Chantal se detuvo en el umbral y, sorprendida, permaneció allí casi un minuto porque ni Jean-Marc ni su cuñada habían notado su presencia. Oía la voz estrepitosa que hacía tanto tiempo no había escuchado: «Usted es como yo. ¿Sabe?, no soy una persona muy ordenada, me gusta que haya movimiento, que las cosas den mil vueltas, que la gente cante, en fin, ¡que amo la vida!».
Por fin la mirada de la cuñada se detuvo sobre ella:
—Chantal, ¡vaya sorpresa!, ¿no? —exclamó y se precipitó para besarla. Chantal sintió en la comisura de los labios la humedad de la boca de su cuñada.
La irrupción de una niña rompió la incomodidad que había causado la aparición de Chantal.
—Ésta es nuestra Corinne —anunció la cuñada a Chantal; luego, dirigiéndose a la niña dice—: Saluda a tu tía. —Pero la niña no le hizo ningún caso a Chantal y anunció que quería hacer pipí. La cuñada, sin vacilar, como si ya conociera muy bien la casa, se dirigió con Corinne hacia el pasillo y desapareció en el baño.
—Dios mío —murmuró Chantal, aprovechando la ausencia de su cuñada—: ¿Cómo nos habrán encontrado?
Jean-Marc se alzó de hombros. Como la cuñada había dejado abiertas tanto la puerta del pasillo como la del baño, no podían decirse casi nada. Oían a la vez caer la orina en la taza y la voz de la cuñada que les informaba acerca de la familia y que sólo se interrumpía para dirigirse a la meona de su hija.
Chantal recordó: un día, durante unas vacaciones en la casa de campo, ella se había encerrado en el baño; de pronto alguien tiró del picaporte. Como odiaba sostener conversaciones a través de la puerta del baño, no contestó. Desde la otra punta de la casa alguien gritó para calmar al impaciente: «¡Está Chantal!». Pese a la información, el impaciente sacudió aún varias veces el picaporte como si quisiera protestar contra el mutismo de Chantal.
El ruido de la cisterna tomó el relevo del de la orina mientras Chantal sigue recordando la gran casa de campo de hormigón, invadida de sonidos que nadie sabía de dónde provenían. Se había acostumbrado a oír los suspiros de su cuñada durante el coito (sus inútiles sonidos querían seguramente ser una provocación, no tanto sexual como moral: el rechazo manifiesto de cualquier secreto); un día, le llegaron de nuevo los suspiros del amor, pero al cabo de un tiempo comprendió que se trataba de la respiración y los gemidos de una abuela asmática al otro lado de la casa sonora.
La cuñada volvió al salón.
—Ya está, vete —le dijo a Corinne, quien corrió a la habitación de al lado para reunirse con los demás niños. Luego se dirigió a Jean-Marc—: No le reprocho a Chantal que haya dejado a mi hermano. Hubiera podido tal vez dejarlo incluso antes. Pero le reprocho que nos haya olvidado. —Y volviéndose hacia Chantal—: ¡Representamos, pese a todo, gran parte de tu vida! No puedes negarlo, Chantal, no puedes borrarnos, ¡no puedes cambiar tu pasado! Tu pasado es el que es. No puedes negar que fuiste feliz con nosotros. ¡He venido a decirle a tu nuevo compañero que los dos seréis bienvenidos en mi casa!
Chantal la escuchaba mientras se decía que había vivido el suficiente tiempo con esa familia sin manifestar su alteridad como para que su cuñada, con toda (o casi toda) la razón, se sintiera contrariada de que, después de su divorcio, rompiera todo vínculo con ellos. ¿Por qué había sido tan amable y condescendiente durante los años de matrimonio? No sabía ella misma cómo nombrar aquella actitud. ¿Docilidad? ¿Hipocresía? ¿Indiferencia? ¿Disciplina?
