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Jean-Marc había inscrito el rubor de Chantal muy al principio del libro de oro de su amor. Se habían visto por primera vez en medio de mucha gente, en una sala alrededor de una larga mesa llena de copas de champán y platos con emparedados, terrinas y jamón. Era un hotel de montaña; entonces él era monitor y le habían invitado, por pura casualidad y tan sólo en aquella ocasión, a unirse a los miembros de una convención que terminaba por la noche con un pequeño cóctel. Les presentaron, de pasada, rápidamente, sin que pudieran siquiera retener sus respectivos nombres. Sólo pudieron intercambiar unas palabras en presencia de los demás. Sin ser invitado, Jean-Marc acudió al día siguiente tan sólo para volver a verla. Cuando apareció, ella se ruborizó. Se le ruborizaron no sólo las mejillas, sino el cuello, y aún más abajo, sobre todo el escote, se puso magníficamente roja ante todos, roja por y para él. Ese rubor había sido su declaración de amor, ese rubor lo decidió todo. Casi media hora después, consiguieron encontrarse a solas en la penumbra de un pasillo; sin pronunciar palabra, ávidamente, se besaron.

El que más adelante, durante años, él ya no la viera ruborizarse le confirmó el carácter excepcional de aquel rubor que, en la lejanía de su pasado, resplandecía como un rubí de inefable precio. Luego, un día, ella le dijo que los hombres ya no se vuelven para mirarla. Las palabras, en sí mismas insignificantes, pasaron a ser importantes gracias al rubor al que iban asociadas. No pudo permanecer mudo ante el lenguaje del color, que era el de su amor y que, unido a la frase que ella había pronunciado, le pareció hablar de la tristeza de envejecer. Por eso, oculto tras la máscara de un extraño, él le había escrito: «Soy como un espía, es usted bella, muy bella».

Cuando depositó la primera carta en el buzón, no había pensado siquiera en mandarle otras. No tenía plan alguno, no apuntaba a porvenir alguno, sólo quería halagarla, ahora, enseguida, quitarle aquella deprimente impresión de que los hombres ya no se volvían para mirarla. No intentaba prever sus reacciones. Si, aun así, se hubiera esforzado por adivinarlas, habría supuesto que ella le enseñaría la carta diciéndole: «¡Mira, pese a todo, los hombres todavía no me han olvidado!», y, con toda la inocencia de un hombre enamorado, habría añadido a las del desconocido sus propios elogios.

Pero ella no le enseñó nada. Al no haber punto final, el asunto quedó en suspenso. A los pocos días, él la sorprendió dominada por el pensamiento de la muerte, en un estado de tal desesperación que, quisiéralo o no, siguió con las cartas.

Mientras le escribía la segunda carta, iba diciéndose: Me convierto en Cyrano; Cyrano: el hombre que, oculto tras la máscara de otro, declara su amor a la mujer a quien ama; que, sin la carga de su nombre, ve estallar su elocuencia repentinamente liberada. Por eso, al pie de la carta, había añadido la firma: C. D. B., un código personal. Como si quisiera dejar una huella secreta de su paso. C. D. B.: Cyrano de Bergerac.

Y Cyrano seguía siendo. Al sospechar que ella había dejado de creer en sus encantos, él evocaba por ella su cuerpo. Procuraba designar cada una de sus partes, el rostro, la nariz, los ojos, el cuello, las piernas, para que ella volviera a presumir de su cuerpo. Se alegraba al comprobar que ella se vestía con mayor placer, que estaba más alegre, pero el éxito de su propósito al mismo tiempo le desalentaba: antes, a ella no le gustaba llevar el collar rojo, incluso cuando él se lo pedía; ahora, ella obedecía a la voluntad de otro.

Cyrano no puede vivir sin celos. El día en que irrumpió en la habitación en la que Chantal se inclinaba sobre una estantería del armario, la notó azorada. Le habló de los párpados que lavan los ojos, simulando no haber visto nada; sólo al día siguiente, cuando estuvo a solas en la casa, abrió el armario y encontró sus dos cartas debajo de la pila de sostenes.

Entonces, pensativo, se preguntó por qué ella no se las había enseñado; la respuesta le pareció sencilla. Si un hombre escribe cartas a una mujer, lo hace para preparar el terreno en el que, más adelante, la abordará para seducirla. Y, si la mujer guarda en secreto esas cartas, lo hace para que su discreción de hoy proteja la aventura de mañana. Y, si además las conserva, lo hace porque está dispuesta a entender esa futura aventura como una relación de amor.

Había permanecido largo tiempo ante el armario abierto y, después, cada vez que depositaba otra carta en el buzón, iba a comprobar que se encontraba en su lugar, debajo de los sostenes.