Desconcertado, no tuvo más remedio que invitarles a subir.
—No quisiera molestarles —dijo la cuñada cuando entraron todos en la casa.
—No me molestan. Además, Chantal no tardará en llegar.
La cuñada se puso a hablar; de vez en cuando lanzaba una mirada a los niños que permanecían tranquilos, tímidos, casi aturdidos.
—Me gustaría que Chantal los conozca —dijo acariciando la cabeza de uno de ellos—. Nacieron después de que se fuera. Le gustaban los niños. Llenaban nuestra casa de campo. Su marido era más bien odioso, no debería hablar así de mi hermano, pero volvió a casarse y ha dejado de vernos. —Y riendo—: En realidad, ¡siempre preferí a Chantal a su marido! —Volvió a dar un paso atrás y miró a Jean-Marc de arriba abajo con una mirada a la vez admirativa y provocadora—: ¡Por fin supo elegir a un hombre! He venido a decirles que serán ustedes bienvenidos en casa. Le agradecería que viniera y nos devolviera así a Chantal. La casa estará abierta para ustedes siempre que quieran. Siempre.
—Gracias.
—¡Qué alto es usted, no sabe cuánto me gusta! Mi hermano es más bajo que Chantal. Siempre me pareció que ella lo trataba como si fuera su madre. Lo llamaba «ratita», ¿se da cuenta?, ¡como a una niña! Me la imaginaba siempre —dijo riendo a carcajadas— llevándole en brazos, meciéndolo y murmurándole ¡«ratita mía», «ratita mía»!
Hizo unos pasos de baile con los brazos tendidos como si llevara un bebé y repitió: «¡Ratita mía, ratita mía!». Continuó con su danza unos instantes más, exigiendo en respuesta la risa de Jean-Marc. Para satisfacerla, él esbozó una sonrisa e imaginó a Chantal frente a un hombre al que llamaba «ratita». La cuñada seguía hablando mientras él no podía evitar aquella imagen que le horrorizaba: la imagen de Chantal llamando «ratita» a un hombre (más bajo que ella).
Se oyó un ruido en la habitación de al lado. Jean-Marc se dio cuenta de que los niños ya no estaban junto a ellos. ¡Artera estrategia de invasores! Al abrigo de su insignificancia habían conseguido escabullirse a la habitación de Chantal; primero silenciosos como un ejército secreto, luego, al cerrar discretamente la puerta tras ellos, con la furia de los conquistadores.
Jean-Marc se mostraba inquieto, pero la cuñada le tranquilizó:
—No es nada. Son niños. Juegan.
—Sí —dijo Jean-Marc—, ya veo que juegan —y se dirigió hacia el alboroto de la habitación.
La cuñada fue más rápida. Abrió la puerta: habían convertido una silla giratoria en tiovivo; un niño se había tumbado boca abajo en la silla y daba vueltas mientras los demás lo observaban gritando.
—Juegan, ya se lo he dicho —repitió la cuñada volviendo a cerrar la puerta. Luego, guiñando un ojo cómplice—: Son niños, ¿qué quiere? Es una pena que no esté Chantal. Me gustaría tanto que los conociera.
El ruido en la habitación de al lado se ha convertido en griterío, y Jean-Marc ha perdido las ganas de calmar a los niños. Ve ante él a una Chantal, en medio del corro familiar, meciendo en sus brazos a un hombre bajito al que llama «ratita». A esa imagen va a unirse otra: Chantal guardando celosamente las cartas de un admirador desconocido para no cortar por lo sano una promesa de aventuras. Esa Chantal no se le parece; esa Chantal no es aquella a quien ama; esa Chantal es un simulacro. Le invade un extraño impulso destructor y se regodea con el jaleo que arman los niños. Desea que destruyan la habitación, que destruyan todo ese pequeño mundo que amaba y que ha pasado a ser un simulacro.
—Mi hermano —seguía entretanto la cuñada— era demasiado enclenque para ella, ya me entiende, enclenque… —se ríe— en todos los sentidos. Ya me entiende, ya me entiende, ¿no? —Y sigue riendo—. Por cierto, ¿puedo darle un consejo?
—Si usted quiere.
—¡Un consejo muy íntimo!
Acercó su boca a él y le contó algo, pero, al rozar la oreja de Jean-Marc, sus labios emitieron un sonido que hicieron inaudibles las palabras. Se alejó y rió:
—¿Qué me dice?
Él no había entendido nada pero también se rió.
—¡Conque le ha hecho gracia! —dijo la cuñada, y añadió—: Podría contarle un montón de cosas por el estilo. Sabe usted, no había secretos entre nosotras. Si tiene algún problema con ella, dígamelo, ¡puedo darle buenos consejos! —Se ríe—. ¡Sé cómo domarla!
Y Jean-Marc piensa: Chantal siempre había hablado con hostilidad de su familia política. ¿Cómo podía la cuñada manifestar por ella una simpatía tan franca? ¿Qué querrá decir exactamente, pues, el que Chantal los hubiera odiado? ¿Cómo se puede al mismo tiempo odiar algo y adaptarse con tanta facilidad a lo que se odia?
En la habitación de al lado los niños arrasan, y la cuñada, con un gesto dirigido a ellos, sonríe:
—¡Veo que no le molesta! Usted es como yo. ¿Sabe?, no soy una mujer muy ordenada, me gusta que haya movimiento, que las cosas den mil vueltas, que la gente cante, en fin, ¡que amo la vida!
Sobre el ruido de fondo de los gritos infantiles, prosiguen sus pensamientos: ¿será realmente tan admirable la facilidad con la que Chantal sabe adaptarse a lo que odia? ¿Será realmente un triunfo tener dos caras? Él se había recreado con la idea de que, entre la gente del mundo de la publicidad, ella es como un intruso, un espía, un enemigo enmascarado, un terrorista potencial. Pero no es un terrorista, es más bien, y aquí debe recurrir a la terminología política, un colaboracionista. Un colaboracionista al servicio de un poder detestable con el que no se identifica, que trabaja para él aunque permanece ajeno a él y que, un día, ante sus jueces, alegará en su defensa que tenía dos caras.