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Jean-Marc siente en la mejilla el contacto de su mano, más exactamente el contacto de la yema de tres dedos, y es una huella fría, como después de tocar una rana. Sus caricias eran siempre lentas, apacibles, como si quisieran alargar el tiempo. En cambio, aquellos tres dedos fugitivos en su mejilla no eran una caricia, sino una llamada. Como alguien que, atrapado en una tormenta por una ola que lo arrastra, no dispone más que de un gesto fugaz para decir: «¡Recuerda que estuve ahí! ¡Que he pasado por ahí! Pase lo que pase, ¡no me olvides!».

Se viste como un autómata y piensa en lo que han hablado acerca de Londres: «¿Por qué a Londres?», había preguntado él y ella le había respondido: «Tú sabrás por qué a Londres». En clara alusión a su última carta. Ese «tú sabrás» quería decir: conoces la existencia de la carta. Pero sólo ella y su remitente podían conocer la existencia de esa carta, que acababa de recoger en el buzón. Dicho de otra manera, Chantal había arrancado la máscara del pobre Cyrano y quiso decirle: Tú mismo me has invitado a ir a Londres, y te obedezco.

Pero, si ella ha adivinado (Dios mío, pero Dios mío, ¿cómo ha podido adivinarlo?) que él era el autor de las cartas, ¿por qué se lo habrá tomado tan mal? ¿Por qué es tan cruel? Si lo ha adivinado todo, ¿por qué no ha adivinado también los motivos de su engaño? ¿De qué es sospechoso? Detrás de todas esas preguntas, no tiene sino una certeza: él no la entiende. Ella, por su parte, tampoco ha entendido nada. Sus reflexiones han tomado direcciones opuestas y le parece que ya no volverán a encontrarse.

El dolor que siente no pretende ser aplacado, muy al contrario, remueve el cuchillo en la llaga y lo lleva como se lleva una injusticia, a la vista de todos. No tiene la paciencia de esperar a que vuelva Chantal para explicarle el malentendido. En su fuero interno, sabe muy bien que ésta sería la única actitud razonable, pero el dolor no quiere atender a razones, tiene la suya propia, que no es razonable. Lo que quiere su razón no razonable es que, a su regreso, Chantal encuentre la casa vacía, sin él, tal como lo proclamó, para poder vivir sola, sin ser espiada. Mete en su bolsillo unos billetes, todo el dinero que tiene, y duda un momento si debe o no llevarse sus llaves. Termina por dejarlas sobre una mesilla en la entrada. Cuando ella las vea, comprenderá que él ya no volverá. Tan sólo quedarán ahí como recuerdo unas cuantas chaquetas y camisas en un armario y unos cuantos libros en la biblioteca.

Sale sin saber qué hará. Lo importante es dejar aquella casa que ya no es la suya. Dejarla antes de decidir adonde irá después. Tan sólo al llegar a la calle se permite pensar qué hará.

Pero, una vez abajo, siente la extraña sensación de encontrarse fuera de lo real. Tiene que detenerse en la acera para poder reflexionar. ¿Adónde ir? Tiene en la cabeza varias ideas disparatadas: al Périgord, donde vive parte de su familia de campesinos, que siempre lo acoge con satisfacción; a cualquier hotelucho de París. Mientras reflexiona, un taxi se detiene en un semáforo. Le hace una seña.