Chantal dijo en un tono desafiante:
—¿Cómo ha podido un trotskista convertirse en creyente? ¿Cuál es la lógica?
—Querida amiga, usted conocerá la famosa consigna de Marx: cambiar el mundo.
—Naturalmente.
Chantal estaba sentada cerca de la ventanilla, frente a la mayor de sus compañeros de trabajo, la señora distinguida con los dedos cubiertos de anillos; al lado de la señora, Leroy prosiguió:
—Ahora bien, nuestro siglo nos ha hecho comprender algo enorme: el hombre no es capaz de cambiar el mundo y nunca lo cambiará. Es la conclusión fundamental de mi experiencia de revolucionario. Conclusión, por otra parte, aceptada tácitamente por todo el mundo. Pero hay otra que va más lejos: el hombre no tiene derecho a cambiar lo que Dios ha creado. Hay que ir hasta el final de esta prohibición.
Chantal lo miraba con deleite: él no hablaba como alguien que impartiera una clase, sino como un provocador. Es lo que Chantal aprecia en él: ese tono seco que convierte en provocación todo lo que hace, según la sagrada tradición de los revolucionarios o de los vanguardistas; nunca olvida épater le bourgeois, incluso cuando dice las verdades más convencionales. Por otra parte, ¿acaso las más provocadoras verdades («¡burgueses al paredón!») no pasan a ser las más convencionales cuando llegan al poder? Lo convencional puede, en cualquier momento, pasar a ser provocación y la provocación, a ser convencional. Lo que importa es la voluntad de ir hasta el final de cualquier actitud. Chantal imagina a Leroy en las tumultuosas reuniones de la rebelión estudiantil de 1968, repartiendo, a su modo inteligente, lógico y seco, las consignas contra las que toda resistencia del sentido común estaba condenada al fracaso: la burguesía no tiene derecho a la vida; el arte que la clase obrera no entiende debe desaparecer; la ciencia al servicio de los intereses de la burguesía carece de valor; fuera con los enseñantes; no hay libertad para los enemigos de la libertad. Cuanto más absurda era la frase que pronunciaba, más orgulloso de ella se sentía, porque sólo una gran inteligencia es capaz de insuflar un sentido lógico a ideas insensatas.
Chantal contestó:
—De acuerdo, yo también pienso que todos los cambios son nefastos. En tal caso, sería nuestro deber proteger al mundo contra los cambios. Por desgracia, el mundo no sabe detener la loca carrera de sus transformaciones…
—… de la que, no obstante, el hombre no es sino un instrumento —la interrumpió Leroy—. La invención de una locomotora contiene ya el germen del plano de un avión que, indefectiblemente, conduce al cohete espacial. Esta lógica va implícita en las cosas; dicho de otro modo, forma parte del proyecto divino. Podrá usted intercambiar por otra la humanidad en su totalidad, pero la evolución que conduce de la rueda al cohete permanecerá intacta. El hombre no es el autor de esta evolución, sólo su ejecutor. E incluso un pobre ejecutor, porque desconoce el sentido de lo que ejecuta. Ese sentido no nos pertenece, pertenece a Dios, y no estamos aquí sino para obedecerle, para que él pueda hacer lo que le da la gana.
Chantal cierra los ojos: la dulce palabra «promiscuidad» se le cruzó por la cabeza y se apoderó de ella; pronunció silenciosamente para sí misma: «promiscuidad de las ideas». ¿Cómo podían actitudes tan contradictorias ir relevándose en una única cabeza como dos amantes en una misma cama? Antes, eso la indignaba, pero ahora le encanta: porque sabe que la oposición entre lo que Leroy decía entonces y lo que hoy profesa no tiene ninguna importancia. Porque todas las ideas son equivalentes. Porque todas las afirmaciones y opiniones comprometidas tienen el mismo valor, pueden rozarse, cruzarse, acariciarse, confundirse, sobarse, tocarse, copular.
Una voz suave y ligeramente temblorosa se alzó delante de Chantal:
—En tal caso, ¿por qué estamos aquí? ¿Por qué vivimos?
Era la voz de la señora distinguida sentada al lado de Leroy, a quien adora. Chantal imagina que Leroy está ahora rodeado de dos mujeres entre las que tendrá que elegir: una señora romántica y otra cínica; Chantal oye la vocecita suplicante que se niega a renunciar a sus hermosas creencias, pero que (según la fantasía de Chantal) las defiende con el deseo inconfesado de que su demoniaco héroe, quien en aquel momento se vuelve hacia ella, se las desmonte:
—¿Por qué vivimos? Pues para abastecer a Dios de carne humana. Porque la Biblia, mi querida señora, no nos pide que le busquemos un sentido a la vida. Nos pide que procreemos. Amad y multiplicaos. Compréndame bien: el sentido de ese «amad» queda determinado por ese «multiplicaos». Ese «amad» no significa en absoluto amor caritativo, piadoso, espiritual o pasional, sino que quiere decir simplemente: «¡haced el amor!», «¡copulad!»… —suaviza la voz y se inclina hacia ella—… «¡follad!». —Como un discípulo adepto, la señora lo mira dócilmente a los ojos—. En eso, y nada más que en eso, consiste el sentido de la vida humana. Todo lo demás son tonterías.
El razonamiento de Leroy corta como una hoja de afeitar, y Chantal está de acuerdo: el amor como exaltación de dos individuos, el amor como fidelidad, como apasionado apego a una única persona, no, eso no existe. Y, si existe, sólo es como autocastigo, ceguera voluntaria, reclusión en un monasterio. Se dice que, incluso si existe, el amor no debería existir, y esta idea no la amarga; por el contrario, siente una felicidad que se extiende por todo el cuerpo. Recuerda la metáfora de la rosa que atraviesa a todos los hombres y se dice que ha estado viviendo en una reclusión amorosa y que ahora se dispone a obedecer al mito de la rosa y a confundirse con su embriagador perfume. En este punto de sus reflexiones se acuerda de Jean-Marc. ¿Se habrá quedado en casa? ¿Habrá salido? Se hace esas preguntas sin emoción alguna: como si se preguntara si llueve en Roma o si hace buen tiempo en Nueva York.
Sin embargo, por indiferente que le fuera, el recuerdo de Jean-Marc le ha hecho volver la cabeza. En el fondo del vagón, ha visto a una persona volverse de espalda y pasar al vagón siguiente. ¿Habrá sido realmente él? En lugar de buscar una respuesta, miraba por la ventanilla: el paisaje era cada vez más feo, los campos cada vez más grises y los valles cada vez más invadidos de torres metálicas, construcciones de hormigón y cables. Una voz anunció por el altavoz que el tren, en los próximos segundos, bajaría hacia el mar. Efectivamente, vio un agujero redondo y negro en el que, como una serpiente, se deslizaría el tren.