La noche había caído y la atmósfera se había enfriado. Tomó una calle flanqueada, a un lado, por una hilera de casas y, a otro, por una verja pintada de negro de un parque. Allí, en la acera que bordeaba el parque, había un banco de madera; se sentó. Se sintió muy cansado y tuvo ganas de estirar las piernas encima del asiento y recostarse. Pensó: Seguramente se empieza así. Un día estiras las piernas encima del asiento de un banco, luego cae la noche y te duermes. Así es como un día te encuentras en el bando de los vagabundos y te conviertes en uno de ellos.
Por eso controló el cansancio con todas sus fuerzas y permaneció sentado, muy erguido, como un buen alumno en clase. Detrás de él, árboles, y delante, al otro lado de la calzada, unas casas; eran todas iguales, blancas, con dos plantas, dos columnas en la entrada y cuatro ventanas por planta. Miraba atentamente a cada uno de los transeúntes de aquella calle poco frecuentada. Estaba decidido a esperar hasta que viera pasar a Chantal. Esperar era lo único que podía hacer por ella, por los dos.
De repente, a unos treinta metros a su derecha, se iluminan todas las ventanas de una de las casas y, en el interior, alguien corre unas cortinas rojas. Se dice a sí mismo que se habrán reunido allí para celebrar alguna fiesta mundana. Pero se asombra de no ver entrar a nadie; ¿habrán estado todos allí desde hace tiempo y acaban de encender las luces? Quién sabe si, tal vez, sin que se diera cuenta, se ha dormido y no los ha visto llegar. ¡Dios mío!, ¿y si mientras dormía se le hubiera escapado Chantal? De golpe, la idea de una sospechosa juerga lo fulmina; oye palabras: «Tú sabrás por qué a Londres»; y aquel «tú sabrás» se le aparece de pronto bajo otra luz: Londres, la ciudad del inglés, de Británicus, ¡de Británicus!; es a él a quien ella habrá llamado desde la estación y por él se habrá escabullido de Leroy, de sus compañeros, de todos ellos.
Los celos se apoderaron de él, enormes y dolorosos, no los celos abstractos, mentales, que sintió cuando, ante el armario abierto, él se hacía la pregunta del todo retórica de si Chantal era o no capaz de traicionarle, sino los celos tal como los había vivido en su juventud, los celos que traspasan el cuerpo, que hieren, que son insoportables. Imagina a Chantal entregándose a otros, obediente y vencida, y ya no aguanta más. Se levanta y corre hacia la casa. La puerta, blanca, está iluminada por un farol. Gira el picaporte, la puerta se abre, entra, ve una escalera alfombrada de rojo, oye arriba ruido de voces, sube, llega al amplio rellano de la primera planta, ocupado a lo ancho por un largo perchero con abrigos, pero también (y de nuevo se le encogió el corazón) con vestidos de mujeres y algunas camisas de hombre. Lleno de rabia, atraviesa la hilera de ropa y, al llegar ante una gran puerta de dos hojas, blanca también, una mano pesada cae sobre su hombro dolorido. Se vuelve y siente sobre la mejilla el aliento de un hombre forzudo, en camiseta, con los brazos tatuados, que le habla en inglés.
Se esfuerza por desasirse de esa mano que le hace cada vez más daño y le empuja hacia la escalera. Allí, en el intento de resistir, pierde el equilibrio y sólo en el último momento consigue agarrarse a la baranda. Derrotado, baja lentamente la escalera. El tatuado le sigue y, cuando Jean-Marc, vacilante, se detiene ante la puerta, le grita algo en inglés y, con el brazo levantado, le ordena que salga.