Los japoneses, norteamericanos, españoles, rusos, todos con sus máquinas de fotos colgadas del cuello, salen del tren, mientras Jean-Marc intenta no perder de vista a Chantal. El largo aluvión humano se estrecha de pronto y desaparece debajo del andén por una escalera mecánica. Al pie de la escalera, en el vestíbulo, acuden hombres con cámaras, seguidos por una multitud de ociosos que le cortan el paso. Los pasajeros del tren se ven obligados a detenerse. Se oyen aplausos y gritos mientras unos niños bajan por una escalera lateral. Todos llevan un casco en la cabeza, cascos de distintos colores, como si se tratara de un equipo deportivo, pequeños motociclistas o esquiadores. Hacia ellos se dirigen las cámaras. Jean-Marc se pone de puntillas para entrever a Chantal por encima de las cabezas. Por fin, la ve. Está al otro lado de la columna de niños, en una cabina telefónica. Habla con el auricular pegado a la oreja. Jean-Marc se esfuerza por abrirse paso. Empuja a un cámara que, con rabia, le da un golpe con el pie. Jean-Marc le aparta con el codo y por poco le tira la cámara. Se acerca un policía que conmina a Jean-Marc a esperar a que terminen de filmar. En aquel instante, durante unos segundos, sus ojos encuentran la mirada de Chantal, que sale de la cabina. Se lanza otra vez para atravesar la multitud. El policía le tuerce el brazo con una llave tan dolorosa que Jean-Marc se ve obligado a doblarse en dos y pierde a Chantal de vista.
Sólo cuando ha pasado el último niño con casco el policía relaja la llave y lo suelta. Jean-Marc mira hacia la cabina telefónica, pero está vacía. Cerca de él se ha detenido un grupo de franceses; reconoce a los compañeros de trabajo de Chantal.
—¿Dónde está Chantal? —pregunta a una joven.
Esta contesta en tono de reproche:
—¡Usted sabrá! ¡Estaba tan alegre! Pero, cuando salimos del tren, ¡desapareció!
Otra mujer, más gorda, se muestra irritada:
—Le he visto en el tren. Usted le hizo señas. Lo vi todo. Usted lo ha estropeado todo.
La voz de Leroy les interrumpe:
—¡Vámonos ya!
Una joven pregunta:
—¿Y Chantal?
—Este señor —dijo la dama distinguida con los dedos cubiertos de anillos— también la está buscando.
Jean-Marc sabe que Leroy y él se conocen de vista. Dice:
—Buenos días.
—Buenos días —contesta Leroy, y le sonríe—, he visto cómo se peleaba. Uno contra todos.
Jean-Marc cree notar alguna simpatía en su voz. En el desamparo en que se encuentra es como una mano tendida a la que quiere asirse; es como una chispa que, por un segundo, le promete amistad; la amistad entre dos hombres que, sin conocerse, están dispuestos a ayudarse mutuamente sólo por el placer de una repentina simpatía. Es como si un viejo y hermoso sueño bajara sobre él. Confiado, le dice:
—¿Podría decirme el nombre del hotel al que van? Querría llamar para saber si Chantal también se alojará allí.
Leroy calla y luego pregunta:
—¿No se lo ha dicho?
—No.
—En tal caso, usted me perdonará —dijo amablemente, casi lamentándolo—, pero no puedo decírselo.
Una vez apagada, la chispa se extinguió y, de nuevo, Jean-Marc sintió el dolor en el hombro que le había dejado la llave del poli. Abandonado a su suerte, salió de la estación. Sin saber adonde ir, empezó a caminar sin rumbo por las calles.
Mientras camina, saca el dinero del bolsillo y, una vez más, cuenta los billetes. Tiene lo justo para el viaje de vuelta y nada más. Si se decide, puede volver enseguida. Esta noche estará en París. No cabe duda de que es la solución más razonable. ¿Qué hacer aquí? No hay nada que hacer. Sin embargo, no puede irse. Nunca decidirá irse. No puede abandonar Londres si Chantal está ahí.
Pero, como debe guardar el dinero para el viaje de vuelta, no puede ir a un hotel, no puede comer, ni siquiera un sándwich. ¿Dónde dormirá? Y, de pronto, sabe que aquello de lo que tantas veces ha hablado con Chantal se confirma por fin: es un marginado, un marginado que ha vivido muy cómodamente, es cierto, pero tan sólo gracias a circunstancias del todo inseguras y temporales. Ahí está repentinamente tal como es, de vuelta entre aquéllos a quienes pertenece: entre los pobres que, por su abandono, no tienen un techo donde cobijarse.
Se acuerda de las conversaciones con Chantal y siente la necesidad infantil de tenerla ante sí para decirle: Por fin ya ves que tenía razón, que no era una farsa, que soy realmente quien soy, un marginado, un sintecho, un vagabundo.