En su cama estrecha, Chantal no dormía tan bien como él creía; era un dormir cien veces interrumpido y poblado de sueños desagradables y deshilvanados, absurdos, insignificantes y penosamente eróticos. Cada vez que se despierta de este tipo de sueños se siente incómoda. Éste es, piensa, uno de los secretos de la vida de las mujeres, de cada una de las mujeres, esa promiscuidad nocturna que convierte en sospechosa cualquier promesa de fidelidad, cualquier pureza, cualquier inocencia. En nuestro siglo ya nadie tiene reparos, pero Chantal se complace en imaginar a la princesa de Cléves, o a la casta Teresa de Avila, o a la Madre Teresa, quien, aún hace poco, recorría sudorosa el mundo con sus buenas obras, saliendo de sus noches como de una cloaca de vicios inconfesables, improbables, imbéciles, para volver a ser, de día, virginales y virtuosas. Así ha sido su noche: se ha despertado varias veces, siempre después de extrañas orgías con hombres que ella no conocía y que le repugnaban.
De buena mañana, para no caer otra vez en aquellos hoscos placeres, se vistió y ordenó en una pequeña maleta algunos enseres necesarios para un corto viaje. Cuando ya estaba a punto de salir, ve a Jean-Marc en pijama en la puerta de su habitación.
—¿Adónde vas? —preguntó él.
—A Londres.
—¿A hacer qué en Londres? ¿Por qué Londres?
Ella dijo pausadamente:
—Tú sabrás por qué a Londres.
Jean-Marc se ruborizó.
Y ella repitió:
—Tú sabrás, ¿no? —Y le miró a la cara.
¡Qué triunfo el suyo al ver que esta vez era él quien se ponía rojo! Con las mejillas ardiendo, él dijo:
—No, no sé por qué a Londres.
Chantal no se cansaba de verle ruborizarse.
—Tenemos una convención en Londres —dijo—. Lo supe ayer noche. Comprenderás que no tuve ni la ocasión ni las ganas de decírtelo.
Estaba segura de que él no podía creerla y se alegraba de que su mentira fuera tan descamada, tan impúdica, tan insolente, tan hostil.
—He llamado un taxi. Tengo que bajar. Llegará de un momento a otro.
Le sonrió como cuando se sonríe a modo de saludo o despedida. Y, en el último momento, como si no fuera su intención, como si se le escapara un gesto, puso su mano derecha en la mejilla de Jean-Marc; aquel gesto fue corto, no duró más de uno o dos segundos, luego ella le dio la espalda y salió.