Jean-Marc miraba a Chantal, cuyo rostro, de pronto, se iluminó con una secreta alegría. No tenía ganas de preguntarle cuál era el motivo, contento con saborear el placer de mirarla. Mientras ella se perdía en imágenes cómicas, él se decía que Chantal era su único vínculo sentimental con el mundo. Cuando le hablan de prisioneros, perseguidos y hambrientos, no conoce otra manera de sentirse personal y dolorosamente afectado por sus desgracias que la de imaginarse a Chantal en su lugar. Si le hablan de mujeres violadas durante una guerra civil, es a Chantal a quien violan. Ella y nadie más lo sacude de su indiferencia. Sólo por mediación suya es capaz de compartir.
Hubiera querido decírselo, pero le avergonzaba mostrarse patético. Sobre todo cuando le sobrevino otra idea, del todo contraria: ¿y si perdiera a ese ser único que le une a los humanos? No se refería a la muerte, más bien a algo más sutil, inasible, cuya idea le perseguía estos últimos tiempos: un día, él no la reconocería; un día, se daría cuenta de que Chantal no es la Chantal con la que ha vivido, sino aquella mujer de la playa por quien la había tomado; un día, la certeza que representaba Chantal para él se revelaría ilusoria y ella pasaría a serle tan indiferente como todas las demás.
Ella le tomó la mano:
—¿Qué te pasa? Te has vuelto triste. Desde hace unos días me doy cuenta de que andas triste. ¿Qué te pasa?
—Nada, no pasa nada.
—Sí. Dime qué te pone triste en este momento.
—Imaginaba que eras otra persona.
—¿Cómo?
—Que eras otra persona que la que imagino. Que me he equivocado sobre tu identidad.
—No te entiendo.
Él veía una pila de sostenes. La triste pila de sostenes. La ridícula pila de sostenes. Pero, más allá, reaparecía enseguida el rostro real de Chantal sentada frente a él. Sentía el contacto de la mano de ella sobre la suya, y la impresión de tener enfrente a un extraño o a un traidor se eclipsaba rápidamente. Sonreía:
—Olvídalo. No he dicho nada.