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—Bajamos —dijo la señora distinguida, y su voz traicionó una temerosa excitación.

—Al infierno —añadió Chantal, que suponía que lo que quería Leroy era que la señora se pusiera aún más cándida, aún más sorprendida, aún más temerosa.

Ahora se sentía su diabólica asistente. Disfrutaba con la idea de llevar a aquella dama distinguida y púdica a la cama de Leroy, que no imaginaba en un lujoso hotel de Londres, sino encima de una tarima rodeada de antorchas, gemidos, humos y diablos.

Ya no había nada que ver por la ventanilla, el tren iba por el túnel y ella tenía la impresión de alejarse de su cuñada, de Jean-Marc, de toda vigilancia, de todo espionaje, alejarse de su vida, de esa vida suya que llevaba pegada, que le pesaba; le vinieron a la mente unas palabras: «perdido de vista», y se sorprendió de que el viaje hacia la desaparición no fuera desabrido, sino, por el contrario, bajo la égida de su mitológica rosa, llevadero y alegre.

—Bajamos cada vez más hacia las profundidades —dijo ansiosa la señora.

—Allí donde se halla la verdad —dijo Chantal.

—Allí donde —ponderó Leroy— se encuentra la respuesta a su pregunta: ¿por qué vivimos? ¿Qué es lo esencial en la vida? —Y mirándola fijamente—: Lo esencial en la vida es perpetuar la vida: es alumbrar, y lo que le precede, el coito, y lo que precede al coito, o sea los besos, el cabello al viento, las bragas, los sostenes con estilo y todo lo que predispone al coito, las grandes comilonas, no la gran cocina, esa cosa superflua que ya nadie aprecia, y, después, defecar, porque, usted conocerá de sobra, mi querida señora, mi adorada y hermosa señora, el lugar destacado que ocupan en nuestra profesión el papel higiénico y los pañales. Papel higiénico, pañales, coladas, comilonas. Es el sagrado círculo del hombre, y nuestra misión consiste no sólo en descubrirlo, captarlo y delimitarlo, sino convertirlo en algo bello, transformarlo en cántico. Gracias a nuestra influencia, el papel higiénico es casi exclusivamente de color rosa; es un hecho altamente edificante que le recomiendo medite a fondo, mi querida y ansiosa señora.

—Pero entonces es la miseria, la miseria —dijo la señora, con la voz vibrante, como la queja de una mujer violada—, ¡es la miseria maquillada! ¡Somos los maquilladores de la miseria!

—Sí, exactamente —dijo Leroy, y Chantal entendió por ese «exactamente» el placer que le producía la queja de la señora distinguida.

—Pero, en tal caso, ¿dónde queda la grandeza de la vida? Si estamos condenados a las grandes comilonas, al coito, al papel higiénico, ¿quiénes somos? Y si sólo somos capaces de eso, ¿cómo sentirnos orgullosos de que seamos, como se nos dice, seres libres?

Chantal miró a la señora y pensó que era la víctima ideal de una gran juerga. Imaginó que la desvestían, que encadenaban su viejo y distinguido cuerpo y que le obligaban a repetir en voz alta sus ingenuas y plañideras verdades, mientras ante ella todo el mundo copulaba y se exhibía…

Leroy interrumpió las fantasías de Chantal:

—¿La libertad? Al vivir su miseria, puede ser feliz o infeliz. Su libertad consiste precisamente en eso. Es usted libre de fundir su individualidad en la olla de la multitud con un sentimiento de euforia o de fracaso. Nuestra elección, mi querida señora, es la euforia.

Chantal sintió esbozarse en su rostro una sonrisa. Retuvo a conciencia lo que Leroy acababa de decir: nuestra única libertad consiste en elegir entre la amargura o el placer. Al ser la insignificancia nuestro destino, no debemos llevarla como una tara, sino saber disfrutar de ella. Miraba el rostro impasible de Leroy, que irradiaba una inteligencia a la vez encantadora y perversa. Lo miraba con simpatía, pero sin deseo, y se dijo (como si barriera con la mano su ensueño anterior) que desde hace tiempo él había transubstanciado toda su energía de varón en la fuerza de su lógica tajante, en aquella autoridad que ejercía sobre su colectivo de trabajo. Imaginó lo que ocurriría cuando bajaran del tren: mientras Leroy siguiera asustando con sus argumentos a la señora que le adora, ella desaparecería discretamente en una cabina telefónica para después escabullirse lejos de todos ellos.