues le indica que su cuerpo ya no le pertenece a ella, sino a un terreno fangoso, a ese terreno plagado de gusanos y serpientes.
Abre los ojos: desde la sala de al lado se acerca una mujer, se detiene en el umbral de la gran puerta abierta y, como si quisiera arrancarla de ese tonto reino varonil, de ese reino de gusanos, fija en Chantal una mirada seductora. Es alta, con un cuerpo magnífico y el cabello rubio enmarcando un hermoso rostro. En el momento exacto en que Chantal está a punto de responder a su muda llamada, la rubia redondea los labios y suelta un hilo de saliva; Chantal ve esa boca como ampliada por una poderosa lupa: la saliva es blanca y llena de burbujas; la mujer expele y aspira esa espuma de saliva como si quisiera provocar a Chantal, como si quisiera prometerle besos tiernos y húmedos en los que se diluirían la una en la otra.
Chantal mira la saliva que aflora, que tiembla, que gotea sobre los labios, y el asco se convierte en náusea. Se vuelve para esquivarla discretamente. Pero, por detrás, la rubia la coge de la mano. Chantal se libera y da unos pasos para evadirse. Al sentir otra vez la mano de la rubia sobre su cuerpo, echa a correr. Oye la respiración de su perseguidora, quien, sin duda, ha tomado su huida por un juego erótico. Está atrapada: cuanto más se esfuerza por escapar, más excita a la rubia, que atrae a otros perseguidores que la hostigan como a una presa.
Se adentra en un pasillo y oye pasos a su espalda. Los cuerpos que la hostigan le repugnan hasta el punto de que el asco se convierte rápidamente en terror: corre como si tuviera que salvar su vida. El pasillo es largo y termina en una puerta abierta de par en par que se abre sobre una pequeña sala embaldosada con una puerta en un rincón; la abre y vuelve a cerrarla tras ella.
En la oscuridad, se apoya en una pared para recobrar aliento; luego tantea alrededor de la puerta y enciende la luz. Es un trastero: un aspirador, escobas, fregonas. Y, por el suelo, encima de un montón de trapos, aovillado como un balón, un perro. Al no oír voces en el exterior, se dice: Ha llegado la hora de los animales, y estoy a salvo. En voz alta le pregunta al perro: «¿Cuál de esos hombres eres?».
De pronto, lo que acaba de decirse la desconcierta. Dios mío, se pregunta, ¿de dónde me habrá venido la idea de que después de una juerga la gente se convierte en animales?
Es extraño: ya no sabe en absoluto de dónde le ha venido esa idea. Busca en su memoria y no encuentra nada. Siente tan solo una dulce sensación que no le evoca ningún recuerdo concreto, una sensación enigmática, de una inexplicable felicidad, como una bendición que viene de lejos.
Brusca, brutalmente, se abre la puerta. Ha entrado una negra, es bajita y lleva una blusa verde. Lanza sobre Chantal una mirada exenta de sorpresa, una breve mirada de desprecio. Chantal se aparta para dejarla coger el aspirador.
Se ha acercado así al perro, que le enseña los colmillos y gruñe. Otra vez le invade el terror; sale.