Inclinado sobre una hoja de papel, vuelve a evocar lo que el Cyrano que era (que era todavía, por última vez) llamaba el árbol de las posibilidades. El árbol de las posibilidades: la vida tal como se muestra al hombre, quien, sorprendido, acaba de llegar al umbral de su vida de adulto: abundantes ramas llenas de abejas que cantan.
Y cree comprender por qué ella nunca le ha enseñado las cartas: quería oír el murmullo del árbol, a solas, sin él, porque él, Jean-Marc, representaba el fin de todas las posibilidades, la reducción (incluso si se trataba de una feliz reducción) de su vida a una única posibilidad. Ella no podía hablarle de aquellas cartas porque, mediante ese acto de sinceridad, habría revelado enseguida (a sí misma y a él) que no le interesaban demasiado las posibilidades que prometían las cartas, que renunciaba de antemano a ese árbol perdido que él le señalaba. ¿Cómo podía estar resentido contra ella? Él fue quien, a fin de cuentas, quiso que escuchara la música de unas ramas llenas de murmullos. Ella se había comportado, pues, según el deseo de Jean-Marc. Había obedecido a su voluntad.
Inclinado sobre su hoja de papel, se dijo: El eco de ese murmullo debe permanecer en Chantal aunque termine la aventura de las cartas. De modo que escribe que un imprevisto ineludible le obliga a partir. Luego matiza esta afirmación: «¿Será realmente un imprevisto, o, más bien, no habré escrito mis cartas precisamente porque sabía que quedarían sin respuesta? ¿No será la certeza de mi partida lo que me permitió hablarle con total sinceridad?».
Partir. Sí, es el único desenlace posible, pero ¿adónde? Reflexiona. ¿Sin nombrar el lugar de destino? Sería demasiado romántico y misterioso. O indelicadamente evasivo. No cabe duda de que su existencia debe permanecer en la sombra, y por eso no puede revelar los motivos de su partida, ya que éstos indicarían la identidad imaginaria del corresponsal, su profesión, por ejemplo. Sin embargo, sería más natural decir adonde va. ¿Alguna ciudad en Francia? No. No sería motivo suficiente como para interrumpir una correspondencia. Debe marcharse lejos. ¿Nueva York? ¿México? ¿Japón? Sería poco creíble. Debe inventar alguna ciudad extranjera aunque cercana, trivial. ¡Londres! Claro que sí; le parece tan lógico, tan natural, que se dice sonriendo: En efecto, sólo puedo irme a Londres. Y enseguida se pregunta: ¿Por qué precisamente Londres me parece tan natural? De pronto surge el recuerdo del hombre de Londres con el que Chantal y él habían bromeado tantas veces, el tipo mujeriego que, hacía años, había entregado a Chantal su tarjeta de visita. El inglés, el británico, a quien Jean-Marc había apodado Británicus. No, no está mal: Londres, la ciudad de los sueños lúbricos. Allí es donde el adorador desconocido iría a confundirse con la multitud de juerguistas, falderos, ligones, erotómanos, pervertidos y viciosos; allí desaparecería para siempre.
Y piensa aún: dejará caer en su carta la palabra «Londres» a modo de firma, como un rastro apenas perceptible de sus conversaciones con Chantal. En silencio, se burla de sí mismo: quiere permanecer en el anonimato, no ser identificado, porque el juego lo exige. Sin embargo, un deseo contrario, un deseo perfectamente injustificado, irracional, secreto, sin duda estúpido, le incita a no pasar del todo desapercibido, a dejar una huella, a ocultar en algún lugar una firma en clave gracias a la cual un observador desconocido y excepcionalmente lúcido podría identificarle.
Al bajar la escalera para depositar la carta en el buzón, oyó gritos de voces agudas. Al llegar abajo, los vio: una mujer con tres niños delante del panel de los timbres. Pasó por su lado al dirigirse hacia los buzones en la pared de enfrente. Cuando se volvió, vio que la mujer llamaba al timbre en el que estaba escrito su nombre y el de Chantal.
—¿Busca a alguien? —preguntó.
La mujer le dijo un nombre.
—Sí, soy yo.
Dio un paso atrás y lo miró con ostentosa admiración:
—¡Ah, es usted! ¡Me alegro de conocerle! ¡Soy la cuñada de Chantal!