Mientras vivió su hijo, estaba dispuesta a aceptar aquella vida en colectividad, bajo una constante vigilancia, con la suciedad colectiva, con el nudismo casi obligatorio alrededor de la piscina, con la inocente promiscuidad que le permitía saber, gracias a sutiles huellas para despistar, quién había pasado por el cuarto de baño antes que ella. ¿Le gustaba aquello? No, le asqueaba, pero se trataba de un asco suave, silencioso, no combativo, resignado, casi apacible, algo burlón, nunca rebelde. Si su hijo no hubiera muerto, habría vivido así hasta el final de sus días.
En la habitación la algarabía iba en aumento. La cuñada gritó: «¡Silencio!», pero su voz, más alegre que enfadada, no parecía querer calmar los aullidos, sino más bien sumarse al alboroto.
Chantal pierde la paciencia y entra en su habitación. Los niños han trepado a los sillones, pero ella ni los ve; atónita, mira el armario; la puerta está abierta de par en par; y delante, esparcidos por el suelo, sus sostenes, sus bragas y, entre ellos, sus cartas. Sólo poco después se da cuenta de que la mayor de las niñas se ha atado un sostén a la cabeza de manera que las cazuelas destinadas a los pechos se empinan sobre su cabello como el casco de un cosaco.
—¡Mírenla! —La cuñada se ríe con una mano amistosamente apoyada en el hombro de Jean-Marc—. ¡Miren, miren, se ha disfrazado!
Chantal ve las cartas en el suelo. Siente cómo le sube la ira a la cabeza. Hace apenas una hora había salido del consultorio del grafólogo donde la habían tratado con desprecio y, con el cuerpo en llamas, no había podido hacerles frente. Ahora está harta de sentirse culpable: aquellas cartas ya no representan para ella algún ridículo secreto del que debiera avergonzarse; simbolizan ahora ya la falsedad de Jean-Marc, su maldad, su traición.
La cuñada se percató de la glacial reacción de Chantal. Sin dejar de hablar y reírse, se inclinó sobre la niña, le quitó el sostén de la cabeza y se agachó para recoger la ropa interior.
—No, no, te lo niego, déjalo —dijo Chantal en tono firme.
—Como quieras, como quieras, sólo quería ayudar.
—Lo sé —dijo Chantal mirando a su cuñada, que volvió a apoyarse en el hombro de Jean-Marc.
De pronto, a Chantal le parece que se acoplan bien el uno al otro, que forman una pareja perfecta, una pareja de vigilantes, una pareja de espías. No, no tiene la mínima intención de cerrar la puerta del armario. La deja abierta como prueba de su rapiña. Se dice: esta casa es mía, y siento un enorme deseo de estar sola en ella; de estar en ella soberbia y soberanamente sola. Y lo dice en voz alta:
—Esta casa es mía y nadie tiene derecho a abrir mis armarios y remover mi ropa. Nadie.
Y digo bien: nadie.
Esta última palabra iba destinada mucho más a Jean-Marc que a su cuñada. Pero, para no revelar nada ante la intrusa, enseguida se dirigió exclusivamente a ella:
—Te ruego que te vayas.
—Nadie ha removido tu ropa —dijo la cuñada a la defensiva.
Por toda respuesta Chantal hizo un movimiento con la cabeza en dirección al armario abierto, con la ropa y las cartas esparcidas por el suelo.
—¡Dios mío, pero si han sido los niños jugando! —dijo la cuñada, y los niños, como si sintieran vibrar la ira en el aire, callaban con su consabido sentido de la diplomacia.
—Te lo ruego —repitió Chantal señalándole la puerta.
Uno de los niños llevaba en la mano una manzana que había birlado de una fuente de la mesa.
—Devuelve la manzana a donde estaba —le dijo Chantal.
—¡Debo de estar soñando! —gritó la cuñada.
—Devuelve la manzana. ¿Quién te ha dado permiso?
—¿Le niegas una manzana a un niño?, ¡debo de estar soñando!
El niño devolvió la manzana a la fuente, la cuñada tomó al niño por la mano, los otros dos se unieron a ellos y se marcharon.