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El día en que iban caminando juntos por la calle sin decirse nada, sin ver a su alrededor sino a paseantes desconocidos, ¿por qué se había ruborizado de repente ella? Era inexplicable: desconcertado, Jean-Marc no había podido entonces reprimir su reacción: «¡Te has puesto roja! ¿Por qué te has puesto roja?». Ella no le había contestado y él se sintió turbado al ver que a ella le ocurría algo que él ignoraba por completo.

Como si este episodio volviera a encender el regio color del libro de oro de su amor, él le escribió la carta sobre el manto color carmín cardenal. Siempre en su papel de Cyrano, había realizado su mayor hazaña: la había hechizado. Estaba orgulloso de su carta, de su seducción, pero sentía unos celos más fuertes que nunca. Había creado un fantasma de hombre y, sin quererlo, sometía a Chantal a una prueba para calibrar su receptibilidad a la seducción de otro.

Sus celos no se parecían a los que había conocido en su juventud cuando la imaginación aguijoneaba una torturante fantasía erótica; esta vez era menos dolorosa, pero más devastadora: poco a poco, iba transformando a una mujer amada en simulacro de mujer amada. Y, como Chantal ya no era un ser seguro para él, ya no quedaba agarradero estable alguno en el caos sin valores que es el mundo. Frente a la Chantal transubstanciada (o desubstanciada), una extraña indiferencia melancólica se había apoderado de él. No indiferencia hacia ella, sino indiferencia hacia todo. Si la vida de Chantal es un simulacro, también lo es toda la vida de Jean-Marc.

Finalmente, su amor pudo con los celos y las dudas. Se inclinaba sobre el armario abierto, los ojos fijos en los sostenes, cuando, bruscamente, sin comprender cómo había ocurrido, se sintió conmovido. Conmovido por ese gesto inmemorial de las mujeres que ocultan una carta entre la ropa interior, ese gesto mediante el cual su Chantal, única e inimitable, se situaba en el infinito cortejo de sus congéneres. Nunca quiso saber nada de aquella parte de su vida íntima que él no había compartido. ¿Por qué debería interesarse ahora, e incluso indignarse por ella?

Por otro lado, se preguntó, ¿qué es un secreto íntimo? ¿Será ahí donde reside lo más individual, lo más original, lo más misterioso de un ser humano? ¿Serán esos secretos íntimos los que convierten a Chantal en ese ser único al que ama? No. Es secreto lo más corriente, lo más trivial, lo más repetitivo y común a todos: el cuerpo y sus necesidades, sus enfermedades, sus manías, el estreñimiento, por ejemplo, o la menstruación. Si ocultamos púdicamente esas intimidades no es porque sean tan personales, sino, por el contrario, porque son lamentablemente impersonales. ¿Cómo puede estar resentido con Chantal por pertenecer a su sexo, parecerse a otras mujeres, llevar sostenes y, de paso, compartir la misma psicología de los sostenes? ¡Como si él mismo no tuviera alguna tonta peculiaridad eternamente masculina! Los dos provienen de aquel taller de chapuzas donde les habían estropeado los ojos con un movimiento desarticulado de los párpados y les habían instalado una pequeña y maloliente fábrica en el vientre. Los dos tienen un cuerpo en el que el alma ocupa muy poco espacio. ¿No deberían perdonárselo mutuamente? ¿No deberían ir más allá de las pequeñas miserias que ocultan en el fondo de sus cajones? Le sorprendió una inmensa compasión y, para zanjar de una vez esta historia, decidió escribirle una última carta.