Un minuto antes, Jean-Marc hubiera querido explicar las cosas, confesar su mistificación, pero aquel intercambio de palabras ha hecho que cualquier diálogo sea imposible. Ya no tiene nada que decir, porque es cierto que aquella casa es de ella y no suya; ella le ha dicho que él se había instalado en una marginalidad muy cómoda y que, además, no le costaba un centavo, y es verdad: gana una quinta parte de lo que gana ella, y toda la relación de los dos está cimentada sobre el acuerdo tácito de que nunca hablarían de aquella desigualdad.
Permanecían los dos de pie, cara a cara, separados por una mesa. Chantal sacó un sobre de su bolso, lo abrió y desplegó la carta que él acababa de escribirle hacía apenas una hora. No sólo no se ocultó en absoluto, sino que incluso se exhibió. Imperturbable, le leyó en voz alta la carta que había tenido la intención de mantener en secreto. Luego la devolvió al bolso, lanzó a Jean-Marc una mirada casi indiferente y, sin decir palabra, se fue a su habitación.
Él vuelve a pensar en lo que ella ha dicho: «Nadie tiene derecho a abrir mis armarios y remover mi ropa». De modo que había entendido, Dios sabe cómo, que él conoce la existencia de aquellas cartas y también dónde las oculta. Ella quiere demostrarle que lo sabe y que le da igual. Que ha decidido vivir a su aire, sin hacerle caso. Que, a partir de ahora, está dispuesta a leerle en voz alta las cartas de amor escritas por él. Con esa indiferencia se anticipa a la ausencia de Jean-Marc. Para ella, él ya no está allí. Ya lo ha desalojado.
Chantal permaneció largo tiempo en su habitación. Jean-Marc oía la furiosa voz del aspirador restableciendo el orden después del follón que habían armado los intrusos. Luego ella fue a la cocina. Diez minutos después, lo llamó. Se sentaron a la mesa para una frugal comida fría. Por primera vez en su vida en común no pronunciaron ni una palabra. Masticaban a toda velocidad una comida de la que ni sentían el gusto.
Y otra vez ella se retiró a su habitación. Sin saber qué hacer (incapaz de hacer nada), él se puso el pijama y se acostó en la amplia cama en la que solían estar juntos. Pero aquella noche ella no salió de su habitación. Pasaba el tiempo, y él era incapaz de conciliar el sueño. Por fin, se levantó y pegó la oreja a la puerta. La oyó respirar con regularidad. Aquel sueño tranquilo, aquella facilidad con la que se había dormido le torturaban. Permaneció así mucho tiempo, con la oreja pegada a la puerta, y se dijo que ella era mucho menos vulnerable de lo que había creído. Y que, tal vez, se había equivocado cuando la tomó por la más débil y a sí mismo por el más fuerte.
Así pues, ¿quién es el más fuerte? Cuando los dos pisaban el terreno del amor, tal vez él lo fuera realmente. Pero, una vez que el terreno del amor se ha hundido bajo sus pies, ella es la más fuerte y él el débil.