Una vez en el taxi, él dijo: «¡A la Gare du Nord!», y aquél fue el momento de la verdad: puede dejar la casa, puede arrojar las llaves al Sena, puede dormir en la calle, pero no tiene fuerzas para alejarse de ella. Ir tras ella a la estación es un gesto de desesperación, pero el tren de Londres es el único indicio, el único que ella le ha dejado, y Jean-Marc todavía no está en condiciones de desatenderlo, por ínfima que sea la probabilidad que le señale el camino adecuado.
Al llegar a la estación, el tren de Londres estaba allí. Sube la escalinata de cuatro en cuatro y compra su billete; la mayoría de los viajeros ya había pasado; bajó el último al andén, que estaba estrictamente vigilado; a lo largo del tren se paseaban unos policías con pastores alemanes amaestrados para detectar explosivos; subió a su vagón lleno de japoneses con sus máquinas de fotos colgadas del cuello; encontró su lugar y se sentó.
Entonces fue cuando le saltó a la vista su comportamiento absurdo. Se encuentra en un tren en el que, con toda probabilidad, no está la persona a quien busca. Dentro de tres horas, estará en Londres sin saber por qué y con lo justo para pagar el viaje de vuelta. Desamparado, se levantó y salió al andén con la vaga tentación de volver a casa. Pero ¿cómo entrar sin llaves? Las había dejado encima de la mesilla de la entrada. De nuevo lúcido, sabe ahora que este gesto no era sino una farsa sentimental que había representado para sí mismo, ya que la portera tiene una copia de la llave y que naturalmente se la daría. Dudoso aún, miró hacia el fondo del andén y vio que todas las salidas estaban cerradas. Paró a un policía y le preguntó cómo podía salir de allí; el policía le explicó que ya era imposible; por razones de seguridad, cuando se sube a ese tren ya no se puede salir; los pasajeros deben permanecer en su sitio para garantizar con su vida que no han colocado ninguna bomba; son muchos los terroristas islámicos e irlandeses que sueñan con una masacre en el túnel submarino.
Volvió a subir, una revisora le sonrió, todo el personal sonrió y él se dijo: Con múltiples y forzadas sonrisas, así es como acompañan este cohete arrojado al túnel de la muerte, este cohete donde los guerreros del aburrimiento, turistas norteamericanos, alemanes, españoles, coreanos, se disponen a arriesgar su vida para el gran combate. Se sentó y, en cuanto se movió el tren, dejó su asiento y salió en busca de Chantal.
Entró en un vagón de primera. A un lado del pasillo había asientos para una sola persona, al otro, para dos; en medio del vagón, los asientos estaban enfrentados de modo que los viajeros iban conversando ruidosamente. Chantal se encontraba entre ellos. La veía de espaldas: reconocía la forma infinitamente conmovedora y casi graciosa de su cabeza con el moño anticuado. Sentada junto a la ventanilla, participaba en la conversación, que era animada; sólo podían ser sus compañeros de trabajo; así pues, ¿no había mentido? Por improbable que pareciera, no, seguro que no había mentido.
Permanecía inmóvil; oía muchas risas entre las que distinguía la de Chantal. Estaba alegre. Sí, ella estaba alegre y eso le dolía. Miraba sus gestos llenos de una vivacidad que él desconocía. No oía lo que decía, pero veía su mano que se alzaba y volvía a caer con energía; le fue imposible reconocer esa mano; era la mano de otra persona; no tenía la impresión de que Chantal le traicionara, era otra cosa: le parecía que ella ya no existía para él, que se había ido a otra parte, a otra vida, en la que, si se la encontraba, no la reconocería.